Una revolución sin rumbo
Primero de tres artículos en los cuales Rafael Caldera, entonces Representante a la Asamblea Nacional Constituyente, analiza el movimiento revolucionario iniciado en octubre de 1945. Fueron escritos especialmente para el diario El Gráfico y publicados en éste durante tres días consecutivos.
Con ansiedad está preguntándose todo venezolano para quien el futuro de su patria representa un interés vital: ¿qué rumbo lleva la Revolución de Octubre? Y esta pregunta, si se quiere responderla analíticamente, fuera de la gacetilla que pinta el camino al paraíso o del llanto jeremíaco que señala la ruta al desastre, resulta de contestación muy difícil. Porque, la verdad, si uno se atiene a las demostraciones del fenómeno, la Revolución de Octubre está sin rumbo todavía.
Toda revolución supone, según asientan políticos, historiadores y sociólogos, dos partes netamente diferenciadas. La primera es una parte negativa: la destrucción de un orden existente. La segunda, la parte positiva: la construcción de un orden nuevo. La primera es más o menos fácil según la solidez menor o mayor del régimen destruido: el 18 de octubre de 1945 demostró que el orden político representado por el gobierno del general Medina bamboleaba sobre su propia base y estaba tan minado de contradicciones que representaba una increíble inestabilidad. La segunda es siempre más difícil: aparecen las contradicciones internas del movimiento revolucionario y se pone a prueba la capacidad de los dirigentes para llevar a cabo una obra durable.
No pocas veces esa capacidad, que aparecía admirable en la obra destructiva, es suficiente para llevar a cabo la obra constructiva. En algunas ocasiones sucede lo que sucedió en Francia: que los revolucionarios auténticos concluyen dando paso a una figura audaz y sin escrúpulos que logra, mediante sus propias ambiciones, dar forma estable a algunos de los propósitos revolucionarios desechando los otros; así, el primer ciclo de aquella gran Revolución terminó en Bonaparte. En otras ocasiones, la demagogia verbalista sólo abre la puerta a fórmulas más radicales emprendidas por hombres más capaces que llevan a extremos insospechados lo que empezó como un movimiento más o menos lírico: así Kerensky cede paso al radicalismo bolchevique, representado por la formidable capacidad de Nicolás Lenin; si bien en la figura autocrática e imperialista de José Stalin parece estar la derivación bonapartista de la Revolución Rusa.
Diez y ocho meses de Gobierno
El movimiento revolucionario venezolano de fines de 1945 compactó, inútil es negarlo, los más densos y variados sectores de opinión nacional. Apenas acompañaban a los personeros del sistema derrocado los comunistas, transitoriamente fieles a su alianza anterior y prestos a pasar al apoyo de Acción Democrática, en quien después del 18 de octubre reconocen (y sorprende que no hayan podido reconocerlo antes) un partido «más revolucionario y progresista que el P.D.V.», según lo expresara en la Asamblea Constituyente en la sesión del martes 17 de junio, el Representante Fuenmayor.
La necesidad de un nuevo sistema de gobierno, que venía apoderándose de la conciencia nacional desde los días finales de la dictadura de Gómez, era una afirmación indiscutible. Cuando, pues, se ofreció de un golpe la consecución definitiva de lo que al pueblo venezolano se le había venido reconociendo como una aspiración legítima, la inmensa mayoría venezolana se conmovió de júbilo. La Revolución había llegado proclamando lo que todos querían: 1) la transformación de Venezuela en un Estado genuinamente democrático; 2) el saneamiento de la administración; 3) el mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo. Estos fueron los objetivos confesados de la Revolución de Octubre, y de su cumplimiento depende el que se aprecie si la Revolución ha cumplido sus fines y ha marcado su rumbo. Lejos de ello, sin embargo, la impresión que arroja el saldo de diez y ocho meses de gobierno es el de que, entre tanteos y medidas improvisadas, lo único que aparece claramente delineado en los hombres que han tenido a su cargo el manejo de la época revolucionaria es el propósito tenaz de mantenerse en el poder: y tal «vocación» de poder no basta para considerar enrumbada la etapa constructiva del fenómeno revolucionario.
Los objetivos del 18 de Octubre
Esos tres objetivos aparecen claramente en los primeros documentos oficiales del régimen revolucionario: organización de un Estado democrático, moralidad administrativa y elevación del nivel de vida de las clases populares. Es bueno siempre recordar las palabras dichas, que consagran un pacto con el pueblo:
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La organización democrática del Estado venezolano es el primer objetivo delineado en el propio documento constitutivo de la Junta Revolucionaria de Gobierno, acta suscrita el 19 de octubre de 1945, a las 8 pm, en el Palacio de Miraflores. El nombramiento de esa Junta se hizo para «convocar a elecciones generales, elección del Presidente de la República por sufragio universal, directo y secreto, realizar esas elecciones y llevar a cabo cuanto sea necesario a reformar la Constitución Nacional, DE ACUERDO CON LA VOLUNTAD DEL PUEBLO». El propósito se ratifica en el comunicado a la Nación, emitido aquella misma noche, «para que mediante el sufragio directo, universal y secreto (unas ELECCIONES LIBÉRRIMAS, SIN IMPOSICIÓN NI PARCIALIZACIÓN EJECUTIVISTA por ninguna de las corrientes políticas en pugna) puedan los venezolanos ELEGIR SUS REPRESENTANTES, DARSE LA CONSTITUCIÓN QUE ANHELAN y escoger al futuro Presidente de la República».
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El segundo objetivo enunciado, es el de la moralización administrativa. «Severo, implacablemente severo (expresa el comunicado en referencia) será el Gobierno Provisional contra todos los incursos en el delito de enriquecimiento ilícito al amparo del Poder».
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Y finalmente aparece el impensable y básico punto de reforma social: «sin demagogia ni aparatosidad» se hacía formal promesa a la Nación de «tomar inmediatas medidas encaminadas a ABARATAR EL COSTO DE LA VIDA Y A ELEVAR LAS CONDICIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES EN QUE VIVE EL PUEBLO».
Llegados hoy al término de la etapa provisional –de una provisionalidad que llega casi al hermoso lapso de dos años–, gobierno y pueblo observan con tristeza, haciendo un alto en el camino, que aquellos objetivos están siendo dejados a un lado como cuestiones secundarias, y éste pregunta a aquél cuál es el nuevo rumbo que ha impuesto el abandono de los otros. Porque la aspiración a unas elecciones «libérrimas, sin imposición ni parcialización ejecutivista por ninguna de las corrientes políticas en pugna» es ridiculizado como idealismo del Profesor Nimbo, y se llevan al texto constitucional modalidades que pugnan con el anhelo popular. Porque la obra de depuración y saneamiento de la administración cedió ante el fervor de la pasión política, que ocupó el lugar de la justicia. Y porque el abaratamiento del costo de la vida y la elevación de las condiciones económicas y sociales del pueblo, después de muchas tentativas, se muestran como objetivos más lejanos.
Y de ahí que al preguntarse Venezuela, ¿qué rumbo lleva el movimiento revolucionario? La única respuesta que aparece, según se desprende de los hechos que analizaremos en los artículos siguientes, es una respuesta angustiosa: la Revolución de Octubre no ha encontrado el rumbo todavía.