Juan Pablo II a los venezolanos

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 1 de diciembre de 1993.

 

El discurso pronunciado por su santidad Juan Pablo II al recibir las cartas credenciales del nuevo embajador de Venezuela ante la Santa Sede, doctor Lucas Guillermo Castillo Lara, fue un mensaje directo a los venezolanos. No una mera confirmación de lo que, en el ámbito ecuménico dirigiéndose a la generalidad de los pueblos, ha venido pronunciando acerca de la orientación que deben tener la política y la economía para responder a las exigencias de la moral cristiana; fue una exhortación dirigida al país cuyo representante diplomático se acreditaba ante él y, sin duda, lo pronunció con plena conciencia del momento que estamos viviendo y de las perspectivas que existen con motivo de la próxima decisiva consulta electoral.

El contenido fundamental del discurso, de acuerdo con la información cablegráfica de la agencia Efe, no pudo ser más claro y contundente: «Juan Pablo II –dice el despacho– expresó ayer su deseo de justicia y solidaridad en Venezuela y señaló la necesidad de anteponer el bien común a los intereses particulares para la reconstrucción del país, y que los pobres no carguen con la parte más gravosa del reajuste económico».

Varios temas contiene la alocución, según lo revela el breve resumen que acabamos de transcribir. En primer término, el reclamo de justicia social, la exigencia de la equidad, en favor de los pobres. ¿Populista el Papa? Tal vez eso pensarán los neoliberales ortodoxos, dispuestos a endilgarle ese calificativo a quien se atreva a recordarles que las leyes económicas no pueden ser inexorables, ni pueden desconocer el objeto primordial que la actividad económica debe tener, que es la persona humana.

Cuando hemos enfrentado el Impuesto al Valor Agregado (IVA), lo que hemos señalado es precisamente su injusticia: es una carga adicional a las que ya el paquete económico ha impuesto a los menos pudientes, en obsequio a una supuesta recuperación económica y fiscal de Venezuela. Nadie que haya defendido el IVA, que yo sepa, se ha atrevido a calificarlo de justo: han dicho que es cómodo, que es fácil de recaudar, que es de rápida ejecución (condiciones que, por cierto, están por demostrar): pero su defecto principal estriba precisamente en que hace recaer sobre los consumidores, la mayoría de los cuales están empobrecidos, como consecuencia de la política de reajuste económico (alias paquete), el peso de esa nueva carga.

Dijo el Papa, además –y estoy seguro de que no lo hizo accidentalmente– sino con plena intención (como lo hacen todos los documentos pontificios) que es necesaria la solidaridad y con ella la visión del bien común para la reconstrucción de nuestro país. El vocablo reconstrucción, por cierto, lo hemos usado aquí enfáticamente. En nuestra Carta de Intención hablamos de «reconstruir moral, económica y socialmente la nación». Nadie pretenda que queremos ni remotamente insinuar que nuestra lucha haya movido la recomendación de Su Santidad; pero sí creemos poder afirmar que cuando empleamos tan trascendental expresión estamos interpretando la noción exacta que el Jefe supremo de la Cristiandad tiene de la situación de Venezuela.

Dijo Juan Pablo II, según informa Efe: «Para llevar a cabo la noble tarea de reconstrucción, se hace necesario que todos colaboren con generosidad y gran amplitud de miras, anteponiendo el bien común a los intereses particulares y promoviendo siempre el diálogo real y constructivo que evite descalificaciones y enfrentamientos». ¿Qué dirán a esto los cogollos que me pretenden afrentar por buscar una amplia convergencia nacional, y tratan de descalificar ese movimiento de entendimiento denominándolo «chiripero»?

Aquellos que, por otra parte, consideran anacrónico hablar de distribuir mejor los bienes, supongo que se indignarán porque el Papa recomendó «distribuir más justamente la riqueza, reduciendo las profundas desigualdades que ofenden a la condición de humanos, hijos de un mismo Padre y copartícipes de los dones que el Creador puso en manos de todos los hombres».

«Según el Papa –dice Efe– corresponde de modo particular a los poderes públicos la tarea de velar para que los sectores más desprotegidos no carguen con la parte más gravosa de los reajustes económicos. Por ello me permito recordar que las enseñanzas de la Iglesia han de continuar siendo elementos esenciales que inspiren a cuantos trabajan por el bien de los individuos, de las familias, de la sociedad, de modo que el esplendor de la verdad brille en todas las obras del Creador».

Es difícil negar que este discurso es uno de los documentos de mayor trascendencia que la Cátedra de Pedro ha producido para los católicos de Venezuela; y para los que, sin ser católicos, comparten la común aspiración de tener una nación feliz. Por eso, además de las afirmaciones a que arriba se ha hecho referencia, el fondo ético de toda la enseñanza brilla a través de la voz pontificia: «Hay que potenciar, afirma, los valores fundamentales para la convivencia social, tales como el respeto por la justicia y la solidaridad, la honestidad, la capacidad de diálogo y de participación a todos los niveles. De este modo podrán lograrse, en fin, aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos, las familias, los grupos intermedios y asociativos su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones de progreso integral».

El Papa, por supuesto, sabe que Venezuela está a las puertas de una decisión cuyas consecuencias serán de mucha trascendencia. Se sintió obligado, como pastor, a orientar su rebaño. Sus orientaciones coinciden con los sentimientos de la comunidad nacional. Son menos los que no querrán entenderlas; y si se empeñan tercamente en ignorarlas, se encontrarán con el franco rechazo del pueblo.