La primogénita olvidada
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 16 de diciembre de 1966.
Lo que mis ojos vieron en Cumaná, el lunes, no podía ser más impresionante. Una ciudad que ya ha llegado a cien mil habitantes, inundada en más de dos terceras partes de su superficie. Aguas sucias, con abundancia de barro y detritos, en raudales que buscaban afanosamente salida, atravesaban hogares, colegios, sanatorios, sementeras; resquebrajaban paredes, arruinaban ranchos, dañaban casitas, quintas modestas pero confortables y hasta casas del centro de la población.
Algunos trataban de salvar muebles poniéndolos en alto o sacándolos a un lugar vecino donde la creciente todavía no llegaba: una cuna, una nevera, un sofá. Otros se conformaban con asegurar sus animales domésticos: los niños abrazaban sus perros, ingenuos habitantes rural-urbanos se esforzaban en cuidar uno o dos cochinitos con cuyo producto habían pensado alegrar las fiestas navideñas. De un colegio de niñas, trasladadas las internas a un refugio, sacaban las monjas en una camioneta sus objetos más preciados, entre ellos los ornamentos sacramentales de la capilla, en cuyo adorno habían puesto un esmero evaluable en quién sabe cuántas horas de trabajo. Los muchachos del seminario, en traje de baño, acarreaban lo que se podía rescatar. El dueño de alguna chara vendía sus pollos por lo que le dieran, antes de que se ahogaran. Y los enfermos del Sanatorio Anti-tuberculoso eran trasladados al alto del edificio, mientras se enviaban comisiones a buscar auxilio y alimentos.
La gente quería colaborar en el alivio de los efectos de la inundación. Quienes no estaban directamente afectados ofrecían sus casas, sus vehículos, sus energías personales; quienes eran, a su vez, víctimas sumaban sus esfuerzos para abrirle cauce a las aguas, para socorrer a los ancianos, niños y enfermos. El ánimo de los más perjudicados presentaba matices diferentes: todos daban gracias a Dios por no haberse perdido vidas; algunos, levantados desde la madrugada con los primeros síntomas del desbordamiento, veían con horror la perspectiva de la noche allí, sin interrumpirse la lluvia; otros buscaban trasmitir a los demás un sentimiento de coraje; muchos no querían callar su indignación porque creían que los peores efectos habrían podido evitarse si les hubieran cumplido algo de lo tantas veces prometido cuando se acercaban días electorales.
Yo vi hombres robustos llorando la pérdida de sus coroticos, lo único que tenían; pero al mismo tiempo observé la energía con que luchaban por sus compañeros en desgracia. Vi a un sacerdote erguido, en pantalones y camisa, con el agua por encima de la rodilla, en su escuela artesanal atravesada por un verdadero río que entraba arrasando por el frente y salía por el fondo del jardín; vi madres rodeadas de sus hijos chiquitos elevando a lo alto su muda plegaria e ignorando haber perdido todo ante la salvación de sus retoños; vi mujeres y hombres estoicos, inmóviles en la puerta de sus hogares cubiertos por agua pantanosa que llegaba arriba de un metro de barrios como Las Palomas, el Dique o Panamericana. Y a medida que más recorría, más comprendía que los recursos puestos en movimiento eran nada ante el número de víctimas.
Dos días antes había estado recorriendo aquellos mismos barrios. En La Casimba, en Bebedero, en Nueva Toledo, en Panamericana, en Bolivariano, en Las Mercedes, en la calle Cancamur, en San Luis, en el Guapo, en Cantarrana (la lista sería para nunca acabar) los vecinos mostraban los efectos de inundaciones anteriores y expresaban temor por nuevas arremetidas.
Menos directamente expuestos a anegarse, los habitantes de Punta de Mata, de la Cruz de la Unión, y hasta los de Caigüire, mostraban sin embargo su pobreza, el abandono en que se hallaban. Todos hablaban de haber sido engañados. Y antes de sospechar ni remotamente la magnitud de lo que iba a ocurrir, me hacían comentar con mis acompañantes que, de las diez ciudades de más de cien mil habitantes en toda Venezuela, era Cumaná, la primogénita del Continente, a todas luces la más abandonada.
Para 1958, se estimaba en Cumaná un total de 8.000 ranchos, donde vivía para entonces más de la mitad de la población. Hoy la proporción ha empeorado. No es aventurado pensar que quizás el 60% de sus habitantes esté esa situación marginal. El Banco Obrero ha construido algunas viviendas: su número es mínimo ante el censo de necesidades; y sus condiciones, muchos no pueden soportarlas. La inundación lo empeora: hasta el barrio Cumanagoto, recién fabricado, se inundó.
En toda Cumaná no se ven obras de aliento. Parece que ni siquiera se ha estudiado con seriedad un plano regulador de la ciudad. El inmenso hospital está en construcción hace años; ahora, en su «cuarta etapa», se muestra como un verdadero elefante blanco. Los rellenos hechos para pasar algunas vías, dan la impresión de haber agravado la situación en cuanto a la falta de drenaje.
La primogénita del Continente tiene una amarga conciencia del abandono en que se encuentra. Está convencida de que con ella se tiene una deuda muy grande. Y a fe mía, como que tiene razón.