El Papa y la violencia

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 20 de enero de 1967.

 

El Papa Pablo VI está desarrollando una actividad impresionante. No solamente se mueve como ninguno de sus predecesores, sino que habla, explica, lanza mensajes y hace aclaraciones que configuran uno de los pensamientos pontificios más densos, más ricos y de mayores proyecciones en la historia moderna de la Iglesia. Su viaje a Florencia la noche de Navidad, no para regodearse en la pompa sino para condolerse en las lágrimas; su regreso la misma noche a Roma, su celebración íntegra del orden litúrgico y su alocución de mediodía, constituyen una hazaña en hombres de su edad. Pero, sobre todo, es admirable su audaz enrumbamiento hacia el progreso, mantenido a la par con su firme y valiente defensa de aquellas cosas que no se pueden ni se deben denunciar.

En su discurso de año nuevo al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el Papa reiteró la posición de la Iglesia contra la violencia. No vaciló en afirmar posición de combate en dos frentes: contra los apegados a la prudencia conservadora y contra los encandilados por los chisporroteos de la violencia. «La Iglesia –dijo– no puede asumir una u otra de esas dos actitudes extremas. No puede desinteresarse del mundo temporal… No puede, por otra parte, aprobar a quienes pretenden alcanzar metas nobles y legítimas por medio de violenta subversión de los derechos y el orden social».

Abundantes comentarios mereció el discurso a las agencias noticiosas internacionales. Quizá porque, en estos tiempos difíciles, ante la urgencia de la realidad y frente al clamor angustioso de las injusticias, llega a prender en pechos generosos el impulso de la revolución violenta. Que la fuerza empleada para mantener privilegios contrarios a la propia naturaleza humana provoque a veces el estallido de la fuerza para repelerla o combatirla; que la teología cristiana haya disculpado en ocasiones el empleo de la fuerza; que los códigos penales exoneren de responsabilidad al que obra en ejercicio de legítima defensa o en estado de necesidad; que la historia y la misma moral hayan eximido de culpa y hasta ensalzado los méritos de quienes han sido actores de dramáticas conflagraciones, todo ello ha servido para impulsar a cristianos de pensamiento y aún de vida, a buscar en movimientos violentos la corrección del desorden actual.

El Papa habla como maestro, como vocero de la historia, como intérprete del amor cristiano y como padre de la humanidad. Sabe que la violencia engendra males infinitos y que no es lícito auspiciarla. Me hace recordar mi última conversación con aquel infortunado amigo, lleno de generosa emoción pero confundido ante el panorama social y político de su patria, que fue Camilo Torres Restrepo. Defendía él, ante un grupo de jóvenes que nos rodeaban, el recurrir a la violencia (alguien dijo que había hecho una «sociología de la violencia»). Yo le opiné que había más bien enfocado el asunto a la luz de razonamientos teológicos, dirigidos a enjuiciar a posteriori la posibilidad de una conducta, más que a la luz de la experiencia sociológica e histórica que enseña que, sólo en muy contados casos y con muy precisas condiciones, la violencia ha sido capaz de engendrar justicia.

No debe pensarse, sin embargo, que al pronunciarse el Papa contra la violencia se ubicó entre aquellos que tienen miedo al cambio. Al recibir a los obispos latinoamericanos, finalizando la última sesión del Concilio, proclamó que la América Latina tiene necesidad de un cambio rápido y profundo. Con estas palabras optó, sin usar abiertamente el vocablo, por la idea más legítima de revolución: un cambio rápido y profundo en las estructuras sociales, que se espera lograr en forma pacífica y mediante la defensa de la libertad. Así mismo, en su mensaje a los obispos de América Latina reunidos en Mar del Plata para la Conferencia del CELAM, les recordó que la constitución conciliar «Gaudium et Spes» (Alegría y esperanza), «… en la compleja visión del desarrollo, afirma decididamente la exigencia de profundas reformas en la estructura y de profundos cambios en la sociedad» (29-IX-1966).

El Papa está, pues, contra la violencia; pero está por la revolución. La revolución pacífica, la revolución en libertad, entendida como un cambio profundo, urgente, voluntariamente acelerado. Confundir ésta con aquella sería errado, tanto de parte de los que desean el cambio y quieren lograrlo por la violencia, como por la de los que se oponen al cambio y lo confunden deliberada o equivocadamente con la guerra civil. No vacila Pablo VI en condenar «métodos violentos y revoluciones alocadas»; pero no para cerrar la vía del cambio inaplazable, sino para orientarlo. Seguir la pista de su palabra en la tarea ciclópea que se ha impuesto de iluminar caminos claros, abiertos por el espíritu renovador del Concilio, ayuda a entender lo que hoy demanda el cristianismo, obligado como nunca a la promoción de «hombres nuevos, artífices de una nueva humanidad».