La doma del agua

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 8 de septiembre de 1967.

 

Agua. Cantidades inmensas de agua. Agua que se desborda e inunda trechos interminables de sabana. Agua que irrumpe y convierte calles en canales. Agua que corre llevando por trofeos la capa vegetal arrancada a la tierra, las ramas arrancadas a los bosques, los troncos arrancados a los árboles. Agua que se estanca, o que mana del suelo formando pantanos como úlceras invasoras del espacio habitado por seres humanos. Casas debajo del agua, reses que se refugian en los lugares secos pero que a veces se lanzan fascinadas para morir en la corriente. La gente, midiendo día por día la crecida. Alegre cuando cree ver secarse un charco que antes parecía más lleno; alarmada cuando ve sobrepasada la marca puesta el día anterior. Llueve, y la angustia crece; brilla el sol y renace la esperanza, pero puede estar lloviendo muy lejos y, a través de lugares cuyos nombres adquirieron primera categoría en la historia de la contienda heroica, bajar las aguas en tropel para recordarnos que somos todavía, después de siglo y medio, un país subdesarrollado.

Si no se tuviera la seguridad de que la estación va a cambiar, la desesperación cundiría. Es aquélla lo que da a millares de damnificados una resignación melancólica. Mientras tanto, van donde los llevan. Algunos encontraron refugio en establos construidos para la exposición de animales en las ferias. Pero reconocen, con tristeza, que allí tienen algo más de aire y luz que en sus viviendas permanentes. Y los consuela pensar que en otro establo encontró refugio, hace años, un matrimonio «damnificado» cuyo hijo iba a cambiar el destino del mundo.

Un pote de leche, un colchón, una frazada, aulas escolares convertidas en asilo temporero, y esperar para recomenzar. Esperar, al mismo tiempo que las autoridades sanitarias empiezan a observar casos de gastroenteritis, que en paradoja trágica, provocan muertes por deshidratación. Esperar, mientras se oye hablar nuevamente de proyectos que no se realizan: diques, drenajes. Esperar, para que los ranchos proliferen de nuevo y se institucionalicen, a falta de una política audaz de urbanismo y vivienda popular.

Esto he visto en Apure. Impresionante el espectáculo desde el avión, desolador cuando se llega en lancha a los lugares inundados o se anda a pie entre los pantanos. Dentro de seis meses, el cuadro se volverá al revés. Nadie podrá entonces creer que el agua fue causa de sufrimiento, en lo que serán cuencas vacías, sabanas tórridas, terrones resecos. Gente y animales padecerán la sed. Nunca aparece el agua en la proporción justa. O falta, o sobra. Todos los años seguirá habiendo damnificados por las lluvias; todos los años se perderá el fruto de grandes esfuerzos, parte de la riqueza nacional; la gente sufrirá por obra de una naturaleza que podría ofrecerle un nivel de vida excepcional. Esto seguirá, mientras nuestra generación se desgaste en la pugna menuda y se olvide el deber de dominar la infraestructura para que nuestro territorio sirva de escena a una pujante civilización.

Con preocupación se habla a veces de la destrucción de nuestros bosques, que dislocan el caudal de nuestros ríos. Un ministro socialcristiano lanzó la terrible advertencia de que, si seguíamos así, el agua se nos podría acabar antes que el petróleo. Iniciativas tímidas han comenzado para recuperar las cuencas de los principales cursos fluviales. Pero el problema hay que afrontarlo con mucha mayor amplitud, con coraje, haciéndolo objetivo primario de nuestro deber generacional. En materia de obras hidráulicas, nos falta mucho por hacer. No hemos racionalizado los recursos, ni aprovechado la experiencia ajena, que si no ha eliminado absolutamente todo riesgo, ha usado medios para corregir en gran parte los efectos de las oscilaciones. Aquí se ha preferido gastar inmensas sumas en sistemas de riesgo costosos, cuyo rendimiento es desproporcionadamente bajo en relación con lo invertido. Pero no se ha afrontado con decisión la necesidad nacional y primaria de construir diques grandes y medianos cuya función esencial sea la de recoger las aguas sobrantes en la temporada de invierno y asegurar su provisión durante la sequía. Energía eléctrica, regadío o consumo humano serían los principales usos complementarios, una vez que se cumpla la finalidad primordial.

Apure y las demás regiones inundadas lanzan hoy un grito elocuente a la conciencia de los venezolanos. Sus damnificados tienen derecho a un auxilio eficaz. No han sufrido menos que los damnificados del terremoto de Caracas. Pero su tierra y su gente requieren mucho más. Aquellas praderas pueden alojar densos contingentes humanos. Es tiempo de trazar ambiciosos programas y llevarlos a la realidad. Sus ciudades, algunas de ellas ya cerca del medio centenar de miles de habitantes, reclaman urgentemente una concepción urbanística. Sus imponentes cursos de agua exigen la presencia dominadora de la técnica.

No es aventurado afirmar que en la doma del agua está la clave del futuro de Venezuela.