Estabilidad política y desarrollo económico en la realidad actual de Venezuela
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 3 de agosto de 1958.
La vida social es compleja. Factores de muy variada índole –culturales, morales, económicos, políticos, étnicos, históricos, geográficos- producen resultados cuya interpretación supone el conocimiento de todos ellos, de su recíproca influencia y de la medida de su acción. El simplismo ha sido causa frecuente y perniciosa de extremismos, lo mismo en Sociología que en Filosofía o en Política. El prurito de ver las cosas con un solo lente domina en algunos cerebros en forma obsesiva; más, si ello ofrece una envidiable comodidad dialéctica, en la vida práctica suele conducir a rotundos fracasos.
No hay aspectos de la vida social que no sea influido por los otros aspectos de aquélla y que a su vez no ejerza sobre los demás alguna influencia. El arte social está en atisbar, pesar y medir los cambios que ocurren dentro de la experiencia colectiva, para que las fórmulas se vayan adecuando en cada instante, no a moldes rígidos preconcebidos, sino a esa realidad vigorosa, aunque a veces sutil y escurridiza, que es la coyuntura histórica.
Dentro de la realidad actual de Venezuela, lo económico toma relieve singular y propio, influido por la capacidad de nuestro subsuelo, por nuestra ubicación hemisférica, por nuestro potencial humano, por nuestra organización política. Estamos en un momento dinámico de nuestra economía, con la característica muy particular de que, por hallarnos dentro de un período de transición necesariamente largo, existe la posibilidad de que las opiniones más disímiles coincidan en puntos prácticos de acción.
Desde el capitalista más conspicuo, hasta el más convencido marxista, todos los venezolanos de hoy, coincidimos en la necesidad de vigorizar el incipiente movimiento de modernización de nuestra economía, tecnificación de nuestros capitales, nuestras empresas y nuestra mano de obra; descubrimiento y vitalización de fuentes propias para cimentar y diversificar adecuadamente nuestra producción; participación progresivamente mayor en la gestión y en el producto de nuestras riquezas; estímulo a las actividades reproductivas, públicas y privadas, que condiciones momentáneas han impulsado hacia lo parasitario, hacia lo suntuario y estéril.
No sin ello podría cumplirse el vasto programa de recuperación del tiempo perdido en la resolución de nuestros problemas fundamentales. La educación básica, general y técnica de nuestro pueblo; la reubicación de las dispersas muchedumbres campesinas en comunidades higiénicas, confortables y humanas; la eliminación del creciente cinturón de miseria que rodea las pujantes ciudades; el desarrollo de un plan ambicioso de bienestar social para las clases trabajadoras, suponen como ineludible requisito el firme desarrollo económico. Lo económico es, pues, sin duda, nota esencial en la conquista de nuestro destino. La mayor y mejor producción, circulación y distribución de los bienes, tiene carácter de supuesto indispensable, para que el consumo (vale decir, el fin humano de la actividad económica, aquello que justifica el afán del hombre por producir incesantemente nuevas riquezas) le dé a la prosperidad, tan recurrida en mensajes y discursos, el sentido de beneficio nacional que ha de tener.
Pero por la misma complejidad de la vida social, lo económico depende a su vez de lo político. Si una política de sentido nacional no puede desarrollarse sin vigoroso impulso económico, lo cierto es que el desarrollo económico exige imperativamente para poder cumplirse un orden político sano. Ambos términos se condicionan y complementan recíprocamente. Sin prosperidad económica no puede construirse sobre firmes bases el orden democrático; pero sin estabilidad política se comprometería gravemente el desarrollo económico.
Ello explica la angustia de todos los sectores económicos (empresarios y trabajadores, productores y consumidores) por escuchar de labios de los dirigentes políticos, el anuncio de una fórmula que asegure sin peligrosas demoras la estabilidad del sistema democrático iniciado en la madrugada del 23 de enero. Si esa perspectiva tal vez se hace borrosa para quienes se absorben en la atención inmediata de cuestiones políticas concretas, notar la sensibilidad de los sectores económicos debería bastar para que los políticos recuperen la visión de ese objetivo central. Debemos asegurar pronto, en la medida de lo posible, la estabilidad indispensable para que el régimen político que estamos reensayando, pueda avanzar con paso firme –y la nación con él- por el camino que conduce a la libertad y a la justicia.
Que haya habido signos de recesión en la vida económica a raíz del cambio de régimen, es perfectamente explicable. No hay cambio político, en ningún lugar de la tierra, que no lleve consigo desajuste económico. Un pequeño derrame de una minúscula arteria cerebral del Presidente Eisenhower, o la colocación del Sputnik en su órbita, son acontecimientos políticos cuya importancia miden los observadores por su repercusión en la bolsa de valores de Nueva York. Y si pudieran también trasmitirse índices diarios de alza y baja de valores desde la Unión Soviética, a buen seguro que las alzas y bajas acompañarían a un discurso optimista de Khrushchev o a la súbita destitución de un Malenkhov o un Bulganin.
La caída del régimen pasado tenía que provocar forzosamente una serie de mutaciones en el movimiento económico. Aún con raíces propias, independientes del fenómeno gubernamental, la economía venezolana, sujeta a una influencia enorme del gobierno, había tenido que conmoverse con la sacudida política de enero. Más bien debemos admirarnos de que la conmoción no haya sido más intensa.
Pero no era la sola circunstancia política del cambio de sistema lo que había de provocar desajustes en el mundo de los negocios. Eran las implicaciones económicas del régimen derrocado. El descarado saqueo de las arcas públicas había lanzado a la actividad febril de la economía privada, inmensas fortunas mal habidas que fluían decisivamente sobre actividades diversas. La industria de la construcción, una de las más importantes del país en cuanto al volumen de operaciones y empleo de mano de obra; las actividades bancarias, crediticias, comerciales, la creación de nuevas industrias o el desarrollo de los seguros privados, si difícilmente podían liberarse de la coyunda impuesta por la corrupción administrativa, dispensadora omnipotente de concesiones, permisos, aranceles o contratos, tampoco podían ignorar la presencia de capitales provenientes de operaciones inconfesables, pero que suscribían acciones, adquirían bonos o alentaban inversiones, ansiosos de multiplicarse. Ese factor de «boom» desapareció bruscamente del mercado: quizás no totalmente, pero, por lo menos, en gran parte. Inversionistas activos fueron intervenidos por el Estado, para responder de sus actos; negocios jugosos dejaron de serlo por la implantación de una nueva moral administrativa; fortunas que hasta ayer se exhibían impúdicamente por las calles, se escondieron en ocultos vericuetos; el mercado de divisas que buscaba cauces de normalidad, se alteró con la conversión de monedas sacadas de Venezuela por los prófugos; y algunos deudores que hasta ayer nomás ocurrían a proveedores o financiadoras en busca de créditos que su boyante situación aseguraba, se convirtieron de la noche a la mañana en morosos, con repercusión considerable en la interminable red que las relaciones económicas tejen, no sólo en el ambiente local, sino nacional y hasta internacional.
A estos hechos patentes, y muchos más que omito, hay que agregar el desajuste inevitable por cambio de estructura dentro del campo laboral. No creo que haya nadie con la osadía de pretender que el sistema desarrollado por la tiranía debería mantenerse. La organización sindical es derecho primario de las clases trabajadoras. La dictadura la arrasó casi por completo y pretendió sustituirla con una mascarada que a nadie convencía. Muchas injusticias sociales que hubieran podido tener oportuno remedio, quedaron estancadas. Más aún, en casos en que la situación era aceptable, quedaba siempre en los trabajadores la idea de que la falta de organismos sindicales poderosos y libres que los defendieran, era un factor para que no se les reconociera todo lo que les correspondía.
Después de largos años de dictadura sin sensibilidad social, era inevitable la eclosión de una serie de reclamos por parte de los sectores obreros. Es posible que esos reclamos se hayan formulado en muchas ocasiones en forma irrazonable. Pero la causa general (no la específica de tal o cual conflicto particular) es la expansión del movimiento obrero que tenía que operarse después de la compresión anterior.
La misma circunstancia de existir pocos organismos sindicales suficientemente organizados, con dirigentes reconocidos, cuyas negociaciones sean acatadas y respaldadas decididamente por los trabajadores, ha sido un factor de inseguridad en el planteamiento de los conflictos colectivos de trabajo. El hecho de que la tregua social acordada entre el Comité Sindical Unificado y la Federación de Cámaras no haya podido impedir el planteamiento de numerosas disputas, algunas de carácter agudo, es una indicación de la necesidad de que se estructure un movimiento sindical maduro y consciente, pues la falta de experiencia de los trabajadores, por habérseles impedido desarrollar oportuna y progresivamente sus uniones, repercute a la larga sobre los patronos, que no encuentran con quién celebrar en firme sus arreglos.
Estos factores no dejan de marcar su huella sobre la economía general del país. Es inevitable. La propia situación del Estado, que no se atreve a desarrollar un vasto plan de obras, ni siquiera a mantener el volumen anterior sin riesgo de entrar en bancarrota, y que se ve forzado a tomar el camino doloroso y discutido del empréstito para pagar deudas anteriores, contribuye a una situación a la que debemos hacer frente decididamente, si queremos salvar, con la coyuntura económica, la estabilidad del régimen democrático.
No creo que prenda en los hombres de negocios la desacreditada idea de que sólo las dictaduras dan sombra propicia a sus actividades. La paz aparente de las dictaduras incuba males tan graves, que los que sufrimos actualmente son un pálido atisbo de cuánto podría ocurrir. Los hombres de negocios, a mi modo de ver, son hoy proclives a la idea de que el régimen democrático, con sus dificultades, puede ofrecerles a la larga una seguridad mayor.
Pero hay de por medio una cuestión por resolver. Es una cuestión de confianza. La economía constituye una de las actividades donde la psicología juega un papel más importante. Ello está demostrado. Su actividad reposa sobre el crédito, y el crédito reposa en la confianza. Para animar a aquéllos sobre cuyos hombros reposa la mayor responsabilidad de la vida económica, a enfrentar animosamente y vencer los obstáculos que han de presentarse en nuestra recuperación nacional para lograr el firme desarrollo futuro sobre bases sinceras, tenemos que inspirarles confianza. La potencial riqueza del país, capaz de vencer las sombras amenazadoras de las restricciones, que ya van despejándose, y de la rescisión hemisférica, que ya se va recuperando, necesita de un factor cuya índole, en este momento, es preponderantemente política. Su nombre y apellido: Estabilidad Democrática.
Si nuestro incipiente retoño democrático gana el nombre de Estabilidad, la confianza será fácil de implantar, y con ella, el propio desarrollo económico se convertirá a su vez en fuente de robustecimiento de la nueva criatura y abrirá campo para los urgentes progresos sociales. El bautizo lo espera toda Venezuela ansiosamente. Los padrinos obligados son, en este caso, los partidos políticos de mayor influencia nacional. Y en su confirmación, tiene que apadrinarla la institución armada. Que unos y otra hagamos el esfuerzo inmediato de ponernos a la altura de nuestro deber histórico, es lo que el pueblo espera. En cuanto a los políticos, nuestro urgente deber es ofrecer ya una solución unitaria que pueda colocar sobre bases firmes el ensayo político y social que estamos iniciando. No puedo creer que frente a tal deber, colocado tan de bulto ante nuestros ojos, la percepción de minucias o el politiqueo calculista pueda desviarnos la atención. Es un reclamo nacional insoslayable.