El problema de las confiscaciones
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política» del 5 de marzo de 1959, transmitido por Radio Caracas Televisión los jueves a las 10 pm.
Esta noche voy a hablar de un tema de palpitante actualidad: el tema de las confiscaciones. No hay venezolano de buena fe que no se preocupe por el problema de cómo poner fin de una vez por todas al robo de los dineros del pueblo. Una de las tremendas lacras que ha vivido nuestro país en su experiencia de organización política ha sido esa. Los españoles tenían (aparte del criterio de que lo que se robaba era dinero del Rey, de la Corona; por tanto, la Corona tenía interés en perseguir al defraudador) un sistema sumamente interesante. Cuando un Gobernador, –cuyo término jurisdiccional equivalía al que ejerce hoy el Presidente de la República– cesaba en sus funciones, se le hacía un Juicio de Residencia. Se nombraba un juez especial y ese juez especial enviaba bandos que salían por las calles, con todas las formalidades de estilo, a llamar a todos aquellos que se sintieran agraviados para que pusieran sus quejas contra el Gobernador por los abusos que hubiera cometido en el ejercicio de sus funciones durante el período de su mando. Los juicios de residencia llenan una de las partes más apasionantes del Archivo nacional y en la historia de los gobernadores y de los capitanes generales está el hecho de que muchos fueron condenados y hasta herederos de gobernadores tuvieron que reintegrar a los damnificados lo correspondiente a las indemnizaciones fijadas por los jueces. La República no tuvo juicios de residencia y, desgraciadamente, el ejercicio del poder público en Venezuela, con la mayor frecuencia presentó la oportunidad para hacerse a un patrimonio personal habido muchas veces por medios ilícitos, a través de las diversas formas de corrupción que establece el ejercicio del poder.
El que tiene poder puede enriquecerse a expensas de los intereses colectivos en muchas formas. Puede sustraer los dineros del Fisco, que es el procedimiento más simple y si se quiere el más torpe, el más fácil de controlar. Pero puede también ejercer una serie de influencias, de combinaciones y de negociados mucho más fáciles de realizar en el Estado moderno, porque el Estado moderno se inmiscuye en una serie de asuntos de gran importancia económica. Cualquier operación del Estado, cualquier contrato para la ejecución de una obra pública, cualquier franquicia para un negocio, cualquier exoneración para la importación de una mercancía o de una materia prima, cualquier permiso para la instalación de una industria en un determinado momento, cualquier patente, cualquier permiso municipal de construcción, representan cuantiosos intereses económicos que repercuten en la fortuna particular. Y hay mucha gente que con una debilidad humana, censurable y grave, dañina para el país, pero al fin y al cabo humana, están dispuestos a dar mucho dinero para que les den un contrato que suma millones; para que les permitan, en vez de hacer diez pisos, doce o quince pisos en un edificio que van a construir, para que les den la autorización para poner un negocio en determinado lugar, para que les concedan cualquier determinada franquicia. De manera que el enriquecimiento, a expensas de los dineros o de los intereses colectivos, es un hecho mucho más fácil de realizar a medida que la estructura del Estado se hace más compleja y que la intervención del Estado se hace más directa en asuntos económicos.
Es una desgracia grave, que en todo país puede ocurrir y quizás ocurre, pero que entre nosotros ha tenido características de un vicio espantoso. Es difícil poder evitar a priori el abuso que el funcionario quiere realizar. Es el caso, por ejemplo, de alguien que sabe que van a trazar una carretera por determinados terrenos hasta ahora totalmente abandonados e incultos y los compra hoy al precio ínfimo en que en el mercado se encuentran para poder especular con ellos después, cuando la carretera pase por allí. Es uno de tantos, innumerables casos que en una u otra forma se encuentran en la vida diaria. Hay la idea de que no se roba al fisco cuando se le pide a un comerciante un porcentaje sobre una venta que va a hacer para que la venta se le formalice, o se le cobra a un interesado cualquiera, a un acreedor del Fisco Nacional, para que le puedan pagar un recibo que verdaderamente se le debe. El vicio es grave; sus consecuencias, espantosas. No es nuevo, desgraciadamente. Y ha habido alternativas dentro de la vida nacional. Ha habido épocas en que el enriquecimiento ilícito a expensas de los intereses colectivos ha subido. Ha habido épocas en que se ha logrado cierta restricción, y después se ha vuelto a un desenfreno lamentable.
En el régimen pasado, la situación llegó a ser verdaderamente pavorosa. No solamente se robaba, sino que parecía elegante exhibir cínicamente ante la conciencia del país el dinero robado. Personas que no tenían, pocos años atrás, en qué caerse muertas, por usar la expresión literal del pueblo, de repente no cabían en mansiones que costaban millones y ostentaban ante la conciencia lastimada de la nación las enormes cantidades de dinero que se hacían a través de negociaciones ilícitas. Se olvidaron los textos legales que prohibían a los funcionarios de cierto rango tener negociaciones con el Estado y se apeló a un recurso de la sociedad moderna, el de las compañías anónimas con acciones al portador, recurso que resulta a veces sumamente difícil de controlar, porque las acciones de una compañía anónima pasan de mano y se ocultan con facilidad. Por eso vienen las épocas en que se enriquecen los testaferros: en que el tipo que se ha enriquecido ilícitamente pone su dinero en cabeza de algún amigo que le mereció confianza, y este amigo piensa que el que roba a otro ladrón tiene cien días de perdón, se alza con el negocio y de repente aparece con un patrimonio que no se conoce.
El enriquecimiento ilícito
¿Cuál es la manera de controlar, de evitar, de impedir el enriquecimiento ocultado mediante testaferros y compañías anónimas? El problema es complejo. Es un problema, antes que todo, moral. Hay que restablecer la moral pública. Hay que alcanzar un sistema de veredicto nacional: el que robe los dineros públicos tiene que ser visto como ladrón. Porque a veces se relaja la conciencia social, y mientras al que roba cien bolívares en la calle se le considera ladrón, al que roba cien millones en operaciones financieras con el Estado se le considera una persona respetable. Hay que restablecer, pues, en primer lugar la sanción moral y mientras la sanción moral no se restablezca, hay el peligro de que todas las otras medidas fracasen. Pero hay también que buscar el procedimiento de sanción ante la imposibilidad de impedir todo negocio incorrecto: el único procedimiento que fuere posible es castigar el llamado Enriquecimiento Ilícito.
La manera de poder controlar si una persona ha hecho o no mal uso del poder público para enriquecerse en forma ilícita, es la de saber cuánto dinero tiene antes de empezar a actuar como un agente de la autoridad y cuánto dinero tiene al terminar su ejercicio: si el dinero que tiene al terminar excede al que tenía cuando empezó, debe tratar de demostrar cómo ganó ese dinero. Tiene que decir cuáles han sido sus ingresos lícitos para adquirir ese enriquecimiento, y lo que no pueda justificar se considera ilícitamente adquirido. El asunto parece muy claro. Las leyes contra el enriquecimiento ilícito son perfectamente justificables. Pero el problema está en la averiguación de los bienes. Los verdaderos pillos toman en cuenta todas las circunstancias y los bienes mal adquiridos los ocultan y cuando terminan su gestión aparece oficialmente que no tienen dinero, porque el dinero mal habido lo han puesto en cabeza de otras personas o en acciones al portador de sociedades anónimas o a través de una serie de mecanismos que hacen difícil establecer su responsabilidad; esperan que pase la tempestad y después de que escampe, entonces comienzan a salir otra vez los bienes mal habidos.
El problema del enriquecimiento ilícito ha tomado nuevamente actualidad, con la introducción que hicieron en la Cámara de Diputados, en la sesión de ayer, los Diputados comunistas, de un proyecto de Ley por el cual se confiscan en beneficio del Estado venezolano los bienes de todas las personas que hayan sido Presidente de la República, Secretario de la Presidencia, Ministros, Gobernadores, Presidentes de Institutos Autónomos, durante el lapso comprendido entre el 2 de diciembre de 1952 y el 22 de enero de 1958, salvo aquellos que por disposición de la Comisión de Enriquecimiento Ilícito, quedan exentos de responsabilidad.
Y se nos pregunta a quienes tenemos la responsabilidad de opinar en los graves asuntos de la vida del país: ¿esta ley es justa o es injusta? ¿Es conveniente o es inconveniente? Si uno se pone a analizar la presunción del enriquecimiento ilícito en este caso, no carece, en realidad, de fundamento moral. Sabemos que la gran mayoría de las personas que prestaron servicios al régimen dictatorial en función de Ministros, Gobernadores o Presidentes de Institutos Autónomos, se enriquecieron ilícitamente con bienes del Estado; y si se admite la posibilidad (aunque no se establecen reglas para ello) de que los inocentes, que seguramente los hubo, justifiquen la inocencia de sus actos, se cubre el aspecto general que pudiera entrañar la comisión de una grave injusticia.
El problema de la confiscación
Pero el problema de la confiscación es muy complejo. En el derecho antiguo, en el rancio derecho español, basado en los principios del viejo derecho natural, la confiscación de bienes, sin embargo, era una medida penal, y una medida penal de una gravedad extraordinaria. A los que se rebelaban contra el Rey, a veces se les confiscaban sus bienes. En momentos de perturbación, la confiscación de bienes era una medida penal de una importancia terrible. A nuestro Juan Francisco de León, caudillo de la sublevación contra la Compañía Guipuzcoana, se le demolió su casa de la esquina de Candelaria y se le pasó sal para que no volviera a crecer la yerba sobre ella.
Ahora, el derecho moderno consideró una conquista la prohibición de la pena de confiscación de bienes. Cierto que esta confiscación de que aquí se habla, en realidad no es propiamente una pena, si se presume que estos dineros no son de quien los posee, sino del Fisco, del pueblo, del erario venezolano y se reincorpora al patrimonio nacional una cantidad de lo que del patrimonio nacional fue sustraído. Ahora el problema está en la eficacia y de la conveniencia de la medida. Se plantea una situación bastante difícil. Porque tenemos que recordar que del 23 de enero de 1958 a hoy ha transcurrido más de un año y que durante ese año los verdaderos culpables, o fueron intervenidos por la Comisión de Enriquecimiento Ilícito, o han tenido tiempo para ocultar sus bienes, o ponerlos en manos de otras personas. De manera que los bienes que se encuentren serán probablemente de aquellos que, por sentirse menos culpables, no pusieron sus bienes, a través de ventas ficticias, en manos de amigos o de testaferros. Será sobre éstos sobre quienes va a recaer el verdadero peso de la Ley. Cosa que desgraciadamente pasa en todas las revoluciones.
Yo tengo amigos que se quejan de que aquí, en Venezuela, no se hubiera fusilado gente como en Cuba. Ahora, me pongo a pensar: en Cuba han fusilado de 400 a 500 personas, pero Batista está en el exterior gozando de sus millones, y con Batista están Ventura y Masferrer y Mujal y muchos más que le sirvieron como instrumento inmediato, directo y responsable para la opresión del pueblo cubano. Han perecido criminales, es cierto, pero personajes de menor cuantía ante los otros. Los mayores culpables, casi siempre se salvan. Aquí los más responsables, los más criminales, tienen su dinero fuera, están gozando en Miami, o en Nueva York, o en París, o en qué se yo dónde, yendo todas las noches a los mejores cabarets, bebiendo champaña, derrochando el dinero del pueblo venezolano. De modo que una medida de esta naturaleza no sería en realidad una medida ejemplarizante, a mi modo de ver, sobre los peores responsables sino sobre aquellos a quienes, o no se les ocuparon los bienes a tiempo, o no se sintieron suficientemente culpables. Sobre este asunto tenemos mucho que meditar. Porque la medida tiene que ser no solamente justa sino eficaz, para que pueda ser de justa reparación en el pueblo venezolano.
A propósito de confiscación, en la Constitución de 1936, a la muerte del General Gómez, se insertó una norma que no iba solamente contra los bienes del difunto Presidente, sino que establecía una medida que se consideraba sanitaria en relación al porvenir. Esa disposición de la Constitución de 1936 decía: No se decretarán ni se llevarán a cabo confiscaciones de bienes, salvo en los casos siguientes. Primero: los de guerra internacional, como represalia, etc. Segundo: como medida de interés general para reintegrar al Tesoro Nacional las cantidades extraídas por los funcionarios públicos que hayan ejercido los cargos de Presidente de la República, de Ministros del Despacho y de Gobernador del Distrito Federal y de los Territorios Federales, cuando hayan incurrido a juicio del Congreso Nacional en delitos contra la cosa pública y contra la propiedad. La decisión a que se refiere este párrafo se tomará en el Congreso en sesiones ordinarias o extraordinarias por mayoría absoluta y debe ser aprobada por las dos terceras partes de las Asambleas Legislativas de los Estados, en la misma forma. La medida abarcará la totalidad de los bienes de los funcionarios y de su herencia, y se efectuará en conformidad con las reglas que establezca la ley especial que al efecto se dicte y se aplicará retroactivamente a los funcionarios enumerados que hayan actuado durante los dos últimos períodos presidenciales. En los casos en que se dicte el reintegro extraordinario a que se refiere el párrafo anterior, las reclamaciones propuestas por particulares contra el funcionario particular (aquí se habla de las reclamaciones especiales) y luego agrega que las Asambleas Legislativas de los Estados podrán insertar en sus respectivas Constituciones esta misma medida respecto a sus Presidentes y Secretarios Generales.
Ahora, esa norma que existió en la Constitución de 1936 como una medida de alcance general y futuro, fue eliminada en la reforma constitucional que se hizo durante el gobierno del General Medina, en el Congreso de 1944, sancionada en 1945. Se eliminó entonces la confiscación y hubo muchas discusiones al respecto. También voy a tomarme la libertad de leer dos párrafos de aquella reforma constitucional en lo que se refiere al tema de la confiscación. Dije «No puedo entender la reforma en el sentido de que los reos de peculado queden al margen de la obligación moral y jurídica de restituir al Fisco Nacional las cantidades que hayan sido arrebatadas al mismo, sino simplemente en el sentido de entender que el Congreso de la República y las Asambleas Legislativas de los Estados, como cuerpos políticos que son, como cuerpos sujetos directamente a las modulaciones de los partidos, a los procesos electorales y a las alternativas de la vida pública, no sean los llamados a decidir sobre una cuestión fundamental, como lo es la restitución de los bienes usurpados, materia sobre la cual deberán juzgar los legítimos tribunales de la República. He leído en el informe que presenta la Comisión de Relaciones Interiores acerca del proyecto de Constitución, la reproducción que en él se hace del compromiso trascendental adquirido por la honorable Cámara del Senado para que presente en las sesiones ordinarias del próximo año, un proyecto de Ley de Responsabilidad de Funcionarios Públicos. Yo hago votos fervientes –decía– porque esa ley sea una ley categórica, que establezca un procedimiento sumario, exceptuado de las trabas y dilaciones del procedimiento ordinario y que establezca medios especiales de prueba para que puedan llevarse a la realidad documentaria de los expedientes, situaciones de hecho, que por las vías ordinarias resultarían en ocasiones muy difíciles de comprobar. Yo hago votos porque en esta ley, al restituirse al Poder Judicial la facultad de ordenar la reparación debida al Fisco Nacional de las cantidades indebidamente sustraídas, se establezca un procedimiento verdaderamente eficaz, no la simple estructuración simbólica de un procedimiento largo, dispendioso y difícil que desvirtuaría la exigencia que hace la nación para que este vicio de viejo arraigo en nuestra estructura política se extirpe de una manera definitiva de nuestros anales públicos».
Tenemos ahora de nuevo planteado el problema. Es claro que hay que buscar el modo de que un funcionario público al entrar a ejercer su cargo autorice automáticamente al Estado para que investigue los dineros que tenga en el extranjero. Hay que encontrar la manera de establecer sanciones severas.
¿Se logrará esto a través de una medida confiscatoria como la propuesta? Tengo mis dudas. Y sobre todo me alarma la idea de que esto, en vez de lograr el fin que se persigue, provoque una inquietud económica, una incertidumbre en las transacciones, una cierta paralización en las actividades, en la bolsa y en el juego ordinario del comercio, que más bien puede causar perjuicios al país.
El problema es muy grave. Vale la pena, señores, que los venezolanos nos preocupemos por él. No se trata solamente de castigar a los que han robado, sino, más bien, de lograr un camino eficaz para que se acabe de una vez por siempre el horrible, el desgraciado, el infeliz suceso de la gente que se enriquece con los dineros de la colectividad y después queda tan tranquila por la calle como si no hubiera roto un plato.
Buenas noches.