Ante el incremento del delito
Columna de Rafael Caldera «Panorama Venezolano», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 29 de mayo de 1985.
Cada día se hace más patente en todos los sondeos de opinión y en la experiencia de los particulares, el avance preocupante del delito en sus más variadas manifestaciones, desde las espectaculares acciones del narcotráfico, que maneja miles de millones de dólares en una red internacional con los recursos más avanzados de la tecnología, hasta el arrebatón infamante que a diario y a plena luz del día se comete sobre personas indefensas.
En nuestra capital es ya difícil encontrar a alguien que no haya tenido en su familia, en su comunidad de trabajo o en su vecindario a una víctima de cualquier atropello. El atracado se encuentra indefenso ante el agresor, dispuesto con armas de fuego a cercenar la vida o cualquier tipo de barbaridad contra una persona pacífica, expuesta a la sorpresa y la violencia. En la mayoría de los casos, ya el ofendido no se molesta en poner la denuncia ante los cuerpos policiales: sería añadir a su pena la humillación del relato y de interrogatorios ante funcionarios no siempre cuidadosos, para no lograr nada.
El auge de la criminalidad es motivo de preocupación para especialistas, autoridades y jueces, organismos nacionales, regionales e internacionales. Precisamente, a fines del pasado mes de abril se reunió en Nueva Delhi, capital de la India (la más grande democracia del mundo, con 730 millones de habitantes, sacudida por violencia de diversa especie, que hiciera decir al lúcido presidente del Parlamento, doctor Belram Jackar, que si el fenómeno no es dominado oportunamente podría minar el edificio de la democracia), un grupo de personas especialmente invitadas por la Organización de las Naciones Unidas y el gobierno de aquel país para intercambiar experiencias y puntos de vista y llevar sugerencias al Séptimo Congreso Mundial sobre Prevención del Delito y Tratamiento de Delincuentes que se reunirá en Milán en la última semana de agosto y la primera de septiembre.
Éramos 18 personas de las distintas regiones del mundo: América Latina, Estados Unidos, África, Asia, Europa Oriental y Europa Occidental, más un observador por China y numerosos observadores por la India, así como funcionarios y expertos de la división respectiva de las Naciones Unidas encargada de la preparación del Séptimo Congreso. Muchas cosas interesantes se dijeron: la más grave de todas, la de que a pesar del esfuerzo cumplido, del que son evidencia seis congresos ya celebrados sobre prevención del delito (el último de ellos, por cierto, en Caracas), no sólo no se ha frenado la incidencia delictual sino que la rata de crecimiento ha ido aumentando, sin que se hayan adoptado todas las políticas necesarias para dominar esta delicada situación.
Mientras al lado de las viejas formas delictuales van apareciendo nuevas figuras de criminalidad, el aprovechamiento del progreso tecnológico es más rápido e intenso por parte de los encargados de garantizar la vida, integridad y bienes de los ciudadanos. Se observa que, en general, los cuerpos policiales son insuficientes y no siempre puede garantizarse totalmente su honestidad y su eficacia. Hace unos cuatro años dije que estaba convencido de la infiltración de delincuentes entre los policías y, pese a los desmentidos, los hechos han ido lamentablemente comprobando la certeza de aquella afirmación. Los órganos judiciales existentes no se dan abasto para los requerimientos y no puede garantizarse siempre su imparcialidad y su aptitud; en la reunión de Nueva Delhi se reconoció el mérito de los jueces italianos, como ejemplo de coraje en la lucha contra la mafia y contra la corrupción. Pero no es ésa la regla general. En cuanto a las cárceles, están hacinadas y, lejos de ser, como deberían, establecimientos para la reeducación del delincuente, actúan generalmente como cátedras para la mayor perfección futura en la práctica del delito por quienes egresan de ellas.
Las fronteras son cada día más fáciles de traspasar para la evasión de los culpables; los medios de comunicación, especialmente los trasnacionales, favorecen condiciones que estimulan las tendencias hacia la criminalidad; las tensiones políticas entre estados amparan y favorecen manifestaciones de terrorismo o delincuencia común por el deseo de hacer daño al adversario. El proceso de urbanización fomenta el crecimiento indiscriminado de las áreas marginales y los hábitos de consumismo inducen a los jóvenes de sectores desfavorecidos, más que la misma hambre y la miseria en que nacieron, a actuar drásticamente para procurarse intensos placeres, usar drogas, consumir licores, manejar vehículos lujosos y mantener costosas amantes, aun a sabiendas de que todo terminará trágicamente en un temprano desenlace.
Se observó en nuestro diálogo que el gasto necesario para prevenir y enfrentar el delito se hace cada vez más elevado y que, ante la limitación de disponibilidades financieras, los gobiernos –sobre todo los de corte populista– optan por aquellos gastos que producen resultados visibles e inmediatos. La construcción y buen mantenimiento de las cárceles y penitenciarías y otros establecimientos de reclusión, como la de cloacas o plantas de tratamiento para el drenaje de las aguas negras, se nota poco y no es una inversión atractiva, aunque sea necesaria. A ello se suma el que, como lo dice el «Consenso de Nueva Delhi», adoptado en nuestra reunión, «a criminalidad es un grave problema de dimensiones nacionales e internacionales, con repercusiones y ramificaciones que se extienden más allá de las fronteras nacionales, entraban el desarrollo político, económico, social y cultural de los pueblos y amenazan el goce de los derechos humanos y de las libertades fundamentales».
Cuando, en los principios de la Ciencia Política, el hombre comenzó a reflexionar sobre la naturaleza y fines del Estado, señaló como el primero de los deberes de la autoridad el de asegurar a cada uno la vida, la integridad física y moral de su persona y el disfrute de sus bienes legítimamente adquiridos. Hoy, cuando los problemas de la sociedad civil se estudian a fondo y hasta con ansiedad, la seguridad personal aparece como un requerimiento perentorio; y en su deterioro lleva consigo, en los países donde la libertad existe, planteamientos sobre la gobernabilidad de la democracia. No es tolerable que pueda haber quien añore a Mussolini en Italia, a Hitler en Alemania o a Franco en España, por la sola razón de que se sentían más tranquilos ante la amenaza de un atraco o de un atentado. Claro está que quien razona con conocimiento de causa sabe que esa supuesta tranquilidad no era tal sino intranquilidad y constante desasosiego parta el que se atreviera a pensar y hablar o sospecharan que era capaz de hacerlo. Pero, sea como sea, ése es un síntoma de que debe darse prioridad a toda la compleja estrategia requerida para prevenir el delito, para sancionarlo debidamente y para reformar al infractor.
La tarea es mucho mayor de lo que algunos han supuesto; pero es indispensable. Por eso propuse que, además del esfuerzo que se está haciendo para comprometer a los gobiernos a una acción más efectiva y para aprovechar la cooperación de organizaciones privadas sin fines de lucro, se dedicara por las Naciones Unidas un «Año para la Prevención del Delito y Lucha Contra la Delincuencia». Ello ayudaría a que todos tomáramos mayor conciencia de lo que este imperativo representa.