El testamento de Hubert Humphrey
Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA), en julio de 1978.
A un año de la muerte del Senador Hubert H. Huphrey, ex vicepresidente y ex candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, la opinión general en aquel país y en el mundo entero es la de que Humphrey fue uno de los estadistas más notables que su patria ha producido en el presente siglo. ¿Exagero? No lo creo. Si por mala fortuna –suya y de los Estados Unidos– no llegó a Presidente –ya que los electores le cobraron lo que a la administración Johnson achacaban sobre el conflicto de Viet-Nam–, a su muerte se le rindieron funerales de Jefe de Estado y se le han tributado homenajes que lo colocan entre las más grandes figuras que han desfilado por la escrutadora pantalla de Washington.
América Latina tiene sobradas razones para guardar simpatía por su memoria. Su posición de amistad y comprensión frente a nuestros países, su preocupación por dar atención prioritaria a nuestras demandas, fue categórica. No vaciló en reprochar a su propia Administración (la Administración de la que era solidario) lo que consideraba miopía e injusticia frente a la América Latina al no atribuirle, por circunstancias de historia reciente que la hacían mirar más hacia Asia y África, la primera prioridad que en su juicio le correspondía. «Nuestra política hemisférica –decía en un artículo de Foreign Affairs (julio de 1964) sobre la política de los Estados Unidos en América Latina– debería mirar dos o tres décadas adelante». En cuanto a la cooperación económica, sostenía: «A mi ver, en los Estados Unidos no estamos asignando a América Latina el monto de los recursos requeridos para cumplir la tarea que se necesita hacer (…) Nuestra contribución a la Alianza para el Progreso es lastimosamente pequeña (pitifully small) Nuestra ayuda a esta área debería ser incrementada substancialmente».
Conocí bien al senador Humphrey y mantuvimos excelente amistad. Conservo abundante correspondencia suya. Me agasajó en el Senado cuando visité Washington y fuimos honrados ambos conjuntamente con la distinción anual del Catholic Interamerican Cooperation Program (Programa Católico de Cooperación Interamericana): quizás el mismo hecho de no ser de una misma confesión religiosa le daba más libertad para opinar sobre la Democracia Cristiana, lo que hizo en términos muy favorable en diversos discursos del Senado Norteamericano (particularmente en referencia al crecimiento de Copei en las elecciones de 1963) y en artículos como el de la revista «Foreign Affairs» a que antes hice referencia.
Cuando murió el presidente Kennedy, me escribió: «Yo le aseguro a usted que haré todo lo que esté a mi alcance para que la política latinoamericana del presidente Kennedy sea continuada» (diciembre, 24, 1963). Y entendía esa política, no como una simple cuestión de ayuda económica, sino como algo de mayor contenido, especialmente en el orden de los valores. «Al presidente Kennedy se le aprecia y respeta –dijo– por abrir una nueva era en las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, no principalmente por haber prometido asistencia material, sino porque supo trasmitir comprensión y respeto para el pueblo latinoamericano, para su cultura y para muchas de sus tradiciones. Él no consideró al pueblo latinoamericano como inferior ni creyó que la solución de sus problemas era una imitación ciega de los Estados Unidos. Es esta actitud de entendimiento y respeto la que debe penetrar no sólo a nuestra dirigencia sino a nuestra sociedad entera».
No escapaban, ni podían escapar, las opiniones del senador Humphrey, a algunos puntos de vista característicos de la mentalidad norteamericana. Pero logró sobreponerse a ellos en una medida quizás superior a la en que lo haya hecho cualquier otro calificado vocero de su dirigencia. Su preocupación no se limitaba a pedir la reformulación de relaciones en el plano esquemático de la vida internacional, sino a destacar la necesidad de comprender estimular y ayudar –dentro del respeto que tan inequívocamente proclamaba por la soberanía de cada país– el empeño puesto por las mejores voluntades dentro de nuestras naciones hacia un cambio de estructuras, una renovación de instituciones y sistemas, tendiente a alcanzar el desarrollo dentro de la justicia social, en beneficio general y equitativo de toda nuestra población, mediante la incorporación efectiva y plena de los sectores marginados al proceso social.
Durante el viaje que hice a Washington hace pocos meses, me dieron una copia del discurso que Humphrey –ya condenado a muerte próxima por cruel enfermedad a que hizo frente con ejemplar coraje– pronunció en el «commencement» de la Universidad de Pensilvania, en mayo de 1977. La cercanía del fatal desenlace dio a sus palabras, dirigidas a una representación calificada de las nuevas generaciones que se preparan para el liderazgo de los Estados Unidos, el valor de un verdadero testamento. No es sólo a la América Latina a la que llama la atención en su discurso, dirigido a todos los sectores importantes de los Estados Unidos, pues el texto fue insertado por su propia solicitud en el «Congressional Record» (No. 91, 26 de mayo de 1977); su atención se dirige a todos los pueblos en vías de desarrollo, o mejor dicho, a la actitud que deben tomar los Estados Unidos frente a ellos.
«Al entrar al tercer siglo de nuestra existencia como la más vieja democracia del mundo –expresó– la ‘clase’ de 1977 enfrenta un mundo lleno de complejos problemas. Sin embargo, una nueva era de relaciones globales ofrece a esta generación retos sin paralelos y oportunidades extraordinarias para llegar verdaderamente a dominar las plagas históricas de la humanidad, la esclavitud del hombre, la enfermedad y la ignorancia. Aunque el vocablo interdependencia se ha hecho común en nuestros diccionarios, es demasiado poco comprendido. Pero está en nuestro interés nacional definir los parámetros de la interdependencia y entender sus implicaciones para nuestro país. Nuestra nación vende más de sus productos a los países en desarrollo que a la Comunidad Económica Europea, la Europa Oriental y la Unión Soviética juntas. Y los países en desarrollo nos proveen de materias primas críticas y artículos esenciales de consumo… El sistema económico internacional creado después de la II Guerra Mundial se ha mostrado inadecuado para dirigir los moldes cambiantes del desarrollo económico y la creciente interdependencia entre las naciones. Pero los países desarrollados y en desarrollo están acordes en la necesidad de grandes cambios en el sistema económico y político existente… Las naciones industriales comprensiblemente se muestran remisas a aceptar cambios profundos en el presente sistema económico de comercio relativamente libre y la movilidad de capital bajo el cual les ha ido tan bien por tanto tiempo. Sin embargo, es igualmente comprensible que los países en desarrollo, frustrados tan a menudo en sus intentos de mejorar sus standars de vida, estén convencidos de que el corriente sistema económico ha funcionado en desventaja suya. Los países pobres ya no quieren depender más solamente de la ayuda extranjera para su progreso, particularmente si esa asistencia está sujeta a las incertidumbres del clima político de los países ricos. Al contrario, ellos quieren un fundamento más predecible para su crecimiento económico a través de la seguridad de precios razonables para sus exportaciones y acceso garantizado de sus productos a los mercados mundiales. En esencia, los países en desarrollo insisten en un genuino compromiso por parte de las naciones industriales, en el principio de la equidad económica entre todas las naciones… Pero la demanda del cambio –sí, cambio radical y fundamental– está llegando. Es como una compleja tempestad y ha llegado ya con toda su furia. Esto es comprensible. El cambio no llega fácilmente. Y el cambio sobre bases globales es amenazador, intranquilizador y revolucionario. Pero el hecho es que el resto de este siglo continuará siendo un período de increíbles cambios masivos en las instituciones políticas, económicas y sociales. La cuestión es y será, por nuestros esfuerzos positivos, contribuir a dirigir este trastorno global en una dirección consistente con nuestros valores y creencias. O ¿nos limitaremos a resistirlo? ¿Proyectaremos nuestro futuro, o simplemente nos resignaremos a él? Si los Estados Unidos va a desarrollar una respuesta efectiva, positiva a las demandas de las naciones menos desarrolladas, debemos comenzar por emprender ciertos cambios básicos en nuestra propia manera de pensar».
Son muchas y muy importantes las reflexiones que en su discurso planteó el eminente estadista desaparecido. Si los latinoamericanos tenemos el deber de consagrarle un recuerdo afectuoso, los norteamericanos han de encontrar en ese testamento el mensaje –casi de ultratumba– de un hombre que consagró su vida a su pueblo y a procurar la mejor imagen de su pueblo ante los demás pueblos del mundo.