Un acuerdo mundial sobre petróleo
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 14 de mayo de 1986.
Las oscilaciones del mercado petrolero han sido tan intensas y han tenido tantas repercusiones en todos los países, que no puedo entender por qué no se han dado ya pasos firmes para llevar a un diálogo a los productores y a los consumidores, en busca de un acuerdo basado en los hechos, en la equidad y en el interés de la humanidad.
Los precios del petróleo se han convertido en un factor de perturbación. Las alzas y las bajas pronunciadas echan por tierra las previsiones y conducen a situaciones inconvenientes.
La historia empezó cuando la OPEP, al cabo de diez años de fundada, se dio cuenta de que el poder de decisión para fijar los susodichos precios podía quitarse de las manos a los países industrializados, si los exportadores asumían la responsabilidad de reclamar e imponer la retribución que en justicia se les debía. De ahí para atrás, era la prehistoria: el despilfarro de uno de los recursos naturales más preciosos de que dispone la humanidad, la congelación de los precios por debajo de niveles críticos, mientras los demás bienes, especialmente las manufacturas, subían interminable y a veces escandalosamente. Las grandes trasnacionales («las siete hermanas») jugaban a su antojo con los países dueños de los pozos, ubicados en un Tercer Mundo desconectado y anárquico, contentos, como los indígenas ante los descubridores, con cambiar oro por abalorios, entregar riquezas a cambio de espejitos y collares de baja calidad. Los explotadores les soltaban las sobras del festín, que para la pobreza de los dueños resultaba una afluencia inesperada.
La OPEP partió de la idea de que los exportadores debían reunirse, intercambiar opiniones y experiencias, adoptar estrategias comunes, frente a empresas que de quien a quien frente a cada país por separado estaban en situación de ventaja y que eran a la vez vendedores y sus propios compradores. El mismo principio que durante la revolución industrial dio origen al sindicalismo los hizo unirse: por eso no estoy de acuerdo con que a la OPEP se la llame «cártel», porque su naturaleza es más bien la de un sindicato de defensa de los débiles, que en este caso eran los países productores.
Durante un decenio, a duras penas pudo la OPEP contener la baja de los precios. Entre ellos mismos, los miembros de la organización parecían prestos a quitarse unos a otros los mercados, abaratando sus ventas. Venezuela, uno de los países pioneros en su fundación y ejemplarmente leal a la OPEP, vio perder no pocos de sus mercados naturales; y a su alegato, países de Europa y hasta hermanos latinoamericanos respondían que no compraban petróleo venezolano porque otros países les hacían ofertas más convenientes y apetitosas.
En la década que comenzó en 1970 se operó la gran transformación. Aquellos grandes productores que en el seno de la OPEP habían prestado poca atención a la tesis venezolana, no de vender más, sino en mejores condiciones, abrieron sus oídos y comenzaron a darse cuenta de que se podía enfrentar la tremenda injusticia. Hecha con buen resultado la prueba, motivos de política internacional aceleraron las acciones. El mundo se dio cuenta de una verdad ignorada: el petróleo, con el cual países grandes y pequeños impulsaban su desarrollo, se había adquirido a precios miserables, que no habían variado mientras todo subía en el mundo. Y algo más: era tan barato, que se despilfarraba en forma criminal y no había interés económico en realizar altas inversiones para investigar las posibilidades de otras fuentes.
El primer gran servicio que la OPEP hizo a la humanidad en los años 70 fue concientizarlo del problema de la energía (el mundo se dio cuenta de que iba disparado a una catástrofe), enseñarlo a ahorrar combustible y estimular las inversiones necesarias para encontrar nuevas reservas petroleras y nuevos recursos energéticos.
Hasta aquí, la cosa era normal. Sin descartar la sorpresa de lo que no previeron los que estaban en la obligación y tenían la capacidad de prever. Pero en lo adelante, mientras los grandes clientes de la OPEP dedicaron su inteligencia y su experiencia al objetivo de reducir el consumo innecesario de energía y encontrar nuevos yacimientos (que los precios hacían económicamente rentables), los productores se dedicaron a dilapidar su nueva pregonada riqueza, a contraer deudas a que los prestamistas los tentaban y a aprovechar cualquier circunstancia favorable para seguir aumentando los precios, disfrutando de las vacas gordas sin tener en cuenta que podía venir la época de las vacas flacas.
El llamado mercado «spot», con sus alteraciones ocasionales, más que un instrumento regulador de las oscilaciones entre la oferta y la demanda, se constituyó en estimulante de los aprovechamientos momentáneos. Y mientras tanto, la OPEP, constituida con una mayoría de los exportadores petroleros, lo que le permitía ejercer un control tiránico del mercado mundial, iba perdiendo poder en el mercado, y prestó poca atención al hecho de que fuera de ella aparecían nuevos productores, con los cuales ha debido negociar desde el primer momento, para asegurarles el acceso al mercado sin necesidad de que desencadenaran una guerra de precios, que en definitiva causa un perjuicio general.
No es nueva en mí la convicción de que el mercado petrolero reclama un gran entendimiento entre productores y consumidores, entre exportadores e importadores. Lo he propuesto desde hace varios años. No se trata de inflexibilizar las transacciones ni de eliminar una razonable competencia. Se trata de enmarcarla dentro de parámetros equilibrados, convenientemente estables, de acuerdo con la dinámica que el tiempo irá imponiendo, pero teniendo como norte la conciencia del valor del petróleo como recurso indispensable y como renglón importantísimo de la vida económica universal.
Los miembros de la OPEP y los productores no OPEP, por una parte; los consumidores grandes y pequeños, por el otro, tendrían que sentarse a dialogar, rehusando la tentación de darse zancadillas para obtener ventajas pírricas a costa de los demás. La experiencia demuestra que aquellos países de la OPEP que jugaron sucio o que abiertamente desafiaron los acuerdos por imponer su conveniencia individual, contribuyeron a la brusca caída que los ha perjudicado a ellos también.
A los representantes estadounidenses que, encabezados por el Speaker Tip O’Neil, me hicieron recientemente el honor de visitarme, les manifesté que no entendía cómo los Estados Unidos eran reacios a ese diálogo, siendo como son a la vez el mayor productor y el mayor consumidor del mundo. Las perturbaciones del mercado los afecta gravemente. Si los precios suben demasiado, el daño es para los consumidores; si bajan en picada, cuatro Estados se ven al borde de la bancarrota. La Gran Bretaña, por otro lado, no podrá mantener su fiero aislamiento mucho tiempo. Y ningún provecho obtiene Noruega vendiendo barato un petróleo que le cuesta caro extraer y aún más caro reponer.
Si se han logrado acuerdos sobre otras materias primas, no puedo entender por qué no se intenta uno en torno al petróleo. ¿Es difícil alcanzarlo? Para ello se necesitan verdaderos estadistas, auxiliados por buenos diplomáticos. Obstáculos mayores ha habido que superar para otros entendimientos. Este es indispensable y urgente. La anarquía del mercado petrolero es causa de incontables males para el mundo entero.