El regreso de Colón
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 1 de octubre de 1986.
Cada 12 de octubre, el recuerdo de la fecha memorable da lugar a infinitos comentarios acerca de la significación verdadera y de la precisión histórica de la hazaña de Cristóbal Colón. El hecho se redobla a medida que se acerca el medio milenario y se hacen más intensos preparativos para conmemorar aquel hecho sin parangón en la Historia Universal.
Por supuesto, las modas contestatarias en numerosos ambientes se reflejan en las apreciaciones peyorativas acerca del proceso iniciado en 1492. Se teme insistir en la palabra «Descubrimiento», que ha venido usándose durante cinco siglos. ¿Quién descubrió a quién?, se pregunta a menudo. Fue, en realidad el encuentro de dos mundos, la aproximación de dos civilizaciones, por encima de un océano que se juzgaba infranqueable y que lograron atravesar las frágiles carabelas de la modesta expedición (mini-expedición, podríamos decir, en términos actuales) comandada por el valiente y afortunado genovés.
Comentarios y análisis suelen cebarse en la persona del Descubridor. Escarban en su vida privada, poniendo lupa a sus andanzas previas al gran suceso; pareciera haber contra él una especie de resentimiento histórico, por lo demás ilógico. Los mismos que descienden, como descendemos todos, en medida menor o mayor, de los pobladores venidos de Europa, del África o de Asia, se quejan de habernos abierto camino, no porque hubiéramos preferido permanecer al otro lado del Atlántico, sino porque vinimos a perturbar la vida supuestamente idílica de nuestros ancestros supuestamente autóctonos. Supuestamente idílica, porque las aventuras guerreras de los caribes y sus costumbres obligan a pensar que no todos los indígenas precolombinos gozaban de una paz envidiable, y supuestamente autóctonos, porque todos los días se investiga la procedencia de los humanos que se encontraban ya en este hemisferio para finales del siglo XV.
Pero dentro de todo ese aluvión de planteamientos, dos argumentos anti-colombinos se creen decisivos para aminorar el mérito de la gran aventura: uno, el de que Colón no hizo sino aprovechar los informes y conocimientos de otros marinos más expertos que él y anteriores a su empresa, y en segundo lugar, el de que hay evidencias de que otros navegadores le antecedieron en el conocimiento de América. Esos serían los verdaderos «descubridores».
Dejemos el primero de esos razonamientos. Seguramente, Colón investigó, estudió, aprovechó lo que pudo haberse pensado y afirmado antes de su histórico viaje. Todo descubrimiento científico o geográfico ha tenido necesariamente antecedentes. El mérito está en haberlos aprovechado, el haberlos valorado y el haber verificado que estaban bien encaminados. No hay nada debajo el sol que no haya sido resultado de un proceso cumplido a veces a través de varias generaciones.
Mas insistamos en el segundo hecho. ¿Que a Cristóbal Colón lo precedieron los vikingos europeos e inmigrantes venidos de Oceanía? No lo dudo. Por ello, quiero insistir en algo que he venido afirmando y que considero fundamental para apreciar en su justo significado la contribución colombina a la experiencia vital del hombre sobre la Tierra: lo fundamental no estuvo en llegar a la América; lo trascendente se logró al volver al mundo de partida. Desde un punto de vista personal los pre-descubridores cumplieron una portentosa acción y recibieron la honda satisfacción de llenar sus ojos y su espíritu con las maravillas de esta «tierra de Dios». Desde el punto de vista humano, el hecho fundamental de poner en contacto al Viejo y al Nuevo Mundo sólo se consumó cuando el genovés regresó con el testimonio documental de la existencia de la tierra ignota, poblada por gente distinta de la que vivía en el universo hasta entonces conocido, depositario de los progresos obtenidos hasta entonces por el entendimiento humano. El testimonio de la existencia del Nuevo Mundo (nuevo para el conocimiento de quienes ocupaban el mundo hasta entonces circunscrito a Europa, Asia y África) fue lo que cambió, en un viraje de ciento ochenta grados, la Historia Universal.
No pudo regresar Colón del primer viaje con su nave insignia. La «Santa María» naufragó y lo obligó a retornar en otra carabela, que por su propio nombre parecía cosa chica, la Niña. Pero aseguró el éxito de su atrevimiento al presentar ante los ojos asombrados de los portaestandartes de la civilización, los indígenas, los pájaros, otros animales, plantas y frutos de la zona tropical y algunos adornos suríferos que además de admiración suscitaban codicia. No podemos menos de reconocer lo que hubo de violatorio del Derecho Natural en arrancar de su hábitat a quienes sirvieron de demostración documental de la existencia de otra civilización. Tampoco podemos menos que admirar la valentía ética del gran Francisco de Vitoria, el impecable filósofo de las «Reelecciones de Indias», que se reconoce hoy como el inicio del Derecho Internacional, al defender el derecho de los americanos frente a los invasores. Y quienes adherimos a la fe cristiana, no como una supervivencia de determinados elementos culturales sino como una convicción fundamentada en la verdad, suscribimos la proclamación de Juan Pablo II de que este medio milenario del Descubrimiento es, más todavía, el medio milenario de la Evangelización. Con todos los defectos y vicios que pudieron acontecer en realidad, podemos defender en cualquier ambiente que la cristianización de América trajo consigo la formación de sociedades fundadas en un orden jurídico, la superación de la calidad de vida, la creación de monasterios y universidades, depósitos y fábricas de cultura.
El regreso del Descubridor fue emocionante, tanto o más que lo fue la venida. En marzo llegó a las Azores y el 5 de marzo estaba en Portugal. El 9 y el 10 se entrevistó con el Rey Juan II, que se inclinó a considerar el hallazgo confinado a algunas islas de Occidente, sin imaginar la vastedad del continente, del que después de la llegada de Cabral vendría a tocarle buena parte. El 15 de marzo estaba en Palos Cristóbal Colón; encontró a Juan Pérez y «con lágrimas de alegría abrazó al más fiel de sus amigos, en cuya celda escribió su relación a los Reyes Católicos», según relata Weiss. Pasó por Sevilla y en la tradicional e incomparable Semana Santa, que ese año de 1493 celebró la Pascua el domingo 7 de abril. Pasó por Córdoba y Valencia, preparando, como dice el más distinguido de sus biógrafos recientes, el senador genovés demócrata-cristiano Paolo Emilio Taviana, el «solemne regreso a Barcelona, para impactar la fantasía de los Reyes, de los cortesanos y del pueblo».
¿Es segura la fecha? El gran historiador alemán Juan Bautista Weiss la fija en el 15 de abril. «Un sentimiento de la trascendencia histórica de aquel acontecimiento penetró los ánimos de los Reyes; se postraron de hinojos, levantaron las manos con lágrimas de alegría y dieron gracias a Dios. Todos los presentes siguieron su ejemplo y al canto del Te Deum terminó aquel acto, cantando todo el pueblo; y como en Barcelona, en todo el mundo se sintió la importancia del suceso».
Por eso pienso que en las fiestas que se preparan para el Medio Milenio, que posiblemente se iniciarán el 3 de agosto en Palos de la Frontera y La Rábida, continuando con referencia especial el día 6 de septiembre en la isla de la Gomera del Archipiélago Canario, de donde partió definitivamente Colón a cruzar el océano, y al 12 de octubre, día del grito memorable de Rodrigo de Triana, deberían culminar el 15 de abril en Barcelona. Allí quedó, entonces, definitivamente establecido el acontecimiento singular. Se conjugó para siempre la vinculación de los dos hemisferios, y se demostró la unidad planetaria que, desde entonces, impide a cada hombre permanecer indiferente ante la existencia de otros hombres.