La oferta y la demanda de petróleo
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 22 de octubre de 1986.
En el momento de escribir este artículo, la situación en el seno de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), dista mucho de ser clara. Ojalá se hayan disipado ya un poco los nubarrones que amenazan su porvenir, así sea con una temporalidad confinada a breves meses. En el seno de la Organización hay un país que tiene una voz más fuerte que los otros, la Arabia Saudita, cuyas inmensas reservas petrolíferas y abundancia de combustible ligero corre pareja con lo moderado de su población y lo absoluto de su gobierno. Puede aumentar y disminuir su volumen de producción con increíble facilidad. Lo único que lo condiciona es su situación internacional: amenazada por el movimiento revolucionario socialista que domina algunos países vecinos y por la revolución islámica, sabe que el apoyo de los Estados Unidos tiene para ella un valor prioritario. Ello puede explicar aparentes inconsecuencias o actitudes imprevistas de su comportamiento.
Pero, por otra parte, se sabe que la OPEP no tiene el dominio del mercado que ejerciera en otro tiempo. La competencia de productores que no forman parte de la Organización ha sido hábilmente aprovechada por los consumidores más poderosos para lograr, no un «alto» en la elevación de los precios, sino una baja sustancial. El año pasado se observaba que, estimado a precios de 1974, el valor del petróleo ha bajado: este año se ha experimentado en algún momento una baja aún en precios corrientes respecto de aquel año. Y se teme una inconveniente recurrencia en el descenso. Por otra parte, hay que recordar que el petróleo y sus derivados se venden en dólares, y que en los mercados internacionales el dólar está bajando, lo que constituye un nuevo factor de deterioro.
Lo que no se puede entender es que no se haga un esfuerzo serio por sentar en torno a una mesa a los participantes en el mercadeo: productores miembros de OPEP, productores No OPEP, consumidores de los países industrializados y consumidores del Tercer Mundo. En ese diálogo no hay nada que ocultar. El asunto es claro como el agua, y si bien intereses individuales de los distintos países pueden poner obstáculos, cada uno tendrá que admitir que si no se llega a un consenso, las alternativas y variables que se atisban en el horizonte pueden ocasionar gravísimos trastornos a todos, comprendiendo a aquéllos que crean beneficiarse de las perturbaciones de coyuntura.
En estos días leí una información según la cual un importante jefe de misión diplomática, al preguntársele qué pensaba él del precio del petróleo contestó con ingenua sencillez que eso depende de la ley de la oferta y de la demanda. Sin duda. A mayor oferta, menos precio; a mayor demanda, mayor precio. Pero, ¿de qué depende el desequilibrio entre la oferta y la demanda, si se trata de un artículo singular, que está ahí, localizado en las entrañas de la tierra y no es recuperable? Se sabe dónde hay petróleo y se estima cuánto hay en cada lugar. La oferta, por consiguiente, depende de la demanda: se extrae lo que se va a utilizar. A mayor necesidad del combustible, corresponde o debe corresponder una producción mayor. La sobreoferta no tiene sentido. Es una locura sacar innecesariamente un bien que no se puede reponer y cuyo uso será requerido en los años venideros. Establecer un equilibrio es conforme a las leyes naturales, éticas y económicas: una guerra de precios, porque unos quieren aumentar su venta bajándolo, puede conducir a una supuesta «superproducción», o sea, una sobreoferta, de la que sólo se aprovechan los más astutos traficantes.
Para evitarlo se fundó la OPEP. Se comprendió que países distintos, geográfica, étnica e históricamente, debían entender que era indispensable acordarse para poner fin a las maniobras de los especuladores intercontinentales. Cuando se llegó a aceptar (después de diez años de existencia de una Organización que en su primer período ni siquiera pudo evitar la caída de los precios y no impidió la invasión de mercados entre sus propios miembros) que lo interesante era planificar la producción y vender a un precio razonable, la situación cambió. Se fijaron cupos de producción a cada uno (han debido fijarse cupos de exportación, porque los mercados internos no son materia de competencia); se llegó a la época dorada de la OPEP y, por primera vez, productores de una materia prima asumieron un poder de decisión que estaba en manos de los consumidores.
Los precios muy bajos tuvieron, entre otras cosas, dos funestas consecuencias: una, el despilfarro del combustible; otra, la falta de interés para buscar nuevos yacimientos. Al subir los precios, los países industrializados se preocuparon por afrontar el problema de la energía y lograron una reducción sustancial de sus gastos. Esto, aun cuando no nos favoreciera financieramente a los exportadores, fue un bien para la humanidad; y todavía, en este orden, es mucho más lo que se puede hacer. Por otra parte, el rendimiento obtenido estimuló a hacer inversiones para encontrar nuevos yacimientos, a una profundidad mayor, y su hallazgo ha sido positivo para todos. Además, hizo más atractiva la inversión en la investigación de otras fuentes de energía y su aprovechamiento económico.
Hoy, con un menor consumo por parte de las grandes naciones capitalistas, y con mayor producción en países que no han entrado a formar parte de la OPEP, la manipulación ha colocado a los productores –que antes se sentaban a su puerta a esperar que vinieran los compradores a solicitar el petróleo y sus productos– en la necesidad de buscar mercados, de invertir ganancias que debían servir para el desarrollo de sus países, en sociedades de refinación y venta en los países consumidores, y de someterse a condiciones como la del «net back», que en el fondo equivale a devolver a los compradores el poder de decisión que una política acertada había asegurado a los vendedores, y que los desaciertos e imprevisiones posteriores comprometieron en tal forma, que no sólo han quebrantado la fortaleza de la OPEP, sino alejado las esperanzas de que los proveedores de otras materias primas puedan ejercer su efectivo derecho en el mercado internacional.
El equilibrio entre la oferta y la demanda, que es perentorio y hasta elemental, no resuelve por sí solo el problema del precio. Aún con ese equilibrio, el precio puede ser más alto o más bajo; y –aunque una concepción economista rechace los argumentos éticos en la vida económica– más o menos justo. Un criterio que influye es lo que cuesta producir energía a través de otras fuentes: pero también allí hay mucha tela que cortar, porque el carbón –el principal competidor del petróleo– cuesta más o menos, según se aplique una política conservacionista o no a las minas carboníferas y según se pague mejor o peor el pesado trabajo que hacen los obreros de esa industria, supuestos –a pesar de los avances tecnológicos y del uso de computadores o robots– a infortunios laborales que de vez en cuando sacuden la conciencia de los pueblos.
La competencia por parte de la energía nuclear tiene oscilaciones; pero las recientes catástrofes hacen aumentar la resistencia de las poblaciones a someterse a los peligros de su proliferación. La energía solar y la eólica tienen un importante papel en lo futuro, pero todavía no alcanzan los resultados aspirados ni logran procedimientos accesibles y económicos. Entre tanto, se hace perentoria la necesidad de algo en que machaconamente venimos insistiendo: un acuerdo mundial sobre petróleo. Si los pueblos dirigentes de las potencias de mayor influencia en el mundo no mejoran de su miopía crónica y no abordan la necesidad de ese acuerdo mundial, el mercado seguirá sufriendo graves oscilaciones, que causarán perjuicios, unas veces a unos y otras a otros, pero, en definitiva, a todos. Aunque se siga venerando la sacrosanta ley de la oferta y la demanda.