Este medio siglo

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 7 de enero de 1987.

En la finalización del año 1986 se destacó, en Caracas, la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la Confederación de Trabajadores de Venezuela. Esos cincuenta años no fueron fáciles para dicha central sindical ni la historia fue ininterrumpida; violentos traumatismos la jalonaron en diversas oportunidades, hasta que tomó vía libre con la consolidación del sistema democrático a partir del 23 de enero de 1958.

Cincuenta años también se cumplieron en 1986, y se estarán cumpliendo en 1987, de otros hechos importantes. Refiriéndose solamente a la materia laboral, se ha recordado que el 29 de febrero de 1936 fue creada la Oficina Nacional del Trabajo, dependiente del Ministerio de Relaciones Interiores; que el 28 de abril del mismo año, la Oficina entregó el proyecto de Ley del Trabajo al ministro Diógenes Escalante, quien el mismo día lo introdujo al Senado, y que fue convertido en Ley –todavía vigente– el 16 de julio; que aquel mismo año se dictó una nueva Constitución, la cual, en medio de sus contradicciones, tuvo aspectos tan señalados como, en lo político, la reducción del período presidencial a 5 años y la no reelección; y en el aspecto social, normas protectoras sin las cuales habría podido impugnarse la constitucionalidad de la Ley del Trabajo; y que el 22 de marzo de 1937 se desprendió la rama laboral del Ministerio de Relaciones Interiores y se dio al Despacho de Comunicaciones una nueva estructura, convirtiéndolo en Ministerio del Trabajo y de Comunicaciones.

Muchos otros acontecimientos han ocurrido en este medio siglo, cuyo dinamismo es sólo comparable, en cuanto a velocidad de cambio y profundidad de modificaciones, a los años de la Independencia. No es ocioso repetir la frase, tan bien lograda y tan socorrida, del gran escritor Mariano Picón-Salas, según la cual en Venezuela el siglo XX comenzó en 1936. El general Gómez, muerto en su lecho el 17 de diciembre de 1935, después de 27 años de férrea dictadura, se llevó a la tumba un sistema de vida. Con él desapareció un país, y comenzó otro nuevo.

De 1830 a 1835, en algo más de un siglo, Venezuela no había sumado ni siquiera ocho años de gobierno civil. Del 36 para acá cambió el panorama. Se inició un proceso hacia la democracia, con características singulares en el quinquenio del presidente López Contreras, con acento propio en el quinquenio trunco del presidente Medina Angarita, con vibración intensa en el trienio de la Junta Revolucionaria presidida por Rómulo Betancourt y la breve presidencia de Rómulo Gallegos, con el paréntesis de nueve años duros de gobierno militar y con un proceso de casi treinta años «difíciles pero no estériles» (como diría Amintore Fanfani), durante los cuales se ha mantenido y fortalecido el sistema democrático que, sin ocultar sus fallas y carencias, ha comprobado su estabilidad.

Hace medio siglo Venezuela era un país de 3 millones y medio de habitantes: hoy tiene 17. Había apenas dos ciudades que escasamente superaban los cien mil; hoy existen más de 20 núcleos urbanos que han sobrepasado dicha cifra. Para 1936 había apenas 137.126 escolares; en 1986, más de 5 millones. Había 3 o 4 millares de estudiantes de bachillerato; hoy pasan de un millón. En las dos universidades existentes estudiaban menos de 1.500 inscritos; ahora, en cerca de cien institutos de educación superior hay más de 300.000 alumnos.

Los indicadores pueden multiplicarse en todos los aspectos. Contra 3.653 camas hospitalarias, hoy tenemos casi cincuenta mil. Y contra 2.671 kilómetros de carreteras (sólo en un 10% pavimentadas) hoy la geografía nacional dispone de más de 70.000 kilómetros de vialidad, asfaltados en más de 30%.

Por supuesto, al lado de lo dicho, la multiplicación de la riqueza fiscal ha sido astronómica. Hace medio siglo, el Presupuesto de Rentas y Gastos Públicos de la Nación no llegaba a 200 millones de bolívares; el obeso presupuesto aprobado en diciembre de 1986 para regir en 1987 llega a cerca de 160.000 millones, ¡ciento sesenta mil millones! Se podrá decir que el signo monetario está devaluado, pero lo cierto es que en 1937 los bolívares se vendían al público a 3,19 por dólar; en el período de 1959-64 pasaron a 4,50; en el quinquenio 1969-74 los revaluamos hasta 4,30 por dólar, y ese valor se mantuvo hasta el 18 de febrero de 1983. Las unidades eran, por tanto, hasta ese día, cómodamente comparables.

La revolución venezolana se ha significado, por otra parte, por la eliminación de la malaria, que había llegado a ser, a principios de siglo, la primera causa de mortalidad. Se redujo sustancialmente la mortalidad infantil, que había diezmado nuestra población. El analfabetismo, que era de 63,7%, se contrajo drásticamente. La Reforma Agraria ha operado las tres últimas décadas, sin menoscabo de la producción y compensando equitativamente a los propietarios por la tierra otorgada a los campesinos. Se ha desarrollado una política nacionalista en el manejo del petróleo y demás recursos naturales, se ha iniciado un programa de industrialización, se han creado numerosas instituciones requeridas por el Estado moderno y se han constituido partidos y sindicatos de indiscutible raíz popular.

Cuando se establece cualquier comparación entre la Venezuela de hoy y la Venezuela de hace medio siglo, sale fácilmente de labios propios y ajenos, como explicación, la palabra petróleo. Se atribuye, todo, al milagro del petróleo, esa riqueza que la Providencia colocó en las entrañas de nuestra tierra y que Juan Pablo Pérez Alfonzo, en un rapto de ira, calificó como «excremento del Diablo». Es cierto que el petróleo ha financiado los cambios ocurridos, pero también ha producido muchas y graves distorsiones: sería injusto negar a las generaciones venezolanas que han actuado del 36 para acá un gran contingente de patriotismo, una dosis no pequeña de sentido común y de energía creadora.

El crecimiento, no hay por qué ni para qué ocultarlo, ha sido en general desordenado, y la rapidez de los acontecimientos ha superado con frecuencia al tiempo requerido por el estudio y el esfuerzo necesarios para aplicar soluciones. No sólo en nuestro país, sino en todas partes, sucede con frecuencia que cuando se hacen los análisis y se obtienen los resultados ya no hay posibilidad de aplicarlos, o de aplicarlos cabalmente. El sastre social está haciendo el traje a medida que su cliente crece. Puede hacer previsiones, pero no es raro que se equivoque. Una carencia fundamental es la de que no se ha concretado todavía un nuevo modelo de desarrollo.

Hay que admitir, por otro lado, que la libertad y la afluencia de recursos (aunque éstos hayan sido y sean realmente inferiores a los exigidos para enfrentar con éxito los problemas) produjeron en el ánimo de generaciones, que no pasaron por la cárcel ni supieron de la pobreza, cierta inclinación a la molicie, cierto diletantismo en la dirección de la vida social y cierta debilidad ante el cohecho; y también en unos cuantos de los que sí padecieron, una tentación muy fuerte de aprovechar la nueva situación y compensarse ilícitamente de los sufrimientos pasados. De allí la crisis ética que compromete las perspectivas futuras. Y, para colmo, la imprudencia injustificable de la Venezuela Saudita contrayendo alocadamente compromisos que obligaron a asumir otros más, ha dificultado el presente, convirtiendo en un país deudor a uno que pudo manejar recursos suficientes para sanear su economía.

Ese Estado moderno que es Venezuela y que reclama reformas sustanciales, esta nación distinta que se ha formado en este medio siglo, demanda atención, coraje, patriotismo, sentido de responsabilidad, vocación de servicio. Tarea ardua, pero hermosa; obligante y atrayente. Inculcar a las actuales y a las futuras generaciones la mística del deber, la pasión creadora, es en lo que debemos empeñarnos los venezolanos de esta hora. Al Siglo XXI no podemos llegar cojos ni tuertos, sino con una visión clara del futuro por construir y con el paso firme y recio para conquistar el porvenir.