La Iglesia y la Deuda Internacional
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 11 de febrero de 1987.
El 28 de enero de 1987, la Comisión Pontificia «Iustitia et Pax» dio a la publicidad un importantísimo documento de fecha 27 de diciembre de 1986, definiendo las orientaciones éticas que deben regir la actitud de los pueblos y de los dirigentes políticos, financieros y económicos sobre el tremendo problema de la deuda externa de los países en desarrollo, el cual califica como «un problema grave, urgente y complejo». La declaración está suscrita por el cardenal Etchegaray y por monseñor Jorge Mejía, presidente y vicepresidente de la Comisión, respectivamente; y coincide con el vigésimo aniversario de la «Iustitia et Pax”, creada Motu Proprio de Paulo VI, de 6 de enero de 1967. El Sumo Pontífice Juan Pablo II ha pedido expresamente a la Comisión «que ahonde la reflexión sobre el tema y proponga a los diferentes protagonistas afectados –países acreedores y deudores, organismos financieros y bancos comerciales-criterios de discernimiento y un método de análisis «en vista de una consideración ética de la deuda internacional».
Como es tradicional, la Declaración insiste en el derecho y el deber de la Iglesia de abordar el aspecto ético de la cuestión sin asumir la responsabilidad de discutir el aspecto técnico de las diversas opiniones. «Ciertamente –dice– no pertenece a la Iglesia juzgar las teorías económicas y financieras que guían sus análisis y los remedios que proponen. En estos campos complejos las certezas son relativas. Por cuanto a ella toca, la Iglesia proclama la necesidad de una comprensión recíproca para iluminar mejor las realidades, como también la prioridad que cabe reconocer a los hombres y a sus necesidades, más allá de las urgencias y las técnicas financieras a menudo presentadas como el único imperativo».
Pero no se piense, por ello, que se elude el planteamiento de los aspectos más serios de la situación actual. Así, se expresa que «las tasas de cambio flotantes e inestables, las variaciones de las tasas de interés y la tentación de los países industriales de mantener las medidas proteccionistas crean para los países deudores un ambiente siempre más desfavorable en el que se encuentran cada vez más indefensos. Los esfuerzos impuestos por los organismos de crédito a cambio de una mayor ayuda, cuando se limitan a considerar la situación bajo su aspecto monetario y económico, a menudo contribuyen a acarrear para los países endeudados, al menos a corto plazo, desocupación, recesión y drástica reducción del nivel de vida, cuyas víctimas son en primer lugar los más pobres y algunas clases medias. En una palabra, una situación intolerable y a mediano plazo desastrosa para los mismos acreedores».
«Ningún gobierno –afirma la Declaración– puede exigir moralmente de su pueblo que sufra privaciones incompatibles con la dignidad de las personas», pues «las estructuras económicas y los mecanismos financieros están al servicio del hombre y no a la inversa». De allí que señale la responsabilidad especial del Fondo Monetario Internacional, y reconozca que, en muchos casos, sus decisiones han sido mal recibidas por los países en dificultad, sus dirigentes y la opinión pública. «Estas decisiones pudieron parecer impuestas de modo autoritario y tecnocrático, al margen de una suficiente consideración de las urgencias sociales y las especificidades de cada situación».
La novedad del documento corresponde a la apremiante actualidad del tema; los principios proclamados son una reafirmación y ampliación de las enseñanzas pontificias. En primer término, se proclama la solidaridad social, tanto entre todos los pueblos como en el interior de cada pueblo, ya que recuerda que «hay ricos en los países pobres y pobres en los países ricos». Se enfatiza la necesidad perentoria del diálogo, un diálogo en el cual deben estar dispuestos a reconocer sus errores tanto los deudores como los acreedores y a hacer esfuerzos sinceros para superar una situación que tiende a caer en un círculo vicioso. Se afirma la necesidad de una «ética de supervivencia» y se reitera la obligación de servir la justicia social para la búsqueda del bien común, interno e internacional.
Con paso firme sobre el terreno de los principios, la Comisión señala el inaplazable imperativo de atender las urgencias: no puede exigirse el servicio de la deuda en condiciones tales que se prive a las poblaciones de satisfacer las necesidades más elementales; y si bien cada uno es el que debe decidir su propio camino para alcanzar sus fines esenciales, todos –países, organizaciones internacionales y bancos comerciales– están obligados a remover los obstáculos que se le oponen para lograr aquellos objetivos.
Al mismo tiempo observa con claridad medidas urgentes que deben conducir a un refinanciamiento de las deudas. «La disminución de las tasas de interés, la capitalización de los pagos más allá de una tasa de interés mínimo, una restructuración de la deuda en un plazo más largo, facilidades de pago en moneda nacional… son algunas de las disposiciones concretas que es preciso negociar con los países endeudados a fin de aliviar el servicio de la deuda y ayudar una reanudación del crecimiento». Esta orientación apoyada en medidas indispensables para enfrentar circunstancias adversas como «tasas de interés elevadas e inestables, fluctuaciones excesivas e imprevisibles de las tasas de cambio de las monedas», que ha llevado a algunos países «al borde de la quiebra», es indispensable «para evitar el retorno a situaciones de crisis», devolver a todos los pueblos la confianza y «ayudar a los deudores a recobrar su solvencia».
Todo ello supone una actitud solidaria y armónica a mediano y largo plazo, que debe lograrse mediante el diálogo y el respeto recíproco. Esto supone, desde luego, el crecimiento económico sostenido para asegurar el desarrollo. «El crecimiento económico no es en sí una meta: es un medio necesario para responder a las necesidades esenciales de las poblaciones, teniendo en cuenta el aumento demográfico y la aspiración legítima al mejoramiento de los niveles de vida (salud, educación, cultura, al igual que los consumos materiales). La creación de riqueza debe ser estimulada con el fin de poder asegurar una más amplia y más justa repartición entre todos».
Esta declaración de «Justitia et Pax» dará seguramente mucho que hablar. Es un verdadero manifiesto por la Justicia Social Internacional. No extrañaría el que los economistas rabiosos manifiesten una vez más su desagrado por la intervención de la Iglesia en asuntos que estiman reservados exclusivamente a la ciencia económica y pretenden sustraer de la moral. Sin embargo, hay también ya manifestaciones de receptividad, tales como la del ministro de Cooperación Económica de la República Federal Alemana, Juergen Warnke, quien según información cablegráfica manifestó que celebra la declaración de la Comisión Pontifica Justitia et Pax, «con razón –dijo– la Iglesia ha requerido a los responsables en la política y economía para que se atengan a principios éticos en sus decisiones».
Lo cierto es que la advertencia con que concluye la presentación tiene un severo dramatismo: «Ella –la Comisión– nutre también la esperanza de que estas reflexiones puedan devolver la confianza a las personas y a las naciones más desprotegidas, al reiterar con fuerza que las estructuras económicas y los mecanismos financieros están al servicio del hombre y no a la inversa, y que las relaciones de intercambio y los mecanismos financieros que las acompañan puedan ser reformados antes de que las estrecheces de miras y los egoísmos privados o colectivos degeneren en conflictos irremediables».
Y en este orden de ideas, el final del documento, con una clara alusión al Plan Marshall, reza así: «Sin establecer un paralelo con lo que se hizo después de la Segunda Guerra Mundial para acelerar la reconstrucción y nuevo arranque de las economías de los países destruidos, ¿no se debería comenzar a instalar, en interés de todos, pero sobre todo porque se trata de reanimar la esperanza de pueblos que sufren, un nuevo sistema de ayuda de los países industrializados en favor de los países menos ricos? Semejante contribución que debería constituir un compromiso por muchos años aparece como indispensable para permitir a los países en vías de desarrollo lanzar y llevar a término, en cooperación con los países industrializados y los organismos internacionales, los programas a largo plazo que sea necesario emprender cuanto antes. ¡Sea nuestro llamado atendido antes de que sea demasiado tarde!»
Es evidente que Su Santidad Juan Pablo II ha querido, al ordenar a la Comisión «Iustitia et Pax» formular esta Declaración, preparar un digno marco a la conmemoración de los veinte años de la Encíclica «Populorum Progressio», a los cuales se refirió en la alocución de Navidad. La Iglesia se muestra así más profundamente motivada por la dramática urgencia de los pueblos y más sinceramente identificada, sin demagogias ni estridencias, con los que menos tienen y más sufren.