Populorum Progressio
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 19 de marzo de 1987.
El 26 de marzo de 1967, el esclarecido pontífice Paulo VI emitió uno de los documentos más importantes de estos tiempos, no sólo en el ámbito del catolicismo universal sino de la globalidad de la cuestión social. Era la Pascua de Resurrección. El Concilio Ecuménico Vaticano II, convocado e instalado por el Papa Bueno, Juan XXIII, había concluido sus labores el 8 de diciembre de 1965 con un «llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz». El propio Concilio, en su célebre Constitución Pastoral «Gaudium et Spes» (Alegría y Esperanza) había subrayado que las guerras nacen con frecuencia de las injusticias y no pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades económicas.
En enero del 67, el Papa creó la Comisión Pontificia Iustitia et Pax (Justicia y Paz) para promover «la justicia social entre las naciones». Todo esto constituyó el telón de fondo para la aparición de la célebre Encíclica, que contiene un llamado vehemente y angustioso, en el nombre de Dios, para que se promueva el desarrollo dentro de cada país y para que todos los países se sientan obligados, en virtud de la solidaridad humana universal, a cumplir las exigencias de la justicia social internacional, en orden al bien común universal.
Resonó la voz del Papa, en especial, cuando afirmó que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz». El desarrollo, eso sí, entendido como la oportunidad ofrecida y garantizada «a todo el hombre», es decir, no solamente el estómago, sino también el cerebro y el corazón, y «a todos los hombres» (no solamente a grupos privilegiados), para que puedan incorporarse, no únicamente al proceso económico, sino al proceso social, cultural y moral.
A los veinte años de promulgada, la Encíclica Populorum Progressio conserva sorprendente vigencia. Pasma la claridad con que penetra el horizonte y anuncia los graves inconvenientes que surgirían del desconocimiento de las normas éticas en ella formuladas. Y en el alma torturada de la humanidad cobran hoy especial resonancia aquellas palabras transidas de dolorosos presagios: «Quieran los responsables oírnos, antes de que sea demasiado tarde».
Lo cierto, trágicamente cierto, es que no parece que en estos veinte años se hayan dado pasos importantes en la dirección marcada por la Encíclica Populorum Porgressio. Ni se han obtenido victorias decisivas en la lucha contra el subdesarrollo, ni se ha fortalecido la paz. Al contrario, la situación de las poblaciones marginales aumenta con el natural incremento demográfico y con el desempleo, creciente, entre otras causas, porque no se han encontrado o aplicado remedios para absorber la mano de obra que flota en virtud del desarrollo tecnológico y de los sistemas de producción, cada vez más capital-intensivos y menos trabajo-intensivos. En cuanto a la paz, hay situaciones bélicas que se van prolongando en diversas áreas del planeta, con la dureza que suele acompañar a los conflictos derivados de diferencias de credo, de antagonismos étnicos o de odios mellizales. Y la advertencia pontificia ha quedado confirmada por el hecho de que muchos de esos conflictos tienen como una de sus principales causas los problemas, carencias y amarguras provenientes del subdesarrollo. Donde no se ha logrado el desarrollo, ha estado más cerca o se ha hecho presente la carencia de paz.
Muchas de las definiciones contenidas en la Populorum Progressio tienen en 1987 plena validez. Así, la de que la cuestión social ha tomado una dimensión mundial: sería equivocado creer que cada país por sí solo puede resolver su problema. A los distintos estados les corresponden, sí, en forma autónoma y sin injerencias foráneas, «dirigir por sí mismos sus asuntos, determinar su política y orientar libremente hacia la forma de sociedad que hayan elegido»; pero si las demás naciones, en particular las que por tener mayor riqueza y mayor poder están más obligadas por mandato de la justicia social, no proceden a asumir las responsabilidades que les corresponden, la situación se agravará más cada día y cada día se sentirá con mayor urgencia el peligro de una explosión.
En cuanto a la deuda internacional, la Populorum Progressio hizo señalamientos que están al día, como si hubieran sido escritos hoy y no hace veinte años. El peso de las tasas de interés muy elevadas, la dureza de las condiciones de pago, se señalaban ya en 1967 como generadoras de una difícil situación. Por otra parte, las restricciones al comercio internacional, la injusta diferencia entre los precios de las manufacturas producidas por los países industriales –que aumentan vertiginosamente– y los de las materias primas aportadas por los países subdesarrollados, que se mantienen irritantemente bajos, se denuncian en forma clara y enérgica en el texto de la Encíclica.
Cuando Su Santidad Juan Pablo II ha dispuesto conmemorar en forma muy notable los veinte años de la Populorum Progressio, es su propósito, no sólo el de honrar a su ilustre predecesor y ponderar el inmenso valor de este documento, sino, mucho más, reactivar el llamado que contiene, enfrentar las condiciones que han dificultado su cumplimiento, señalar pautas para que su doctrina sea clara y cabalmente entendida, efectivamente propagada y satisfactoriamente realizada en el ámbito mundial.
La Comisión Iustitia et Pax, por mandato de Su Santidad, organizó el coloquio de los días 24, 25 y 26 de marzo, en el Vaticano. El Papa mismo quiso darle, con su presencia, la relevancia máxima a la instalación del coloquio. El inmenso honor que se me hizo, al invitárseme a tomar la palabra para pronunciar un discurso de fondo en la ceremonia inaugural, es quizás el más alto que haya recibido en mi vida. Entiendo que la idea ha sido la de que un laico que ha estado envuelto en una intensa actividad política, a través de la cual ha debido darse cuenta de los desafíos que hoy presenta la situación internacional, exprese con lealtad sus preocupaciones e inquietudes frente al cuadro que la Populorum Progressio condenó y que, lejos de mejorar, se ha agravado en estos veinte años.
He venido luchando desde hace mucho tiempo por exponer y defender la idea de la Justicia Social Internacional, esa «justicia social entre las naciones» que proclamó el Concilio y que constituye el centro mismo de la proyección de la Encíclica Populorum Progressio. Lo cierto es que esta idea, por las consecuencias que entraña, no penetra con facilidad en la conciencia de las naciones desarrolladas. El egoísmo engendra resistencias.
Pienso que, en esta nueva etapa, a partir de las dos décadas de la Populorum Progressio, el énfasis habría que hacerlo en que se inculquen los principios y deberes que la Justicia Social Internacional entraña, con el mismo tesón con que se han enseñado los que corresponden a la vida interior de cada país, logrando que en todos los estados se hayan dictado leyes para proteger el trabajo, la seguridad social y la reforma agraria. Hacerlo, como dice la Encíclica, antes de que sea demasiado tarde.