«La obediencia debida»
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 27 de mayo de 1987.
Uno de los aspectos más difíciles de la transición de un régimen de fuerza a uno democrático es el de la liquidación de las responsabilidades contraídas durante el ejercicio limitado del poder absoluto. Cuando la transición es consecuencia de un proceso violento, ya sabemos cómo se desarrollan posteriormente los acontecimientos: los anteriores titulares del poder y sus principales colaboradores pagan en una forma u otra el precio de sus actos y los demás se fugan, o se mimetizan o, si tienen peor suerte, sirven de chivo expiatorio para cubrir la falta colectiva. Pero cuando la transición es pacífica –ya sea por consenso, como en el Brasil; o por colapso, como en la Argentina– ese proceso de liquidación presenta infinitas dificultades y complicaciones que, en definitiva, vienen a resolverse más como un problema político que como un problema jurídico o moral.
En la Argentina, especialmente, donde la «guerra sucia» revistió caracteres de gravedad incomparable, el problema del deslinde de culpabilidades es difícilmente soluble. El grave incidente de abril arrancó precisamente de allí: de un estado colectivo de ansiedad entre los oficiales, en torno a la responsabilidad penal que se exigiría a quienes ejecutaron hechos punibles durante el régimen dictatorial y continúan en servicio activo. El número de los presuntos implicados y la circunstancia de corresponder a diversos rangos constituyeron ingredientes significativos en el planteamiento de la cuestión.
Los altos jerarcas de los gobiernos de facto fueron ya juzgados y condenados a penas severas, las cuales llegaron en algunos casos hasta la cadena perpetua. Pero otros implicados iban siendo señalados por la vindicta pública y por la acción de las víctimas o de sus familiares, sin que pudiera determinarse hasta dónde se podía llegar. Otra circunstancia polémica era la de la competencia, atribuida a los tribunales ordinarios o a los tribunales militares, con las consecuencias que se pueden prever.
El presidente Alfonsín, que es un político de extraordinaria habilidad, trató de resolver la situación con una ley que ponía punto final en el tiempo a las acciones por intentar. Pero pasó lo que siempre ocurre cuando se fija para una conducta un plazo perentorio: que se aceleraron los mecanismos para iniciar procesos antes del vencimiento de la fecha y la cantidad de los juicios excedió a lo que seguramente había sido estimado.
Se volvieron los ojos a la tesis, difícil, polémica, arriesgada, de «la obediencia debida». Según ella, quienes cometieron determinados hechos en acatamiento a órdenes de sus superiores, no son responsables de los mismos. La responsabilidad es de quien dio la orden, no de quien la cumplió. Pero esa tesis, perfectamente válida dentro del cumplimiento normal de los deberes militares, es de más delicada aceptación en el caso de violación de derechos humanos. Sin duda, en una operación bélica, el militar que hace fuego porque se lo ordena un superior no es responsable de las consecuencias de la acción; pero ¿si la orden fue la de torturar a un prisionero, o de hacer desaparecer a una persona, puede la obediencia debida justificar el hecho?
En la Argentina había, no puede negarse, un estado de guerra declarada por la subversión con métodos inaceptables y respondida por los militares en ejercicio del Gobierno con acciones injustificables. El fijar el límite hasta donde los subalternos estaban obligados a cumplir las instrucciones que para combatir la insurrección se les dieron es un problema que desborda los cuadros del derecho positivo, para invadir los terrenos de la moral.
El presidente Alfonsín ha presentado un proyecto de ley dirimiendo la cuestión en un plano evidentemente político. La rama judicial del Poder Público no se había mostrado inclinada a resolver la cuestión. La norma propuesta establece la eximente de la obediencia debida en función del rango de los presuntos autores de los hechos. Es, en cierto modo, una forma de amnistía.
Dicen los autores que la amnistía no sólo exime de la pena, sino que también borra la culpa. El indulto –que en Venezuela es privilegio presidencial cuya prudente a la vez que audaz utilización fue muy valiosa en el proceso de pacificación– no borra la culpa, pero quita la pena. Acudir a una norma legal es diferente. La legalización del concepto de la «obediencia debida», si se aplica a la comisión de delitos graves contra la humanidad, puede constituir un precedente peligroso. De suyo, podría entenderse también como si se justificara atentar contra la Constitución, cumpliendo órdenes de la superioridad. Tal vez, por eso mismo, para compensarlo, en la ceremonia del 25 de mayo se ha incluido en el juramento de la oficialidad castrense la promesa de dar la vida en defensa de la Constitución.
Es evidente que gran parte de la población argentina desea que se ponga fin a todo este doloroso aspecto de la transición. Quiere olvidar lo pasado para andar hacia adelante. Pero otra parte considerable insiste en la necesidad de sancionar debidamente a los autores de hechos criminales. Las Madres de Mayo han recibido con protesta el nuevo proyecto de ley. La Cámara de Diputados lo ha aprobado, como un acto de plena solidaridad del partido mayoritario a la iniciativa presidencial. Está ahora en el Senado, donde el radicalismo no tiene mayoría. Es lástima que la unánime actitud de las fuerzas políticas en respaldo a la autoridad legítima del Presidente en los acontecimientos de la Semana Santa, se modifique ahora porque hay diferentes posiciones en torno a la «obediencia debida». Lo que se acentúa porque hay elecciones en septiembre. Hasta se ha llegado a preguntar si la ley responde a una promesa presidencial en su histórica ida al Campo de Mayo.
El fino instinto político del Jefe de Estado y su percepción de la opinión pública hacen pensar que su iniciativa es la más viable y la que puede superar mejor la situación actual. En todo caso, el camino hacia la integración definitiva de las fuerzas armadas en la sociedad civil continúa como una prioridad en la marcha del pueblo argentino hacia la consolidación y fortalecimiento de la democracia.