El mito de Sísifo
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 22 de julio de 1987.
Preocupación constante de ilustres pensadores interesados en la realidad de Venezuela, ha sido la ruptura periódica de que ha sufrido nuestro proceso histórico y el drama de tener cada cierto tiempo que recomenzar. Es el mito de Sísifo. Condenado por los dioses a una pena infinita, el castigo de aquel personaje era llevar penosamente una gran roca a lo alto de un cerro y, cuando ya estaba cerca de la cima, ver caer la roca para volverla a levantar.
Ha dado la impresión nuestro país –y en alguna medida otros países latinoamericanos– de estar condenados a la misma pena de Sísifo. Como el astuto rey de Corinto, después de realizar en cada etapa un esfuerzo similar al suyo, ven con amargura y decepción que todo se viene abajo y hay que templar los ánimos para disponerse ingenuamente a empezar otra vez.
Este drama ha signado con ribetes trágicos la vida de Venezuela. La primera ruptura, la de mayor trascendencia histórica, culminó con la disolución de la Gran Colombia el mismo año de la muerte de Bolívar. Se inició un nuevo proceso que iba restañando heridas y reactivando el proceso económico, cuando, dieciocho años más tarde, la ceguera enconada del Gobierno y de la oposición produjo el llamado fusilamiento del Congreso. No es cuestión de analizar hoy de quién fue la culpa mayor, pero lo cierto es que ambas partes la tuvieron y que de allí en adelante el presidente Monagas, ilustre prócer de la Independencia, mancilló sus bien ganados laureles y se lanzó por la ruta del despotismo, frente al cual quedó para siempre la rotunda afirmación de Fermín Toro: «Decidle al general Monagas que mi cadáver podrán llevarlo al Congreso, pero que Fermín Toro no se prostituye».
Honda ruptura produjo la guerra federal. Cinco años de valientes hazañas pero devastadores acontecimientos. La igualdad social fue comprada al precio de mucha sangre y mucha destrucción, que habrían podido ahorrarse si los partidos Conservador y Liberal, que se habían unido para derrocar a Monagas y respaldar provisionalmente a Julián Castro, hubieran tenido conciencia de la continuidad histórica y acordado progresivamente los cambios que la nación estaba demandando.
Fracasó el gobierno federal, volvió Monagas en brazos de los que lo habían derrocado pero muere muy pronto y los hechos conducen a la hegemonía de Guzmán Blanco, que con su influencia personal hace, salvando las distancias, parecido papel al de Napoleón como producto y abanderado de la Revolución Francesa.
¿Era necesaria la nueva ruptura que en 1892 trajo consigo la cruenta Revolución «Legalista» y que fue la antesala genuina y la causa principal de la «Restauradora» de Castro?
Al morir Gómez, después de 27 años de poder absoluto, su sucesor, López Contreras se empeñó en mantener, para impedir lo que hubiera sido una traumática ruptura, el «hilo constitucional». Camino que siguió el general Medina, pero que concluyó en una nueva interrupción del proceso.
Tampoco es oportuno analizar el grado de responsabilidad en cada uno de los diferentes actores: a la distancia vemos sin embargo, que habría sido deseable lograr por un camino no violento los cambios y conquistas que habrían de establecerse después, sin abrir las puertas a un retroceso político que condenó al país a sufrir una dictadura cada vez más hermética y que vino a constituir durante nueve años el doloroso preámbulo del experimento democrático iniciado el 23 d enero de 1958.
Fue preocupación prioritaria en los responsables de la conducción del proceso iniciado hace 29 años, la de prevenir una nueva ruptura, liberar al país de la condenación de Sísifo. El Pacto de Puntofijo fue una expresión de esta orientación predominante y, como lo hemos dicho y no es ocioso repetirlo, su principal valor estuvo, no tanto en celebrarlo como en cumplirlo. Muchos pactos políticos entre adversarios se han firmado aquí y en otras partes del mundo, pero ha sido más fácil romperlos que mantener el compromiso.
La Constitución de 1961 es otro elemento importante en la demostración de aquel empeño. Se evitó, en un proceso de elaboración que duró dos años, cualquier elemento que pudiera enfrentar ánimos y sembrar para el futuro la semilla de la discordia. Por ello, aun cuando se aprovechó buena parte de lo que contenía la Constitución del 47, se decidió no retornar a ella para no remover el fondo de polémica que la había presidido y para quitarle a la nueva Carta, cualquier acento de predominio de una determinada parcialidad; y, por supuesto, para dar mayor cabida a las nociones técnicas del constitucionalismo contemporáneo y para dejar la puerta a las enmiendas que pudieran ir adaptando el texto constitucional a las necesidades sociales y a las conveniencias de la República.
La democracia venezolana, con todas sus fallas y carencias, ha sido reconocida en este y en otros hemisferios como ejemplar. En los días en que las corrientes del autoritarismo se imponían en este hemisferio, y sobre todo en los países del sur del continente, que muchas veces nos sirvieron de modelo, la democracia venezolana supo, no solamente sobrevivir, sino afirmarse y fortalecerse. Y así ha contribuido a que la libertad retorne en muchos países hermanos y sirva de ejemplo, de soporte moral y de esperanza a los que pugnan todavía por recuperar su vida democrática.
Treinta años va a cumplir este fecundo experimento, demostrativo de que nuestro pueblo no necesita, para ser gobernado, la bota del autócrata ni la presencia del «gendarme necesario». Esos treinta años afianzan la esperanza de que ¡al fin! Nos hayamos liberado de la condena de Sísifo.
Esto nos obliga a ser más vigilantes que nunca, a sostener con decisión y coraje la roca de la libertad en el nivel alcanzado y a seguir sin solución de continuidad empujando hacia arriba, sin permitir que todo se derrumbe y tengamos el triste destino de vernos una vez más en el comienzo.
Lo fundamental es tener conciencia clara, no del pasado, sino del presente; no de lo que se hizo y pasó a la historia, sino de lo que constituye el patrimonio político fundamental de la Venezuela de hoy. Esto hay que preservarlo, enriquecerlo, robustecerlo.
El momento que atravesamos se presenta impregnado de un creciente escepticismo, de un deterioro alarmante de la confianza, de un recelo acentuado frente a la conducción política, de una incredulidad preocupante frente al liderazgo nacional, o mejor, frente a la falta de un liderazgo auténtico y confiable. Es necesario defender al pueblo de los riesgos de una nueva decepción. El mito de Sísifo nos acecha: es preciso vencerlo. La marcha es hacia arriba, pero sería un error trágico bajar al abismo para emprenderla.