La mujer y el poder

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 5 de agosto de 1987.

Con motivo de haberse cumplido cuarenta años de la Constitución de Venezuela en que se consagró el voto para la mujer, la «Federación Latinoamericana de Abogadas», organizó un foro para el cual se me asignó participación en el tema «La mujer en el proyecto político venezolano hacia el año 2000».

La decisión del constituyente del 47 tuvo carácter definitivo, porque, aun cuando la Carta duró poco (feneció con el golpe de Estado del 48) el derecho de la mujer al sufragio no fue abolido ni aún por el estatuto electoral promulgado por la Junta Militar para la realización de las elecciones de 1952.

En 1944, un grupo de distinguidas venezolanas, acompañadas por casi 11.500 firmas y por el respaldo de numerosas asociaciones, presentaron una petición al respecto a la Cámara de Diputados. La presidía en ese momento el gran venezolano Pastor Oropeza. La moción fue acogida con entusiasmo, no sólo por la mayoría gubernamental, representada entre otros por el propio presidente de la Cámara, sino por la oposición, entre cuyos voceros estaba el gran poeta Andrés Eloy Blanco, quien más tarde presidiría la Asamblea Nacional Constituyente de 1947.

En aquella ocasión, en nuestra condición también de diputado de oposición, por el pequeño partido «Acción Nacional», antecedente de lo que después sería el Partido Social Cristiano «Copei», dimos nuestro apoyo entusiasta a la idea. Pero no fue satisfactorio el desenlace del proceso en 1944. El Partido Democrático Venezolano decidió limitar el voto femenino a las elecciones municipales. Entonces expresamos: «y en cuanto al derecho de sufragio, ciudadanos diputados, no puedo dejar de referirme a la fórmula que yo tengo que considerar infeliz, adoptada para el sufragio femenino. No veo cuáles son las razones que pudieran inducir a limitar el sufragio femenino a los concejos municipales y no a los demás cargos deliberantes de la República, si no fuera el argumento peligroso de ensayar ‘de qué color político van a teñir las mujeres el ambiente electoral’, lo cual equivaldría tanto como a decir que si las mujeres venezolanas votan por los candidatos de la mayoría en las próximas elecciones se les otorgará el sufragio para los otros cargos públicos y que si el sufragio femenino tuviera como resultado asegurar el triunfo de la oposición, se les mantendrá el sufragio para los simples concejos municipales». En vista de la actitud de la mayoría, propuse al menos que se previera la extensión del voto femenino a los otros cuerpos deliberantes por ley especial, sin necesidad de una nueva reforma de la Constitución, pero tampoco esto fue aceptado. Hubo que esperar a 1947.

Lo cierto es que, dese hace cuatro décadas, nuestras mujeres participan en igualdad con los hombres en la vida política, antes que en Suiza, cuya democracia, tan reconocida, fue hasta hace poco en eso «machista». En el debate constitucional de 1947, nuestra posición fue terminante: «el sufragio directo para hombres y mujeres de más de 18 años, para la elección, en primer grado, de los representantes del pueblo en la soberanía nacional, es uno de los postulados fundamentales del movimiento revolucionario de octubre, y creo que sobre él existe absolutamente unanimidad en el seno de esta asamblea».

En la actualidad se plantea la perspectiva del pleno acceso de la mujer al poder, con vistas al siglo XXI.

La mujer, en Venezuela, participa activamente en la vida partidaria. Algún partido ha establecido una cuota obligatoria femenina en su dirección nacional, pero esto parece un tanto artificial y en general, innecesario, desde luego que hombres y mujeres participan en los cuerpos directivos de los demás partidos de acuerdo con sus méritos y posibilidades, sin necesidad de crear estatutariamente una representación (minoritaria) del sexo femenino.

En cuanto al Gobierno, una mujer ministra es ya un hecho corriente. En la campaña electoral de 1968 lo ofrecí, y el presidente Leoni se me adelantó, designando ministra de Fomento en su último año de gobierno a Aura Celina Casanova. Me correspondió nombrar –aunque no con el éxito que debía esperar– la primera mujer gobernadora. Hoy es corriente la presencia de gobernadoras en entidades federales, hecho nuevo en el siglo XX, aunque no lo fue en los remotos tiempos de la colonia. La mujer llegó a la Corte Suprema de Justicia (lo digo con satisfacción) por iniciativa mía, antes de que una magistrada lo hubiera alcanzado en los Estados Unidos. En el Consejo de la Judicatura, en el Ministerio Público, en institutos autónomos y empresas del Estado hay, ha habido y continuará habiendo mujeres. En educación por supuesto: ya no llama la atención el que haya mujeres decanas y rectoras universitarias.

Es bueno, no obstante, recordar que en la historia de todos los tiempos se ha dado la presencia de la mujer en los más altos cuadros del Poder Público. Hacer un relato sobre las grandes figuras femeninas que la historia registra (para bien o para mal de sus súbditos), sería interesante, pero también prolijo. Se pueden mencionar, por encima, algunos nombres. Cleopatra, por ejemplo, en el siglo I de nuestra Era, si bien podría decirse que abusó de los atributos de su feminidad para ejercer su imperio. Otras no necesitaron valerse de esas armas, aun cuando tampoco las menospreciaron. En el siglo III, Victoria, «mater castrorum» y Zenobia, la aguerrida reina de Palmira, demostraron un temple formidable.

Hace quinientos años, la nación más poderosa de la tierra estaba gobernada por una gran mujer, Isabel La Católica, Reina de Castilla y León, que no llegó al trono por simple legitimidad dinástica, sino por resultado de una contienda en la que tuvo papel protagónico; quien con su esposo Fernando de Aragón compartía responsabilidades ante las cuales, para que no apareciera subestimado el monarca, se acuñó el lema «tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando».

En el siglo XVI, el poderío universal pasó a los ingleses, que tuvieron también como reina a otra mujer, gran estadista, de nombre igualmente Isabel. La tradición de las reinas en ese país se proyectó a través del tiempo: en el siglo XIX con la Reina Victoria, uno de los personajes más notables de aquella centuria y en este siglo, con Isabel II, que ha sabido cumplir su papel en los tiempos difíciles que le ha correspondido atravesar.

En el siglo XVIII, nadie pudo ignorar a Catalina de Rusia. Los holandeses están muy orgullosos de sus reinas: Guillermina, de importantísimo rol en la etapa de la Segunda Guerra Mundial. Su país fue ocupado por los nazis y logró resurgir a plenitud en torno a la figura de su soberana. Juliana, carismática y digna mujer, y Beatriz, la soberana actual.

En cuanto al gobierno, los contemporáneos observamos la presencia vigorosa de figuras como Golda Meir en Israel –el país mesoriental de las inmensas dificultades–, Indira Gandhi en la India –la gigantesca y compleja democracia asiática–, Barandanaike en Sri-Lanka… En América Latina, Eva Perón no llegó al poder simplemente por esposa de su marido, pues su marido llegó a la jefatura de su pueblo con la ayuda de su mujer. Y entre las grandes democracias modernas, en la Gran Bretaña la «Dama de Hierro» Margaret Thatcher, ha alcanzado con la fortaleza y continuidad de su mandato lo que fuertes varones no pudieron lograr.

Es cierto que hay todavía rezagos de prejuicios ante la presencia de la mujer en el poder. Es también innegable que, en general, la mujer tiende a ser más rigurosa, a veces más intransigente que el hombre, en la política y en el mando. Pero es indiscutible que la igualdad de derechos cada vez se plasma más en igualdad de oportunidades.

Yo pienso que el logro para los años venideros, que deberá ser realidad plena en el siglo XXI, es que la presencia de la mujer en las altas posiciones ya no sea noticia, en cuanto al sexo. Llegando a ellas por méritos y capacidades y no como una concesión graciosa, las mujeres ocuparán todos los niveles en competencia leal e igualitaria con los hombres, sin que se indique su condición femenina como un elemento diferencial, en tareas para las cuales han demostrado tanta competencia como los hombres.