La constitución y las enmiendas

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 30 de septiembre de 1987.

El 4 de julio de 1776 la Declaración de Independencia de Estados Unidos abrió una etapa nueva en la historia política universal. La Constitución de Filadelfia, aprobada después de otras tentativas, el 17 de septiembre de 1787, perdura como un monumento de sabiduría jurídica y de prudencia política que asombra a los observadores.

Mientras la democracia estadounidense avanzaba con paso firme a fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX, ocurrían en el mundo diversas cosas. En Francia, a partir de 1789 se desarrollaba el formidable movimiento de la Revolución Francesa, que podría llamarse la Revolución Liberal Mundial. Pero la encendida filosofía política de los revolucionarios franceses no llegó a consolidar en su país el sistema republicano –atemperado, por cierto– sino a partir de 1870, después de que los ejércitos del Káiser acabaron con el Segundo Imperio de Napoleón III. Desde 1700 (el 18 brumario) los regímenes políticos tuvieron, todos, una marcada naturaleza no democrática: el Consulado, el Imperio, la Restauración y el II Imperio, con el breve intermedio de la II República entre 1848 y 1852.

El resto del mundo conocido seguía gobernado monárquicamente. Inglaterra iba manejando su proceso de liberalización sin cortar testas coronadas, hasta llegar progresivamente a la fórmula aparentemente paradójica de una monarquía democrática. España, dentro de ese contexto, mantenía su sistema tradicional. La Primera República española tuvo una existencia momentánea, en 1873-74, y la segunda vino a aparecer en el siglo XX: sólo duró desde 1931 hasta la Guerra Civil 1936-1939.

Estas ligeras referencias ayudan a entender la admiración que se tributa al texto jurídico que los sabios arquitectos del sistema político de los Estados Unidos redactaron y que está cumpliendo ahora dos siglos de vida y vigencia.

Por supuesto, una buena parte de este mérito es atribuible a la sobriedad de su contenido. El Preámbulo, por ejemplo, es modelo de concisión: «Nos, el pueblo, de los Estados Unidos, con el propósito de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, atender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestros descendientes, promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América».

Tomaron la medida exacta de lo que querían definir, pero al mismo tiempo tuvieron clara percepción de que los tiempos traerían muchas novedades y deberían hacerse muchos cambios. Un tratadista dice que «los autores de la Constitución fueron suficientemente sabios para eludir el peligro de un exceso de especificación en la redacción de las disposiciones claves del documento. Su propósito general fue de atenerse a lo fundamental, y dejar el complemento a la subsiguiente decisión legislativa». Por otra parte, señala el mismo autor, le dieron un gran papel a la interpretación judicial, la que ha venido modulando y aclarando el sentido de la normativa constitucional: «en la gran mayoría de los casos, la Constitución, como observó sagazmente Charles Evans Hughes, es lo que la Suprema Corte interpretó que debe ser».

Pero, más aún, la sabia previsión de los constitucionalistas de Filadelfia se manifestó en la creación de un mecanismo de enmiendas constitucionales para ir resolviendo las nuevas cuestiones que se iban planteando sin tocar la Carta fundamental. He insistido en la conveniencia de señalar que, en estos doscientos años de vigencia, la Constitución de Filadelfia ha recibido veintiséis enmiendas. Esas enmiendas no han tenido un carácter meramente formal o procedimental y, menos aún, superficial. Se han introducido a través de ellas disposiciones de naturaleza trascendente. Las libertades públicas, la libertad de prensa, la libertad de reunión y la libertad de religión fueron introducidas mediante enmiendas, adoptadas antes de cumplir la Carta un lustro de vida. La Enmienda XIII, tan vinculada a la dramática Guerra de Secesión, en la cual a un costo muy grande se consolidó la unidad nacional, decía: «Ni la esclavitud ni el trabajo forzado, salvo que éste fuere impuesto como castigo por un crimen del cual la parte interesada hubiere sido legalmente convicta, podrán existir en los Estados Unidos, o en sitio alguno bajo su jurisdicción». Sancionada por el Congreso el 31 de enero de 1865, quedó ratificada el 6 de diciembre de 1865. (A propósito, en Venezuela la esclavitud había sido definitivamente abolida por ley de 24 de marzo de 1854).

Los derechos civiles, su aplicación mediante la garantía de la igualdad de los votantes, el sufragio, la elección popular y directa de los senadores, el sufragio femenino, la concesión del voto a los menores que tuvieran más de 18 años, la consagración de la no reelección presidencial por más de dos períodos, están entre las reformas sociales y políticas adoptadas mediante enmiendas constitucionales. Pero la continuidad del texto adoptado en 1787 ha contribuido a dar confianza a los ciudadanos en su sistema político y ha fortalecido la imagen, muy importante para su país, de continuidad institucional.

Este ejemplo fue el que nos movió, a los redactores de la Constitución venezolana de 1961, a adoptar también el sistema de enmiendas. Observábamos que, de las veinticinco constituciones que habíamos tenido, muchas se hicieron para efectuar modificaciones secundarias, de menor significación que cualquiera de las enmiendas norteamericanas. A partir de 1830, solamente las Cartas de 1858, 1864, 1936, 1947 y 1961 representaron cambios de verdadera importancia. Pero el hecho de que hubiéramos tenido veinticinco constituciones, como expresión de un proceso político surcado de rupturas y fracasos, por sí solo creaba una imagen de inestabilidad del estado de derecho, de artificialidad e inaplicabilidad de las disposiciones fundamentales que sirven de basamento al Poder Público y a los derechos de los ciudadanos.

El contraste que se suele destacar entre las constituciones latinoamericanas, temporales, a veces transitorias, inestables, y la Constitución norteamericana, inconmovible en sus dos siglos de existencia, es impactante. Pero no tiene toda la significación que tiende a atribuírsele, señalando a la una como inmutable ante la veleidad de las otras. En verdad, más que aquella comparación entre leyes escritas habría que hacerlas entre las constituciones orgánicas, que son el modo de ser y de obrar de sus respectivos pueblos. Tenemos que confesar nuestro obligado reconocimiento para un país como los Estados Unidos, que habiendo pasado de sus 13 Estados originales a los 50 actuales, sumando millones de ciudadanos venidos de todas las esquinas del Universo, y atravesando dos guerras mundiales, mantiene y fortalece principios que sabiamente adoptaron los fundadores.

La Constitución venezolana lleva ya dos enmiendas, numeradas consecutivamente, adoptadas para resolver cuestiones que en un momento revestían y revisten cierta urgencia. La Carta sigue en pie. No ha habido traumas en el proceso. Ya hemos podido celebrar sus primeros veinticinco años y vamos sobrepasando con ella la duración de cualquiera otra anterior. Cuando compartimos la celebración que los norteamericanos y todos los pueblos libres del mundo hacen de los doscientos años de la Constitución de los Estados Unidos, pensamos que la nuestra está llamada también a durar mucho. No es lacónica como la de Filadelfia, porque los tiempos son distintos, el constitucionalismo ha evolucionado y los valores sociales tienen una preeminencia que hace dos siglos no tenían, pero expresa lo que los venezolanos de varias generaciones debemos y podemos realizar, y deja abierto el campo para incorporar todo aquello que en cada etapa histórica sea considerado necesario. Para pasar del subdesarrollo al desarrollo, nuestra Carta Fundamental nos ofrece un firme basamento jurídico.