«El dinero fresco»

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 1 de octubre de 1987.

Ante la situación en que se encuentran las naciones latinoamericanas, agobiadas por el peso de la deuda externa y por las exigencias bancarias para el servicio de la misma, se ha tratado de construir una ilusión con el anuncio de un «dinero fresco».

Los hábiles sistemas propagandísticos oficiales están creando en Venezuela una verdadera expectativa, que ya comenzó a sugerirse cuando se debatió en el Congreso la transacción celebrada con las empresas transnacionales del petróleo sobre los reparos fiscales. Se dijo que con ese arreglo se abrirían para nuestro país las fuentes de capital a las cuales están indudablemente vinculadas las «siete hermanas» del negocio de los hidrocarburos. No ha venido nada.

Ahora se anuncia el «dinero fresco» a raíz de la firma del contrato de renegociación de la deuda, con la banca acreedora. Y naturalmente, los sectores económicos que padecen estrechez creciente, los que son víctimas de la falta de liquidez en los institutos crediticios, se alegran porque piensan que van a respirar con esta inyección, sin averiguar cuáles son las condiciones y términos de lo que se pretende inyectar.

Por de pronto, hay una perogrullada que parece olvidarse: ese dinero no nos lo van a regalar. Es dinero prestado. ¿En qué condiciones? ¿Acaso las mismas de la deuda ya contraída, cuyo servicio nos sustrae posibilidades de atender necesidades urgentes de nuestra población?

Se supone que la tasa de interés es igual a la presente, con la facultad para los acreedores de modificarla a su arbitrio, de acuerdo con las circunstancias. Fue precisamente el aumento inesperado e injusto de las tasas de interés lo que agudizó la difícil situación de los deudores. De la noche a la mañana, aquéllas se fueron elevando considerablemente, hasta el punto de que las estadísticas revelan que se han pagado ya por intereses cantidades mayores a las recibidas. Y lo principal de la obligación quedó igual o subió, cosa que me ha hecho recordar el epitafio que proponía para su tumba un distinguido venezolano del Oriente de la República: «Vivió pagando y murió debiendo».

Yo admito que debemos recibir con simpatía los préstamos que nos haga el Banco Interamericano de Desarrollo para invertirlos en nuestros renglones básicos, a una tasa moderada de interés y con un plazo razonablemente largo. Pero la banca comercial no hace operaciones en estas condiciones, ni las puede hacer, por su misma índole y por las leyes que la rigen.

Posiblemente, una buena parte de ese «dinero fresco» se solicita para el mismo servicio de la deuda. Es decir, que salen de un bolsillo para entrar en otro del mismo que los va a ofrecer. Algunos, quizás, no vienen exactamente en moneda contante y sonante, sino en forma de créditos para la importación de mercancías o de insumos innecesarios para nuestra producción exportable. Los demás, suponemos, deberían ser para inversiones reproductivas. Fue para inversiones reproductivas para lo que el Congreso autorizó una y otra vez los negociados que progresivamente aumentaron nuestras dificultades. Como, según una concepción económica simplista, el aumentar nuestros ingresos aumentaba nuestra capacidad de endeudamiento, prestatarios y prestamistas fueron engordando nuestro pasivo a medida que contabilizábamos mayores ingresos. Vale decir, que la riqueza obtenida por los mejores precios del petróleo, lejos de servir para sanearnos, fue puerta abierta para entramparnos y convertirnos a la postre en deudores morosos.

La administración pública venezolana da a veces la impresión de un trapecista que camina sobre la cuerda floja, en la confianza de llegar al otro lado, es decir, a una situación en la cual se haya recuperado el mercado petrolero. Y esto no para pagar sino para gastar más y, posiblemente, comprometernos más. A veces hace cabriolas peligrosas que lo llevan alternativamente a un lado u otro de la cuerda y por momentos suscita la angustia de que pueda caerse antes de llegar. El Presidente decía no inquietarse por las obligaciones, porque teníamos una «botija» para cualquier momento de necesidad. La botija –como se observó cuando usó este símil– corre el peligro de vaciarse con facilidad. Ahora se promete regar el suelo, que se va tornando árido, de la situación económica, con el «dinero fresco». Y ello puede contradecir el reiterado anuncio de que al final del quinquenio habrá bajado el monto de la deuda pública. Lo que ello puede ser tanto más serio cuanto que a cada paso aumentan las obligaciones internas, o sea, la DPN (Deuda Pública Nacional).

Los recursos que hoy adeudamos fueron, cuando los recibimos, «dinero fresco». Con buena parte de ellos se construyeron el complejo siderúrgico, el complejo hidroeléctrico, el complejo petroquímico, el complejo alumínico, las redes de trasmisión y distribución de energía, el Metro subterráneo de Caracas. Pero otra buena parte se evaporó. Los gravámenes que inicialmente se mantenían dentro de parámetros inspirados por la sensatez fueron sobrepasándolos aceleradamente, porque para satisfacer cada compromiso había que contraer más.

Hay que tener cuidado ahora con un nuevo espejismo. El gasto público improductivo sube, pese a las proclamaciones de una «política de austeridad». En 1974, cuando iban a comenzar los ingresos extraordinarios del petróleo, el presupuesto total era de catorce mil millones de bolívares. Ahora, el proyecto de presupuesto para el año de 1988 monta a más de ciento ochenta mil millones. Cierto que son bolívares devaluados, pero de todos modos es muy alta la cantidad. Y ya no puede volverse atrás. Para ejecutar el balance hay que apelar a múltiples medidas, entre ellas la llamada «utilidad cambiaria», un verdadero impuesto que recae sobre quienes tienen necesidad de hacer algún gasto en dólares, sea para hacerse una operación médica que los facultativos recomiendan practicarla fuera o, simplemente, para comprar unos libros, para traer insumos, para importar una máquina o para procurarse repuestos que no se fabrican en el país. Crece la deuda interna y se asoma la perspectiva del aumento de la deuda externa. Observarlo nos cohíbe saludar con ingenua alegría la anunciada –y hasta ahora invisible– venida del «dinero fresco».