La preocupación social

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 24 de febrero de 1988.

Las primeras palabras de Su Santidad Juan Pablo II son precisamente éstas: «La preocupación social de la Iglesia». Los latinistas vaticanos, muy celosos de la precisa utilización de su lengua clásica, aunque no siempre acertados para lograr una versión de uso fácil y expresivo, dijeron «Sollicitudo rei socialis». En el caso de la «Populorum Progressio» (en castellano, «El desarrollo de los pueblos») encontraron una locución más pegajosa, aunque «progressio» no equivale exactamente a «desarrollo», concepto éste cuya definición es esencial en la carta de Paulo VI que motivó la del Papa Woytilla, comentada ya profundamente por la prensa mundial.

Seis encíclicas había emitido anteriormente el actual pontífice: tres dedicadas a las personas de la Santísima Trinidad: el Padre, Rico en misericordia, el Hijo, Redentor del hombre, y el Espíritu Santo, Señor y dador de vida; otra a la Madre del Redentor; otra a los Apóstoles Eslavos y otra al tema social. «Laborem Exercens», sobre el trabajo humano, preparada para el aniversario de la «Rerum Novarum» y pospuesta algunos meses por causa del atentado contra la persona del Sumo Pontífice. Esto demuestra que «la preocupación social» es un efectivo propósito, una inquietud (¿una angustia?) «orientada al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana» (n.1).

El Papa insiste mucho en la nueva Carta sobre el mensaje de la «Populorum Progressio»; recuerda la circular, a través de la Comisión Pontificia «Iustitia et Pax», enviada el año pasado a los sínodos y conferencias episcopales del mundo, «pidiendo opiniones y propuestas sobre el mejor modo de celebrar el aniversario de esta Encíclica, enriquecer asimismo sus enseñanzas y eventualmente actualizarlas» (n.2), y hace alusión al acto solemne de conmemoración, en el cual pronunció la alocución final: acto para el que se me hizo el inmenso honor de encomendarme un discurso de fondo, con el encargo expreso de exponer con toda libertad los puntos de vista que mi experiencia de político y de hombre de gobierno me sugiriera sobre la situación actual del mundo en torno a los graves y trascendentales planteamientos de S.S. Paulo VI.

La riqueza admirable del nuevo documento, guiado por un propósito de «continuidad y renovación» dará mucho que hablar y obligará seriamente a los intérpretes a estudiarlo. Su sustancia está en insistir sobre «la necesidad de una concepción más rica y diferenciada del desarrollo» (n.4); prolongar el eco del pensamiento paulino, «uniéndolo con posibles aplicaciones al actual momento histórico, tan dramático como el que hace veinte años» (ibid), ya que «por desgracia, bajo el aspecto económico, los países en vías de desarrollo son mucho más que los desarrollados; las multitudes humanas que carecen de los bienes y servicios ofrecidos por el desarrollo son bastante más numerosas de las que disfrutan de ellos» (n.9). «Es patente –dice– el alargamiento del abismo entre las áreas del llamado norte desarrollado y las del sur en vías de desarrollo» (n.14) y «la esperanza del desarrollo, entonces tan viva, aparece actualmente muy alejada de la realidad» (n.12).

La situación es grave: el Papa no lo disimula ni lo oculta. Y no sólo por las diferencias existentes de pueblo a pueblo, sino también por las que se observan en el interior de cada país, pues «al igual que existen desigualdades sociales, hasta llegar a los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma paralela, en los países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y ostentación desconcertantes y escandalosas» (n.14).

Estos extremos, que motivan la alusión a un «cuarto mundo» donde existe una extrema pobreza, y otros peligrosamente «súper-desarrollados» (n.35) no reclaman meras soluciones técnicas. Como ya afirmó el Papa Paulo VI en su Encíclica, «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto a tal, sino que plantea y exige fundamentalmente una revisión de la actitud moral». Es cierto que «el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica (…) sin embargo no se agota con esta dimensión». Ante «la concepción económica o economicista»; frente al «abuso consumístico» (n.19), Juan Pablo II observa que «la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades puestos a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo» (n.28). «No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones y de los pueblos» (n.32).

Una de las novedades importantes de la Carta es la que atribuye buena parte de la difícil situación actual a «la existencia de dos bloques contrapuestos, designados comúnmente con los nombres convencionales de este y oeste» (n.20), con «dos concepciones del desarrollo mismo de los hombres y de los pueblos» (n.21). «Dicha oposición se refleja en el interior de aquellos países, contribuyendo así a ensanchar el abismo que ya existe a nivel económico entre norte y sur» (ibid). En síntesis, la confrontación este-oeste acentúa las diferencias norte-sur.

De allí «el deber gravísimo que atañe a las naciones más desarrolladas»  (Pop. Progr. 14-21. Solic. Rei soc. n.7). «De hecho si la cuestión social ha adquirido dimensión mundial, es porque la exigencia de justicia puede ser satisfecha únicamente en este mismo plano» (n.10): esto es, la justicia social internacional, considera, pues, «la naturaleza del auténtico desarrollo: o participan de él todas las naciones del mundo o no será tal ciertamente» (n.17).

Por supuesto, el Sumo Pontífice trata numerosos temas concretos de grave actualidad, como el de la deuda internacional (n.19) que, a la par de otros como la crisis de la vivienda (n.12), el fenómeno del desempleo y subempleo (n.18) es signo negativo de la situación, como puede serlo también «una industrialización desordenada» (n.34) o «la burocracia y su ineficiencia intrínseca» en «una economía sofocada por los gastos militares» (n.22). Pero reconoce signos positivos, como la preocupación ecológica (n.26), «el empeño de gobernantes, políticos economistas, sindicalistas, hombres de ciencia y funcionarios internacionales» y de las organizaciones internacionales y regionales, que «revelan una nueva preocupación moral, sobre todo en orden a los grandes problemas humanos, como son el desarrollo y la paz» (n.26). Reconoce la importancia del «derecho de iniciativa económica (…) un derecho importante, no sólo para el individuo en particular sino además para el bien común» (n.15) y señala la necesidad de la transferencia tecnológica (n.43). No elude definiciones políticas, como la necesidad de «sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos» (n.44); y si, por una parte declara que «los actos de terrorismo nunca son justificables» (n.24), plantea el difícil problema de los pueblos excluidos de la distribución equitativa de los bienes, que «podrían preguntarse: ¿por qué no responder con la violencia a los que, en primer lugar, nos tratan con violencia? (n.10).

Mucho más podría comentar. Por ejemplo, el novedoso concepto de «emigración psicológica» en pueblos frustrados o desesperados (n.15); o la afirmación de que «la guerra y los preparativos militares son el mayor enemigo del desarrollo integral de los pueblos (ibid). Desearía extenderme sobre el respaldo amplio que el Papa le da a la integración regional (n.45): espero poder hacerlo en forma debida, en próxima oportunidad. Mas no quiero omitir esta categórica definición de especificidad: «La doctrina social de la Iglesia no es una ‘tercera vía’ entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista y ni siquiera es una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia» (n.41).

En el acto de presentación de la Encíclica, el viernes 18 de febrero, pude disfrutar de una interesante demostración de democracia vaticana. El cardenal Etchegaray y el obispo Mejía, presidente y vicepresidente de la Comisión «Iustitia et Pax», respectivamente, hicieron la presentación de la Carta, con explicación de su carácter y de su contenido. Luego se sometieron, como lo haría en una rueda de prensa en alguno de nuestros países el gobernante más democrático, a la implacable curiosidad de los comunicadores sociales: algunos de estos replicaron y contra-replicaron a los prelados con respeto pero con absoluta libertad.

Al día siguiente (sábado) pude, en una mañana, verificar con mis propios ojos la universalidad de la Iglesia. Juan Pablo II, quien me recibió y conversó con ese sentido profundamente humano que le es propio y que lo hace a uno sentir su amigo y tenerle verdadero afecto, recibió al embajador de Japón (de frac) y su esposa (en un bello kimono de ceremonial); luego, a unos treinta obispos africanos, encabezados por varios cardenales; después a mí, un latinoamericano; seguidamente, a un grupo de europeos asistente a un congreso científico, y finalmente, a los músicos y coros de la Armada Roja, que habían venido a Roma en misión de intercambio cultural y ofrecieron a Su Santidad un breve concierto, en prenda de respeto y simpatía. Total: en un rato pasaron por la Sede de Pedro representantes del Asia, del África, de América, de Europa y de la Unión Soviética…

Esa universalidad de la Iglesia, presente en su Supremo Pastor, no ha perdido, sino que lo mantiene y fortalece cada día, su acento social, «Sollicitudo rei socialis». Estoy convencido de que esa preocupación social va a tomar mayor incremento aún y a ofrecer mucha claridad y estímulo a todos los pueblos de la tierra, en los tres años que falta para cumplirse lo que puede denominarse con razón un siglo de doctrina social cristiana. El centenario de la Encíclica «Rerum Novarum», de León XIII, el 15 de mayo de 1991, será la culminación de cien años de grandes acontecimientos.