La elección de los Magistrados

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 27 de julio de 1988.

La independencia e imparcialidad de la administración de justicia sigue estando en el orden de las primeras preocupaciones en la reorganización del Estado. Con frecuencia se habla por ello de «Reforma del Poder Judicial», aunque raramente se precisa cuál es la reforma que se propone.

Por supuesto, el temario es complejo. Hay, por una parte, la reforma de las leyes procesales, que se va acometiendo con el objeto de disminuir las oportunidades que se ofrecen para la dilación de los juicios. Justicia tardía no es verdadera justicia. Pero los hechos demuestran que la buena voluntad del legislador al tratar de acortar el tiempo, se suele frustrar por la práctica cotidiana de numerosas corruptelas.

Es pertinente la observación de que si no hay suficiente personal para administrar justicia, las causas se acumulan y van envejeciendo en las gavetas de los magistrados. Entre las soluciones que se buscan están la de designar conjueces, tomar medidas como la que hace algún tiempo recomendé y en este período se acogió, de convertir los juzgados de instrucción en juzgados de primera instancia (con lo que se duplica el número de tribunales competentes y se elimina una especie de tercera instancia inferior, que es en lo que se convirtió la actividad sumariadora de los jueces de instrucción).

La simplificación de las sentencias, que no tienen por qué ser tratados doctrinales ni repetir punto por punto la historia del proceso, indudablemente coadyuvaría a facilitar la función esencial del juzgador, que es sentenciar. El uso de los medios que la informática pone al alcance de los tribunales puede, por otra parte, constituir una verdadera revolución en cuanto a agilizar el despacho de los expedientes.

Todo ello contribuye a la celeridad de los juicios. Pero quedan por delante otros peligros: el de la parcialidad, motivada por diversos factores, entre los cuales pueden estar el de la corrupción, el de la presión externa y el del partidismo político.

Lo dicho nos conduce a algo que frecuentemente se subestima y que es fundamental en el orden social, dentro de cualquiera de los campos que la integran: la calidad humana. Por encima de todos los otros elementos tendentes a asegurar una recta, sabia y oportuna administración de justicia, el más importante es la condición humana de los jueces. En cuanto a los conocimientos y demás cualidades de naturaleza intelectual o científica y a los antecedentes en el ejercicio de actividades conexas, los concursos son el instrumento idóneo para escogerlos. Concursos de credenciales y de capacidad. Por supuesto, éstos suponen jurados idóneos e imparciales: porque si los concursos van a ser decididos por quienes ya tienen una inclinación marcada y una posición tomada en relación a la ideología o ubicación de los candidatos, se convierten en una farsa dañina y criminal. Y en cuanto a la honestidad en el ejercicio de la judicatura, se han buscado mecanismos propicios para vigilar, prevenir y disciplinar: el rol del Consejo Superior de la Magistratura en Italia, al cual me he referido en algún artículo anterior, es en esta materia un ejemplo determinante.

Pero el problema llega más allá: a la selección de los magistrados de más alto nivel. Sustraerlos de la influencia de banderías e intereses políticos es una gran necesidad. En la Constitución venezolana propuse, por ello, y se aceptó, que se elevara el período de los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia a nueve años, con la renovación por terceras partes cada tres, buscando separar su elección de la de Presidente de la República y equilibrar las tendencias por las variaciones posibles en los diversos períodos quinquenales. En la práctica, se ha celebrado un pacto institucional para que las dos principales fuerzas políticas, que juntas suman en las votaciones generales más de un ochenta por ciento de los sufragios, se comprometieran a ponerse de acuerdo en la selección de los candidatos que deben proponer al Congreso para la Corte. No siempre ha sido respetado este compromiso, por lo que he sugerido ante la Comisión de Reforma del Estado una enmienda constitucional que requiera mayoría calificada, no menos de las dos terceras partes de los miembros del Congreso de la República, para esta elección, así como para la del Contralor General de la República y la del Fiscal General.

La Constitución Española de 1978 fijó a los miembros del Tribunal Constitucional un período igual al que establecimos en Venezuela: nueve años, con renovación por terceras partes cada tres. Y para la designación de los doce miembros que lo integran, que son formalmente nombrados por el Rey, adoptó este sistema: cuatro magistrados, a propuesta del Congreso (allá llaman Congreso a lo que en otras partes llamamos Cámara de Diputados), por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro, a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos, a propuesta del Gobierno, y dos, a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. Además, los miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nominados entre magistrados y fiscales, profesores de universidad, funcionarios públicos y abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia, con más de quince años de ejercicio profesional. La condición de miembro del Tribunal Constitucional es incompatible con todo mandato representativo, con los cargos políticos o administrativos, con el desempeño de funciones directivas en un partido político o en un sindicato y con el empleo al servicio de los mismos, con el ejercicio de las carreras judicial o fiscal, y con cualquier actividad profesional o mercantil.

En este orden de selección de magistrados, la Constitución de Guatemala de 1985 contiene una novedad interesante. Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia son electos así: cuatro, directamente por el Congreso, y cinco por el Congreso pero seleccionados de una nómina de treinta candidatos propuestos por una Comisión de Postulación, integrada por cada uno de los decanos de las Facultades de Derecho o de Ciencias Jurídicas y Sociales de cada universidad del país, un número equivalente de miembros electos por la Asamblea General del Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala y un representante del organismo judicial nombrado por la Corte Suprema de Justicia. Los magistrados de la Corte Suprema deben ser mayores de cuarenta años y haber desempañado un período completo como magistrado de la Corte de Apelaciones o de Tribunales colegiados que tengan la misma calidad, o haber ejercido la profesión de abogado por más de diez años.

Cuando estuve recientemente en Guatemala, no pude recoger testimonios fehacientes de la forma como ha funcionado esta Comisión de Postulaciones, dado que apenas tiene dos años de vigencia la Carta Fundamental. Pero confieso que el precedente me llamó poderosamente la atención. Creo que valdría la pena analizarlo, cuidando, eso sí, de que no se traslade la pugna política a organismos profesionales como el Colegio de Abogados: ello haría el remedio peor que la enfermedad.

En todo caso, el verdadero principio de lo que se busca en la administración de justicia para que obtenga acatamiento general, comienza por ahí. Mientras más se logre que los magistrados se elijan en forma insospechable, mayor estabilidad y vigor tendrá el sistema democrático.