El problema de los ranchos
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política» del 7 de mayo de 1959, trasmitida los jueves a las 10 pm por Radio Caracas Televisión.
La llegada de las lluvias, tan ansiada y al mismo tiempo tan temida, ha puesto de nuevo en trágica actualidad el problema de los ranchos. Hace una o dos semanas estábamos angustiados muriéndonos de sed. Estábamos deseando que lloviera, pero al mismo tiempo sabíamos que las lluvias significarían, por carencia de una política forestal bien orientada y por despreocupación ante una serie de aspectos fundamentales, la angustia de las inundaciones, de las crecientes, de los damnificados, de los hogares destruidos y de las millares de personas que se encontrarían de la noche a la mañana perdiendo todas sus pertenencias y clamando, angustiosos, la atención de sus conciudadanos.
En estos días ha habido ocasión propicia para hablar de este tema con motivo del centenario de la muerte de Alejandro de Humboldt, aquel extraordinario Barón alemán que visitó nuestro país a principios de siglo y que no solamente nos dejó una descripción maravillosa de nuestra naturaleza, sino que hizo anticipos proféticos acera de nuestro desarrollo social. El doctor Uslar Pietri, en un espléndido discurso pronunciado en sesión solemne del Congreso, se hizo eco de una imprecación con motivo de este centenario humboldtiano, ya que se ha venido repitiendo –sin que hasta ahora se haya podido tomar medidas positivas– el que una irracional explotación de nuestra naturaleza nos ha conducido a esta alternativa terrible entre la sequía y la inundación.
El problema no es solamente nuestro. Allá en Castilla, por ejemplo, en la provincia española, quizá nuestros antepasados se acostumbraron a sentir ese panorama inquietante, ese contraste agudo que no encontrarían en la América antigua, pero que vendríamos a heredar sus descendientes en el devenir del Continente. Hace pocos días se han registrado fenómenos sumamente duros, especialmente al sur del Uruguay y en algunas regiones argentinas. Aquí, en Venezuela, las inundaciones de Cabimas, Lagunillas, en general de la zona petrolera del Zulia, y especialmente del Distrito Bolívar, ha sido algo que sobrecoge. Y de los informes oficiales hemos recogido la conclusión de que los efectos de la naturaleza, de por sí duros y devastadores, habrían podido evitarse en gran parte o por lo menos aminorarse considerablemente, si hubiéramos tenido una actitud nacional sistemática, planificada y racional, para armonizar nuestra vida con los fenómenos de la naturaleza.
En Caracas, el problema de las inundaciones se refleja especialmente en los grandes caudales de agua desarrollados con fuerza destructora sobre los lechos de las quebradas, ocupadas casi totalmente por habitantes que han construido allí sus ranchos, porque no han encontrado otro lugar dónde ubicarse. El rancho ha vuelto a tomar actualidad. Se analizan sus causas, se considera el fenómeno, se hacen grandes esfuerzos para trasladar a los habitantes de las zonas más expuestas a graves peligros de inundación, se hacen planes para el fomento de la vivienda popular, pero todos tenemos la sensación de que hay una cuestión de una magnitud tal que no puede ser objeto de una resolución fácil, ni de medidas más o menos transitorias.
La vivienda, en sí, representa para la humanidad algo fundamental. Para el hombre moderno, sobre todo, ha llegado a adquirir caracteres verdaderamente singulares. El hombre moderno es prisionero de la civilización. La civilización moderna constituye una especie de maquinaria compleja que se apodera del ser humano, lo lleva contra su voluntad a través de una serie de accidentes y lo vuelve a soltar náufrago, y solamente puede volverse a encontrar consigo mismo o con la vida humana si es capaz de disfrutar de un techo, de un albergue dentro del cual pueda expandirse, señalar sus preocupaciones, sus inquietudes, y sentirse unido con sus semejantes,
El único refugio
Pongámonos en el caso de cualquier venezolano de la hora actual, de cualquier habitante de esta inquieta ciudad caraqueña: levantarse temprano, de prisa, para poder utilizar los medios de transporte (los medios de transporte colectivo son todavía muy deficientes y el transporte en vehículos particulares está sujeto a todos los complejos y terribles problemas del tránsito), llegar desesperadamente a la hora al trabajo, a integrarse a una maquinaria continua. Aquí ni siquiera se puede caminar. Caracas es una ciudad donde el peatón no existe, quizás la única ciudad del mundo. Ni en Nueva York, con todo su torbellino, existe la enemistad, la ojeriza, con el peatón, que experimentamos en esta urbe nuestra. Y la maquinaria lo agarra hasta las horas de la noche, y solamente cuando se le puede dar al hombre una sensación de liberación, es en el seno de su hogar. Podemos decir que estamos rescatando algo fundamental e indispensable para la conquista del porvenir.
A propósito de este desarrollo tormentoso de Caracas, yo he tenido el año pasado una sensación rara: había ido a Estados Unidos hace unos cuantos años y Nueva York me sobrecogía por su movimiento continuo; dejé de ir durante los años de la dictadura hasta que el exilio «me soltó» en aquella metrópoli, y tuve la rara sensación de parecerme que en Nueva York andaba la gente ahora más despacio. No puedo explicar esta impresión sino por el hecho de que en Caracas le hemos dado un ritmo tal a la vida que es verdaderamente fatigoso, extenuante. Nuestra ciudad –da pena decirlo pero es verdad– constituye una fábrica de accidentes de tránsito, de infartos, y de desajustes psico-neuróticos.
Dentro de este ambiente, la vivienda toma aún mayor importancia, es una necesidad fundamental. Muchas veces hablamos sobre la familia. Hablar de la familia no tiene en este siglo sentido de sermón, más o menos formal, de un predicador de acento luterano, sino reconocer un problema que todos los hombres preocupados en todos los países del mundo no tienen más remedio que afrontar. La familia es, antes que todo, el hogar, la vivienda, el sitio amable donde la gente puede despojarse de los artificios, de los convencionalismos sociales, para integrarse a la existencia en un aspecto natural.
Alguna vez leí en un informe de un funcionario belga a un Congreso Internacional de la Familia, una aguda observación sobre las grandes edificaciones de viviendas de tipo semejante al de nuestros famosos super-bloques: decía que desde el punto de vista social, humano, el sistema era un fracaso total. ¿Por qué? Porque el hombre que se siente preso, prisionero de la civilización, por todos los mecanismos que lo rodean (prisionero en la calle, por el tránsito; prisionero en la fábrica, por el mecanismo complejo de la producción), se sentía también prisionero al llegar a uno de estos apartamentos, dentro de una monotonía extraordinaria donde no podía moverse, donde la propia magnitud de las dimensiones materiales lo sobrecogía y lo aplastaba de manera espantosa. Ustedes habrán observado la epidemia de suicidios que se va realizando desde los super-bloques. Yo conozco a más de una persona que ha estado a punto de degenerar en la locura, en la locura definitiva, por la vivienda desajustada, por haber sido trasladado allí contra su voluntad, y que ha reconquistado el equilibrio mental al encontrar un ambiente más modesto, pero más cónsono con su dimensión humana.
La ciudad millonaria
Dentro de ese problema de la vivienda existen dos aspectos diferentes. El problema de la vivienda es uno solo, lo admito y lo proclamo, pero, dentro de esa integridad del problema, hay dos aspectos claramente diferenciados: el problema de la vivienda urbana y el de la vivienda rural. La vivienda rural constituye todo un mundo de requerimientos de carácter fundamental e imprescindible, en cualquier programa de reforma agraria. El problema de la vivienda urbana va íntimamente vinculado con el fenómeno del crecimiento de la ciudad. La ciudad millonaria, donde millones de personas se agolpan en una mínima superficie, es un instrumento formidable de progreso y de desarrollo técnico y cultural, pero, al mismo tiempo, engendra una serie de problemas que la humanidad, actualmente, se halla afanada en resolver. Dentro de esa situación urbana hay multitud de aspectos. Uno de ellos es la entrada constante de flujos humanos, que vienen especialmente de los campos; esto que hemos dado en llamar el éxodo rural.
Pensemos por unos momentos en unas cuantas cifras. Caracas, en 1933, tenía 200.000 habitantes; en 1950, 695.000, prácticamente 700.000 habitantes. Es decir, que la ciudad de 200.000 habitantes, en 17 años, creció en medio millón más. Suponiéndole una rata de crecimiento, ya de por sí bastante alta, igual a nuestra rata normal del 3%, y alargando el término para hacer más fáciles los cálculos a 20 años, tendríamos que en 20 años la población habría crecido un 60% por desarrollo natural, por los nacimientos dentro de la ciudad, es decir, lo que llamamos «incremento vegetativo». El 60% sobre 200.000 habitantes eran 120.000 habitantes. Por crecimiento natural, a una tasa bastante elevada, Caracas habría tenido en 1950 320.000 habitantes. ¿De dónde salieron los otros 380.000? Vinieron, parte del exterior y la mayor parte del interior de la República. Hay un fenómeno de migración externa e interna. El fenómeno de migración interna supone la llegada a los alrededores de la ciudad de una gran cantidad de pobladores que quizá nunca habían salido de sus ranchos y que en sus ranchos estaban acostumbrados, dentro de la pobreza y dentro de las dificultades, sin confort y sin higiene, a disfrutar de un espacio, de un sitio donde conversar, a mantener sus animalitos, a los cuales se tenía incorporados como parte de la vida familiar.
De allí el desarrollo de los ranchos, fenómeno casi imposible de eliminar por completo. Si a esto agregamos que a la ciudad acude una población flotante, de gente que viene y va pero que necesariamente tiene que pasar unos días para buscar acomodo, y agregamos el terrible fenómeno del encarecimiento de los suelos, nos podemos dar cuenta de las raíces profundas y casi indestructibles de la proliferación de los ranchos en las áreas metropolitanas.
¿Cuánto ha encarecido el terreno en Caracas? Yo compré en Altamira, hace cosa de quince años, un terreno, por cuotas, a 25 bolívares el metro. Hoy me dicen que ese mismo terreno tiene un valor tal vez mayor de 250 bolívares. Este caso es apenas uno de tantos de los que se han vivido dentro del encarecimiento de la superficie habitable del área metropolitana. Caracas está ubicada en un valle largo pero estrecho, donde el problema de las comunicaciones aumenta a medida que la ciudad se extiende, hacia el este o hacia el oeste, y donde la disponibilidad del terreno ha sido tan pequeña que nos hemos dado a una cruel destrucción, construyendo sin tasa ni medida, olvidando que los niños necesitan parques, que las familias necesitan sitios donde expandirse; destrozamos los espacios verdes y hoy protestamos porque al pasar una calle de los alrededores encontramos, en cualquier día de vacación o en cualquier rato de descanso, que los niños juegan pelota en la calle porque no tienen un parque dónde distraerse.
Un hecho muy complejo
El fenómeno es sumamente complejo y no solamente nuestro. La circunstancia topográfica y la falta de desarrollo de una ciencia que es hoy fundamental en la vida de las ciudades, la ciencia urbanística, favorecieron el planteamiento de graves problemas que urge considerar. A todo este se agregan, a veces, las mismas circunstancias creadas por los hombres. El congelamiento de los precios de los alquileres, o su reducción artificial, por ejemplo, son medidas socialmente útiles pero que repercuten a veces desfavorablemente cuando quitan el incentivo para las construcciones. El fenómeno es entonces semejante al que se ha vivido, por ejemplo, en París, donde el 30% de la población vive en inmuebles que tienen más de cien años, y nadie tiene interés en refaccionarlos porque las leyes son demasiado rígidas, lo suficiente para quitar el aliciente a aquellos que pudieran transformar la ciudad.
En Caracas no nos podemos quejar de esto. Nuestras leyes sobre alquileres han tenido la ventaja de estimular la reconstrucción de los inmuebles, porque al congelar los alquileres en las viviendas viejas y al permitir nueva regulación en nuevas construcciones, se ha podido lograr un estímulo para que la transformación urbana, movida por la iniciativa privada, haya podido desarrollar numerosas edificaciones.
Pero la industria de la construcción, que no puede ir tampoco con el ritmo con que puede ir la industria que fabrica calzado o trajes, porque está sujeta a una más larga tramitación, ha sufrido también fuertes alternativas, al ritmo de nuestra economía un poco caprichosa y de nuestra organización política y social. Cada crisis –utilizando esta palabra no en el sentido de situación desesperada sino en el de cambio brusco dentro de la situación social– trae consigo una paralización de actividades más o menos artificiales, que necesariamente repercute sobre el problema de la vivienda.
Situación angustiosa
La situación, pues, en Venezuela y especialmente en Caracas, con motivo de los ranchos, es angustiosa. Debemos considerarla así, como un hecho grave que tiene explicación racional pero que tenemos que afrontar con coraje, al mismo tiempo que con sistematización y método.
Según el censo de 1950, en Venezuela había más de 400.000 ranchos. Esta cifra –podemos asegurarlo– no ha tendido a disminuir sino a aumentar y debemos prever que el censo de 1960 arrojará un número mucho mayor. Pensemos solamente que en Cumaná, ciudad de 70.000 habitantes, se habla de unos 8.000 ranchos. Si calculamos cinco personas por cada rancho, llegamos a la conclusión alarmante, verdaderamente dramática, de que 40.000 personas, de las 70.000 que integran la ciudad, están viviendo en ranchos. En Caracas, da la impresión de que la misma transformación política, la situación económica deficitaria del interior de Venezuela, el mismo desarrollo del Plan de Emergencia, trajeron una afluencia mayor, quizás, de 100.000 pobladores del interior de la República durante el último año (es posible que me quede corto, porque se hablaba de un millón o de un millón cien mil habitantes; seguramente estamos o llegaremos en 1960 por arriba de un millón doscientos mil). Ahora, 100.000 personas, a cinco personas por rancho, representaría una aparición de 20.000 ranchos más de los que había. Esto nos explica perfectamente cómo en las pequeñas áreas disponibles, en los espacios verdes de las urbanizaciones, cerca de los sitios de lujo, a la orilla de las autopistas, aparecen viviendas transitorias en que la gente trata de albergarse para ver desde allí qué puede hacer, dónde encuentra una colocación, dónde encuentra trabajo, cómo puede comenzar a orientar su vida.
Magnitud del problema
Muchos millares de ranchos tenemos en la capital y el problema de la vivienda nos está afectando, como está afectando al mundo entero. El problema no es exclusivo nuestro. En la post-guerra se hicieron estudios en Europa y en 16 países se obtenía la conclusión de que había catorce millones de habitaciones de déficit, que era necesario construir. En Asia, en el Extremo Oriente, se calculaba que el déficit pasaba de 16 millones. En Francia, en 1946, el 60% de las construcciones existentes en las comunas pequeñas eran de una sola habitación. La vivienda de una sola habitación es enemiga de la familia, y todavía en París, según una encuesta publicada en 1955 en los Estados Unidos, el 25% de las personas habitan viviendas de una sola habitación. En Bélgica, en 1947, 29.493 familias de cinco o más personas tenían que habitar viviendas de una o dos piezas.
En Venezuela, como en toda la América del Sur, el problema se complica por circunstancias históricas. Nosotros, especialmente, por vivir en la zona intertropical, el primitivo poblador en nuestra época pre-colombina vivía en un rancho elemental, pero cubierto de palma, que si le traía insectos lo abrigaba contra el sol tropical y no sentía la necesidad de construir una vivienda de mayor abrigo, tal como se sentía en los países de la zona templada. Entre nosotros, el mal tiene raíces hondas. Y cuando vemos el rancho urbano, y nos sobrecoge, no debemos olvidar que no estamos viendo sino aquí mismo, dentro de la ciudad, lo que nuestros antepasados se acostumbraron a ver por años enteros a través de los campos venezolanos.
Se necesita no haber caminado un poco por el territorio de nuestra patria para no tener metido muy hondo en las pupilas el cuadro del rancho, con las paredes de bahareque, con el techo que antes era de palma y que ahora, en la lucha contra el mal de Chagas, se ha convertido en el techo de zinc (no sé si el zinc, o hierro acanalado, es el material apropiado para el tórrido clina tropical). Rancho que carece de piso y dentro del cual viven, en una sola habitación, en absoluta promiscuidad, hombres y mujeres, varones y hembras, y hasta los animales y frutos que se guardan allí en espera de un mejor mercado.
La situación actual es tremenda. Se calcula, en una exposición de motivos del Instituto Privado de la Vivienda Popular, que en Venezuela sería necesario invertir seis mil millones de bolívares para construir seiscientas mil viviendas a un precio promedio de diez mil bolívares por habitación. Ahora, seis mil millones de bolívares es el total del Presupuesto ordinario y extraordinario del país en un año, y cada año se necesitan, por lo menos, cuarenta mil viviendas más. Para poder gastar lo necesario, habría que suprimir los servicios públicos, las escuelas, la policía, los hospitales, los mercados, el fomento agro-pecuario. En otros países, donde la situación fiscal es menos favorable que la nuestra, la situación es todavía mucho más grave desde el punto de vista social: por años, si se dedicara todo su presupuesto a este solo problema no alcanzaría a atender el problema de la vivienda.
Una necesidad esencial
Tenemos que penetrarnos de la idea de que fabricar viviendas es una necesidad esencial. El Estado debe construirlas; debe también estimular la formación de cooperativas con tal fin y estimular al capital privado para que se invierta en la construcción de viviendas, porque los estudios hechos recientemente han demostrado que si hay habitaciones desocupadas son habitaciones de trescientos bolívares mensuales hacia arriba y, sobre todo, de quinientos o seiscientos bolívares hacia arriba, mientras que habitaciones para trabajadores, con canon de arrendamiento de cien o doscientos bolívares mensuales no se consiguen, porque no se han fabricado en cantidad, no digamos suficiente, pero ni siquiera aproximada a la necesaria.
Habrá que estimular a través de una gran cruzada nacional una política de vivienda en gran escala. Pero esto no basta. El problema del rancho se nos agrava por su ubicación, y aquí viene la necesidad de desechar un criterio que nos ha hecho mal en Venezuela, el criterio perfeccionista, para el cual no importa que millones de personas estén viviendo en condiciones infrahumanas, lo que nos obliga a buscar soluciones urgentes, aunque no sean perfectas, sino que se prefiere levantar construcciones que luzcan hermosas, de modo que podamos retratarlas y mostrarlas al extranjero. Los regímenes totalitarios son muy afectos a estas cosas. El que visita un país totalitario puede ir a otro país extranjero o regresar a su propio país y decir: «he visto cosas maravillosas», pero si se le enseñan las cosas lindas que se han hecho, no se le muestran las miserias no atendidas, ni se le dan datos estadísticos para ver qué proporción representa lo hecho en relación a los problemas que hay que confrontar. El caso de Turén en Venezuela era característico: a cada visitante extranjero que venía a Venezuela durante los últimos años, lo llevaban a Turén para que viera el magnífico ensayo de reforma agraria, y resulta que en la Unidad de Turén unos cuantos centenares de familias han obtenido una solución más o menos aceptable, durante un número largo de años. Para resolver, a ese ritmo, el problema agrario de Venezuela, varios centenares de años no serían suficientes.
En materia de vivienda tenemos que luchar contra ese afán perfeccionista. Tenemos sí, que hacer viviendas baratas, confortables, donde pueda la gente vivir cómodamente; pero tenemos, también, que aliviar la existencia de los que viven en los ranchos. Hay que buscar un camino para armonizar, por un lado, la vigilancia policial (indispensable aunque sea doloroso) pero, por otro lado, la acción oficial positiva, para que al que haya fabricado un rancho en el lecho de una quebrada, donde está expuesto a los peores peligros, encuentre un terreno más o menos adecuado donde pueda ir levantado su vivienda y donde se le vayan a instalar los servicios esenciales, adonde se va a llevar el agua, donde se va a dar salida a las aguas negras mediante un sistema de drenaje, donde se van a hacer calles, y donde tendrá la escuela y el dispensario para atender a las necesidades básicas de la educación y de la salud.
La proposición copeyana
Yo estoy convencido de que esto es de una urgencia indiscutible. Y creo que esta es la orientación fundamental que lleva la proposición que a nombre de la fracción socialcristiana hizo el miércoles en la Cámara de Diputados el Diputado José Rafael Zapata Luigi, secretario regional de COPEI en el Distrito Federal. Hay que buscar la solución inmediata a este problema de la reubicación. Y sin abandonarse los planes ambiciosos de construcción de viviendas en gran escala, tiene que abrirse desahogo para que se formen nuevas comunidades –aunque sean de carácter provisional– donde muchos venezolanos humildes puedan levantar sus viviendas, aunque sean imperfectas, en la plena convicción de que estos habitantes no pueden alojarse en otros sitios.
Esta es una necesidad clara, fundamental y visible. En este, como en los otros casos, tenemos que hacer un esfuerzo de sinceridad y, sobre todo, un esfuerzo mancomunado. Tenemos que ver las cosas con seriedad y verlas desde un punto de vista nacional. Esto me obliga a decir algo que quiero expresar públicamente: el problema de la vivienda en Venezuela no puede resolverlo un solo partido político ni un solo grupo, y no puede ni debe convertirse, por ningún respecto, en zona neurálgica para que empiecen las rivalidades de los diversos grupos. «Que yo voy a hacer más», «que yo ofrezco hacer esto», «que yo quiero hacer lo otro», «que yo pido unos millones por acá»… Y quiero decirlo por una razón muy actual: el Director del Banco Obrero, doctor Luis Lander, es un viejo amigo mío, con una amistad personal que sobrevivió a la ardorosa lucha ideológica y política que sostuvimos durante muchos años, una amistad que viene de nuestros padres y que hemos sabido conservarla en medio de la lucha que hemos sostenido en infinidad de ocasiones. Yo creo a Luis Lander un hombre capaz y honesto, pero quiero decir que su presencia al frente del Banco Obrero, llamado a constituirse en el Instituto director del gran movimiento nacional para la solución del problema de la vivienda, debe buscar una armonía en la convergencia de las diversas fuerzas políticas, para que no se convierta en motivo de rivalidades políticas.
Sería muy peligroso que el Banco Obrero se viera como una posición de partido. Lo que se haga y lo que no se haga tenemos que compartirlo todos. Y es necesario que todos lleguemos de buena fe a converger en la solución de este gran problema nacional. Tenemos por delante el problema del rancho. El rancho existe porque el ser humano tiene que vivir en alguna parte, y si no puede vivir en otra, vive debajo de un techo de zinc y rodeado por unas tapas de cartón. Pero es necesario que busquemos algún remedio inmediato. Algo así como ciertas medidas que algunos critican, pero que son indispensables, hechas en los barrios de Caracas con motivo del Plan de Emergencia: una pila de agua, una escalera de concreto, algo que alivia la situación de aquellos que no van a encontrarle solución a su problema dentro de cinco ni dentro de diez años.
Debemos, pues, buscar que un gran programa de construcción de viviendas se fije racionalmente una meta para un número determinado de años, pero, mientras tanto, es inaplazable que le demos cierta comodidad esencial a aquellos que viven y vivirán forzosamente, durante unos cuantos años todavía, en una difícil situación.
Buenas noches.