Ya tenemos Ley de Reforma Agraria

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 25 de febrero de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión.

Ya tenemos una Ley de Reforma Agraria. Introducido el Proyecto después de un año de intensa labor de una Comisión múltiple que consideró sus aspectos jurídicos, técnicos, económicos y sociales; introducido –repito– en las últimas sesiones ordinarias de las Cámaras Legislativas y estudiado durante todo el tiempo de receso por una Comisión Bicameral, las sesiones extraordinarias del Congreso se dedicaron con preferencia a la adopción de este instrumento. Falta sólo la firma del Ejecutivo Nacional para que se convierta en texto vigente.

Y este hecho tiene una inmensa significación para la Venezuela actual. Representa el primer paso firme en el cumplimiento de uno de los compromisos más solemnemente adquiridos por la coalición de gobierno y, al mismo tiempo, una de las realizaciones que puede ser más definitiva para el cambio de la estructura nacional.

La cuestión agraria

Es bien sabido que la regulación de la propiedad de la tierra constituye uno de los problemas jurídicos y económicos de mayor repercusión social. Los pueblos han reñido muchas veces por la propiedad de la tierra; ha habido múltiples conflictos cuyos antecedentes se remontan a acontecimientos de la historia antigua, marcados como jalones de gran trascendencia para las relaciones entre los hombres.

Algunas veces he recordado que hacia 1937 o 1938, cuando se discutía una Ley sobre pequeña y mediana propiedad rural en el Congreso, el Diputado Numa Quevedo hizo una extensa y documentada exposición en la Cámara de Diputados sobre los antecedentes de la Reforma Agraria en la Grecia antigua; lo que hizo al siempre fecundo ingenio de Andrés Eloy Blanco forjar un chiste parlamentario, comenzando su intervención por decir, para replicar a Quevedo: «yo no conozco a ninguno de esos «maracuchos» que acaba de nombrar el Diputado Quevedo». Por cierto, los nombres de todos aquellos venerables patricios como Clístenes, adquirían un tono «maracucho» en el recinto de nuestra Cámara.

En la vida moderna debe reconocerse que la tierra ha perdido relativa importancia; no porque, propiamente hablando, se haya menoscabado, sino por la preeminencia que han ganado en la vida económica, después de la revolución industrial, la propiedad urbana y la propiedad inmobiliaria.

Cuando murió el general Juan Vicente Gómez, para entonces el hombre más rico de Venezuela, su fortuna, considerada escandalosamente grande y que se decía acaparar la mitad de las tierras cultivables dentro del área nacional, fue valorada en poco más de cien millones de bolívares. Hoy, una fortuna de cien millones de bolívares es excedida fácilmente en el ámbito de la economía industrial, de la economía bancaria y de la economía comercial.

Esto no obstante, la tierra sigue siendo un bien fundamental. Su distribución adecuada, su aprovechamiento efectivo y benéfico, constituyen verdaderos pilares de la estabilidad social y del desarrollo de los pueblos.

Población urbana y rural

La población venezolana, según los últimos censos, ha ido dejando de ser predominantemente rural. El censo de 1950 (al cual, con todas sus imperfecciones hemos tenido que acudir cuando queremos hacer cifras sobre la actualidad venezolana) ya mostraba que la población rural era más o menos el 48% del total, con lo que la gente que vive en centros poblados pasaba un poco más de la mitad.

Desde luego, lo que llamamos población rural, dentro de la clasificación estadística, puede en parte representar una cifra menor de la efectivamente dedicada a las faenas del campo, por aquello de llamar población «urbana» a la que habita en centros poblados de más de mil (en algunos países), o de más de dos mil (en otros) habitantes. En realidad, mucha gente de centros poblados de más de mil o dos mil habitantes vive dedicada a las faenas del campo, por lo que debemos considerar que todavía la población rural podía representar para 1950 la mayoría de la población del país.

Para el censo de 1960, cuya realización adecuada es una de las necesidades primarias para la planificación en Venezuela, debemos pensar que el porcentaje de la población rural ha bajado. Las ciudades han ido creciendo a expensas de los campos. No solamente en Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Cumaná, San Cristóbal, que son las ciudades mayores, sino prácticamente todos los centros urbanos, capitales de Estado o no; porque hay también centros urbanos, como Puerto La Cruz, por ejemplo, que no es capital de Estado, pero donde el desarrollo urbano a expensas de la población rural es un hecho patente.

Pero, sin embargo, podemos estimar que para una población nacional de alrededor de siete millones –que podría arrojar el Censo por realizar este año– alrededor de un 45% sigue siendo población rural. Es decir, que más de tres millones de personas, si calculamos a un jefe de familia por cada cinco personas, a un trabajador de quien dependen cinco personas en total, incluyéndolo a él mismo (estableciendo un promedio entre los solteros y los que tienen familia numerosa) tendríamos que seiscientas mil personas a quienes hay que darles decorosa ocupación en el trabajo de la tierra.

Acceso a la propiedad rural

De esas personas, sólo una pequeña minoría son actualmente propietarios. Y el gran sistema para que la vida social se desarrolle de una manera más provechosa y eficaz es el de hacer mayor número de propietarios, vinculando, a través de una organización jurídica agraria adecuada, el mayor número de personas con la tierra sobre la cual trabajan.

Estos son los principios básicos que inspiran la Ley de Reforma Agraria, cuya orientación es de una claridad meridiana. El objetivo fundamental de la Ley es, en lo social, la elevación del nivel de vida de la población campesina. Pero, a más de esto, busca otro aspecto indispensable también y que supone fuertes exigencias desde el punto de vista técnico y financiero: en lo económico, el incremento de la producción agropecuaria.

Hay que hacer que el mayor número de personas puedan encontrar aliciente y estabilidad en el trabajo de la tierra, mediante una vinculación jurídica que se trasluce en la pequeña y la mediana propiedad. Pero a quien se acomoda en la tierra hay que facilitarle los medios de vida adecuados para que haga de esa tierra una explotación racional y provechosa, a fin de que se pueda aumentar la producción nacional, aumentar la riqueza general y hacer del propio campesino un consumidor potencial de mayor importancia; porque sólo en el momento en que la población campesina tenga mayor capacidad de consumo, tendremos un mercado más amplio como se requiere para el desarrollo industrial.

Tradicionalmente, en Venezuela se han intentado reformas agrarias por los mecanismos de la revolución y la guerra civil. En la bandera de nuestros movimientos armados, de nuestras contiendas intestinas, ha estado la promesa para el campesino del acceso a la tierra. Y se ha intentado, en verdad, algunas veces, especialmente a través de las dos grandes contiendas internas que ha vivido Venezuela desde la Independencia: la Guerra de Independencia, los once año transcurridos de 1810 a 1821, y la Guerra Federal, o Guerra Larga, los cinco años transcurridos desde febrero de 1859 hasta fines de 1863, en que el Tratado de Coche abrió un campo más o menos inestable al restablecimiento del equilibrio político. Pero el reparto indiscriminado, simple, basado solamente en la expropiación de los enemigos de la Revolución (los realistas, en el caso de la Guerra de la Independencia; los godos u oligarcas, en el caso de la Revolución Federal), no ha sido sino una etapa fugaz hacia el establecimiento de un nuevo régimen de propiedad latifundista.

El soldado que recibe la tierra o el derecho a la tierra y que no recibe junto con ella la educación, la asistencia técnica, la posibilidad de vida, el desarrollo, el amparo adecuado para poder hacer de esa tierra un aprovechamiento cónsono, no está en realidad sino sirviendo de instrumento para que el prestamista, el comerciante, o el «chivato», el personaje tradicional de la viveza venezolana, se apoderen de las tierras que fueron de otros y construyan nuevas y grandes extensiones.

Esto ha pasado también en otros países. Hemos leído mucha literatura sobre la Reforma Agraria Mexicana, y si bien es cierto que ésta tuvo raíces históricas que explica su tarea destructiva, y que ha dejado también en algunos aspectos resultados positivos, en gran parte ocurrió con ella lo mismo que con nuestras reformas agrarias (las nuestras mucho más empíricas): la destrucción de un sistema de propiedad anterior, más en las personas de los propietarios que en el sistema mismo, para el renacimiento de los viejos usos, de las viejas costumbres y de las viejas normas en el aprovechamiento de la tierra a base de nuevas personas favorecidas por la nueva situación política imperante.

No se trata ahora de repetir esa experiencia, de la cual tenemos lecciones bastante esclarecedoras en las páginas de nuestra historia. No se trata, como dijo el Ministro de Agricultura y Cría, de dar la tierra al campesino y abandonarlo allí, porque no sería –como dice él– «tierra para vivir, sino tierra para morir». Se trata, por una parte, de abrir el camino para que el campesino pueda adquirir la propiedad territorial y, por la otra, de asumir el Estado la grande, la difícil responsabilidad de asistir a ese campesino, con la técnica, con las organizaciones que van a ser el germen de las cooperativas, con el crédito oportuno y con las facilidades de mercado, para que su posesión de la tierra sea un factor progresivo y no regresivo dentro de la vida nacional.

Esto explica perfectamente los puntos más importantes que caracterizan nuestra Ley de Reforma Agraria. En ella se consagra el reconocimiento y la afirmación de la función social de la propiedad, especialmente de la propiedad de la tierra. Al propietario que mantenga su tierra en función social, la ley le garantiza la inexpropiabilidad en los términos compatibles con la transformación del sistema de la tierra mediante el reparto de las otras propiedades, las que no cumplen su función social.

Función social de la propiedad

¿Cuáles son las que cumplen su función social? Algunos elementos señala la Ley de Reforma Agraria. Por una parte, la explotación eficiente y el aprovechamiento apreciable de la tierra, de acuerdo con la zona en que se encuentre y con sus peculiares características. No hay interés en desanimar, en asustar, en perseguir a aquellos que tienen la tierra en buen nivel de producción y que en este sentido están cumpliendo un deber para con la colectividad.

En segundo lugar, otro elemento que se incluye en la idea de la función social de la propiedad de la tierra es el directo aprovechamiento, el trabajo o dirección personal del dueño de la tierra y la responsabilidad financiera de la empresa agrícola y del propietario. Se trata de evitar, en toda la medida posible, la explotación indirecta de la tierra. Sabemos que una de las grandes lacras sociales es el sistema de cultivo por intermediario, que convierte al propietario de la tierra en un rentista, amo de propiedades extensas de las que no se ocupa sino para percibir un canon, para cobrar un «premio» (como dicen los campesinos) por la ocupación de la tierra, mientras se encuentran allí trabajando hombres a quienes no anima otra idea que la de producir lo más rápidamente posible sin cuidar las riquezas naturales porque no se consideran con ningún derecho estable para quedarse arraigados sobre la tierra que trabajan.

Luego, en tercer lugar (y esto como un estímulo para la protección social de los asalariados) se señala como un elemento de la función social de la propiedad, el cumplimiento de las disposiciones legales en materia de trabajo. En esta materia reconocemos que el actual Reglamento del Trabajo en la Agricultura y en la Cría es muy tacaño con los campesinos. Tendrá que adoptarse, más que un Reglamento, quizás una Ley del Trabajo Rural, una Ley Especial que contemple sus modalidades características pero que trate mejor a los que viven trabajando en la tierra en condición de trabajadores subordinados. El cumplimiento de estas disposiciones, de las actuales o de las que vengan, es uno de los elementos requeridos para amparar al propietario, considerando que cumpla su función social.

Y los otros elementos, injertados por la necesidad de Venezuela, son la conservación de los recursos naturales renovables y la inscripción del predio en el catastro. Lo uno corresponde a la dramática angustia conque los venezolanos vemos destruirse nuestro patrimonio forestal y nuestras aguas. El registro de la propiedad de la tierra, su ordenación característica y el deslinde de las propiedades son de una gran necesidad social, y el hecho de contribuir a la formación de ese catastro estimula y se premia en la Ley, considerándolo como uno de los aspectos característicos de la función social de la propiedad.

La proscripción del latifundio

Ahora, si el propietario cuya tierra está cumpliendo su función social tiene el amparo de la Ley, no la tiene el que abandona su propiedad, el que la conserva mal, el que no la cultiva, el que la segrega del aprovechamiento racional. Y aquí encaja de una manera clara el concepto de latifundio. Latifundio significa etimológicamente la propiedad extensa; técnica, económica y socialmente significa algo que se mide no sólo por la extensión topográfica, sino por la relación entre esa extensión y el aprovechamiento que de la tierra hacen sus propietarios y la colectividad.

Hoy es un criterio común, que no es necesario repetir cuando se habla entre iniciados pero que es indispensable reiterar para que la opinión pública se oriente cabalmente, que «latifundio» es la extensa propiedad imperfectamente cultivada, segregada de la provechosa función de rendimiento, dentro de la cual el exceso del dominio redunda en impedir que las tierras aprovechables presten el rendimiento que la sociedad les demanda.

Es necesario e interesante insistir en el concepto económico-social del latifundio. Porque uno de los peligros que puede haber cuando se habla de Reforma Agraria es que al decir, como dice la Ley con muy buen sentido, que se busca sustituir el sistema latifundista por un sistema justo de propiedad, tenencia y explotación de la tierra, basado en la equitativa distribución de la misma, puede atribuirse al vocablo latifundista un sentido distinto del que le es propio. La Ley usa un concepto preciso, pero si al campesino se le habla simplemente contra el latifundio y el latifundista, sin explicarle lo que significan estos vocablos, es fácil que él crea que el «latifundista» contra quien va la ley es «Don Fulano de Tal», que tiene una propiedad más o menos extensa, pero bien cultivada y que cumple su función social. Quizás el mismo Don Fulano lo crea así, y cuando oye decir «muera el latifundista», considera que están pidiendo la muerte para él o para todo lo que sea la propiedad privada de la tierra.

No. En realidad, Don Fulano de Tal, o el señor Tal o Cual que mantiene con tesón y esfuerzo una hacienda de extensión normal, en forma ordenada y racional, y que está dispuesto a cumplir con las leyes, ese no es precisamente el representante de la lacra latifundista. La lacra latifundista la representa el que tiene grandes extensiones sin aprovecharlas racionalmente ni permite que se aprovechen; el que a los que verdaderamente la trabajan, o se lucra de ellas mediante aparcerías de las que recibe una sustancial participación en los frutos; o simplemente las conserva para cuando el terreno valga más y entonces negociarla con alguien que esté dispuesto a pagarle un buen precio.

Tierra para el campesino

Contra este sistema, que corresponde a lo que técnica y socialmente se llama «latifundio», va directamente la Ley, y la medida para reemplazarlo es la dotación de tierra para los campesinos. Esa dotación está prevista mediante un precio, es decir, a título oneroso, para quienes puedan pagar la tierra, en un plazo de 20 o de 30 años, pero será gratuita para aquellos que van a recibir la tierra sin estar en situación económica de pagarla.

Algunos pueden pensar –y es lógico que lo piensen– que eso de dar gratuitamente la tierra es un mal principio, un mal sistema, porque el campesino no la va a apreciar. Sin embargo, darle la tierra y darle su título de propiedad, con ciertas condiciones para que no se pueda comerciar con ella en forma que la haga caer en manos del usurero, y con requisitos que representan la orientación que ha de dar el Estado, significa para el nuevo propietario de la tierra un verdadero estímulo. El hecho de no dárselo gratuitamente podría significar (y así lo demuestra la experiencia de algunos países según valioso testimonio de gente que ha intervenido en esto en Europa) un factor de perturbación. Porque si se le da una parcela de tierra a un campesino que no tiene con qué pagarla y se le dice que es vendida, queda a merced del demagogo, que se va a acercar a decirle: «no pague nada, no pague nada», a crear en él la conciencia de que sólo a través de un apoyo a la demagogia, de un respaldo a un sistema de desconocimiento completo de la propiedad se puede librar de la obligación de tener que pagar la tierra adjudicada. En estos casos la experiencia es lo que demuestra la conveniencia de la adjudicación gratuita, y así lo prevé nuestra Ley de Reforma Agraria; habrá seguramente, muchos casos en que no podrá darse la tierra en otra forma.

Pero, además, el gran concepto básico de la Ley de Reforma Agraria que va a entrar en vigor, es el de la asistencia integral, a que antes me he referido. No se trata de darle un pedazo de tierra a alguien para que no sepa qué hacer con ella. La Reforma Agraria supone una gran tarea pedagógica, de educación al campesino para que cuide la tierra, para que la abone, para que la trabaja bien, para que conserve los recursos naturales. Es una gran labor de formación, de una nueva conciencia dentro del campo venezolano. Esta tarea es difícil, es cierto. La promulgación de la Ley echa sobre el Gobierno, sobre el Instituto Agrario Nacional en primer término, sobre el Ejecutivo, es decir, sobre el Presidente de la República y el Ministro de Agricultura también, y sobre todos los sectores que intervienen en la vida pública, una gran responsabilidad. No se trata sólo del inmenso esfuerzo fiscal que habrá que realizar para adelantar el proceso de la Reforma Agraria, que empieza con la promulgación de la Ley. Se trata también de emplear esta Ley como un instrumento útil y provechoso para la colectividad.

He oído la opinión de que con la Ley se puede hacer una obra muy buena y se puede hacer una obra muy mala. Que puede no hacerse nada y puede, en cambio, realizarse una gran tarea positiva o negativa. Hasta cierto punto ello es cierto. De todas las leyes puede hacerse un razonamiento similar. Las leyes marcan un camino, pero el camino no lo hacen las leyes, lo hacemos los hombres. Según como se transite por el cauce que la ley señala, se puede llegar o no a la finalidad que la ley pretende.

La Ley de Reforma agraria marca rumbos claros para la nueva realidad venezolana. Hay que caminar por esos rumbos a paso firme, con idea de justicia, con sentido de renovación y progreso social. Es la única manera de poder lograr su objetivo. La responsabilidad que cae sobre los encargados de cumplir la Ley es abrumadora; pero no son ellos solos los que deben llenar esa función. La van a llenar ante la mirada vigilante de la opinión pública. La democracia tiene como ventaja hacer sentir las voces de todos aquellos cuyos intereses en alguna forma van a ser afectados por el cumplimiento de una gran labor de reforma social. Los campesinos presentarán sus reclamaciones y sus aspiraciones. Los propietarios dejarán oír el clamor de sus observaciones. La opinión pública, en general, estará pendiente de esto. Y todos los sectores tenemos el compromiso, el terrible compromiso, el sagrado compromiso de hacer que la maquinaria del Estado ande y que ande por la ruta fijada en esta Ley, que representa el concurso de todas las mejores voluntades de la actualidad venezolana.

La deuda agraria, por ejemplo, es la única solución para hacer adelantar la reforma en cuanto a las expropiaciones que habrá de realizar. La deuda agraria está concebida con bases sanas, pero su realización y su éxito dependen del crédito del Estado, de la salud pública, del desarrollo nacional y de la estabilización satisfactoria del orden social. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es lo que no depende de estos factores? Los propietarios que van a recibir bonos por sus propiedades dependen, sí, de que el Estado, de que la vida del país marche bien para que esos bonos representen el patrimonio que representarán. Pero, ¿a quién no le pasa lo mismo? Las fortunas más sólidas están pendientes de lo que ocurre en la vida interna del país, en el desarrollo del mismo. La propiedad de los campesinos que van a recibirla, depende también de esta circunstancia.

Tenemos, pues, que ir a la Reforma con optimismo y con profunda convicción de responsabilidad. Tenemos hoy todos los venezolanos un nuevo deber que cumplir. Dentro de la responsabilidad de nuestra generación, la Reforma Agraria constituirá una de las conquistas más definitivas y trascendentales que podemos legar a las generaciones venideras.

Buenas noches.