Otra vez los rumores

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 19 de mayo de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión.

Están empezando otra vez los rumores. Se habla de gente que pasa las noches en claro. Se dan indicaciones, a veces de una concreción impresionante: se señalan lugares, se dan detalles, se mencionan los nombres de presuntos conspiradores o de presuntos informantes, y en general la opinión pública comienza a preguntarse otra vez, con mucho derecho, si es que nuevamente está en peligro la constitucionalidad.

Para los fines de semana

Los rumores parece como si se escogieran de manera deliberada para los fines de semana. Los días domingo, que están hechos para descansar, privilegio que los llamados dirigentes políticos en este país perdimos hace tiempo, porque nunca nos falta para cada domingo algún programa que nos hace trabajar aún más intensamente que los días de labor, parece que se tuvieran que amargar con la información y con el dato que presentan la situación como grave.

Al mismo tiempo que esto ocurre, el Presidente de la República informa e insiste que la situación es perfectamente normal y que la lealtad de las Fuerzas Armadas garantiza la solidez del régimen constitucional. Las informaciones que buscan desmentirlo vienen de los grupos más variados. Algunas, de presuntos defensores del orden político que quieren ejercer esa defensa en la barricada, con el fusil al hombro, dando consignas radicales, formulando órdenes que recuerdan las frases destempladas del general Perón antes de su caída, cuando mandaba a los peronistas a matar seis por cada uno de ellos que cayera, incendiar y quemar, y que no entienden que la mejor arma de defensa del régimen constitucional es el reconocimiento de la necesidad de paz y entendimiento para que el país pueda marchar hacia adelante.

Otras veces los rumores vienen de grupos con evidente simpatía o inclinación a gobiernos de fuerza, que se alarman terriblemente porque los comunistas hablan por la radio y que miran como única solución la adopción de medidas coactivas por alguna nueva figura providencial que no haría sino sembrar nuevos vientos para nuevas tempestades y poner a Venezuela, a la vuelta de muy poco tiempo, en situación mucho más grave que la que ha tenido que confrontar.

Una moraleja elocuente

Hacen recordar la moraleja de una anécdota que Monseñor Miranda, actual Arzobispo de México, me contaba de paso en Venezuela: hablábamos sobre la Dictadura y comentábamos que, desgraciadamente, había gente que se sentía tranquila por creer que el régimen de fuerza bastaba para resolver los problemas y para mantener, de manera indefinida y beatífica, la tranquilidad en los aspectos que les interesaba a ellos. Y me contaba Monseñor Miranda el caso que ocurrió una vez en un pueblo de México, enclavado en la parte baja de una gran represa, que fue sobrecogido de gran pánico porque la represa estaba cediendo en sus bases. Con los millones de litros de agua reunidos en la inmensa mole, la ruptura de la represa significaría el arrasamiento completo de la población. Y en el pueblo el señor cura se afanaba por inspirar tranquilidad a la gente; pero dos beatas muy nerviosas a cada momento llegaban a la Iglesia en estado de alarma, difícil de calmar. Y eso se repetía a cada momento. Un día, las beatas no fueron a la Iglesia, con la consiguiente sorpresa del cura, y cuando llegaron por la tarde en actitud tranquila y se les preguntó si habían perdido el miedo, contestaron: ¡no, padre, ya estamos tranquilas, porque los soldados están cuidando la represa!

He repetido algunas veces esta anécdota por encontrarla sumamente instructiva. Pensar que por la custodia momentánea de la fuerza pública, se pueda privar a los factores sociales que bullen y que se desarrollan, el poder de destrucción que tienen por la acumulación de sentimientos y de tendencias, es ilusión ingenua y peligrosa. Las dictaduras no hacen otra cosa que lo que los soldados custodiando la represa: dar una sensación externa de normalidad mientras las cosas se agravan y preparan catástrofes. Italia tiene el partido comunista numéricamente más fuerte de Europa, quizá del mundo, porque parece ser que el Partido Comunista de la Unión Soviética no tiene un porcentaje tan alto sobre la población total del país como el Partido Comunista de Italia en relación a la población italiana. Ese Partido Comunista Italiano –el más fuerte de Europa y quizá el más fuerte del mundo– es resultado de más de veinticinco años de régimen fascista. Más de veinticinco años del gobierno de Mussolini, fuerte, poderoso, enérgico, que comprimía a las fuerzas sociales y extirpó de raíz, en apariencia, el movimiento comunista, dieron como resultado aquel movimiento comunista vigoroso que amenazó ganar las elecciones y no lo llegó a hacer porque una extraordinaria movilización de fuerzas espirituales, económicas y políticas, pudo contener aquel triunfo.

Debe tratarse el tema

Es muy digna de meditarse la lección. Pero vale la pena analizar nuestro caso, porque todos nos preguntamos: ¿es que verdaderamente ocurre algo? ¿Es que existen motivos serios para temer que las Fuerzas Armadas Nacionales vayan a desbordarse de su cauce y a irrumpir contra las instituciones que el pueblo ha ratificado con su voto en los ejemplares comicios de diciembre del 58?

Es preciso que el tema se trate, porque, en verdad, ese tema, o no quiere tratarse, o se trata en forma interesada. O se dice simplemente, para cumplir compromisos, que las Fuerzas Armadas se mantienen dentro de su posición institucional, o se dice, desde sectores interesados, en una forma u otra, que los militares son una amenaza permanente y constante a la estabilidad venezolana.

Yo creo que valdría la pena averiguar, analizar y hasta aclarar las cosas, porque a veces se tiene la impresión de que los militares se sienten acorralados por los civiles, o parece que hubiera sectores de opinión, recursos e instrumentos de publicidad y propaganda que trataran de poner a los militares contra la pared, para violentar su situación e impulsarlos a lanzarse por caminos de hecho, buscando sustituir las instituciones representativas por un mecanismo de fuerza.

Es de suponer que en las Fuerzas Armadas haya gente que no está contenta con el gobierno. ¿Por qué no va a haberla, si los hay en todos los sectores de la vida nacional? Hay periodistas que no están contentos con el gobierno; hay maestros que no están contentos con el gobierno; hay amas de casa que no están contentas con el gobierno; hay políticos, desde luego, al fin y al cabo es cuestión del oficio, que no están contentos con el gobierno. Es lógico pensar que puede haber militares que no están contentos con el gobierno, y puede ser, que a pesar de la prudencia que envuelve el ejercicio de sus actividades, haya militares que exterioricen desagrado o inquietud por la situación que se está viviendo.

Ahora bien, yo he oído al general Pedro Eugenio Aramburu, aquí en Venezuela, cuando fue nuestro huésped por varias semanas, criticar de la manera más despiadada y absoluta el gobierno argentino; criticar, no sólo al gobierno en sí, sino al presidente Frondizi en términos que podríamos llamar hasta crueles. Sin embargo, en la Argentina, cuando yo estuve en julio de 1958, para extremar la difícil situación del gobierno argentino y destacar lo que había significado la posición institucionalista de Aramburu, el célebre cómico Pepe Arias, en un monólogo famoso que titulaba ¿Quo Vadis, Arturo?, decía: «Al pobre Arturo no lo defendemos sino Aramburu y yo». Y esto porque Aramburu fue hombre clave en la definición institucional del Ejército. En momentos en que todo el mundo hablaba de golpe militar, en que se afirmaba que las unidades de la Marina estaban movilizadas en rebeldía, cuando se aseguraba que las Fuerzas Armadas estaban dispuestas a derrocar al gobierno, Aramburu fue uno que dijo: la constitucionalidad, las Fuerzas Armadas argentinas estarán dispuestas a mantener y a sostener el gobierno y las instituciones y a no desbordar hacia el cauce de los regímenes de hecho. Eso lo hizo Aramburu siendo enemigo abierto del gobierno Frondizi, mientras hablaba con la libertad más grande, como lo hizo en Venezuela, en relación a aquel gobierno del cual es adversario político y al que, sin embargo, como militar se siente obligado a defender y a respaldar.

La lealtad de las Fuerzas Armadas

Esta es una cuestión que es necesario considerar y estudiar. Es preciso que se hable a los militares con sinceridad, con lealtad, en sentido venezolano, para recordar la gran empresa que los venezolanos de hoy tenemos que acometer. Porque, sin duda, así como en las Fuerzas Armadas puede y debe haber, como en todos los sectores venezolanos, gente que no está de acuerdo con el gobierno pero que está dispuesta a defender la constitucionalidad, también puede haber, es natural, pero peligroso y es necesario que se tomen en cuenta, individuos que piensan que la solución para los problemas del país es el golpe de fuerza. Ya lo hagan por ambición, ya de buena fe, es posible y lógico que este fermento exista, y es difícil, por no decir imposible, que se pueda extirpar de manera definitiva y total. Esos individuos, probablemente, pueden existir, y estarán machacando sobre la conciencia y sobre el oído de los oficiales una serie de argumentos que pueden alcanzarlos: el de que hay intranquilidad social; el de que el gobierno no tiene el control para el mantenimiento del orden en forma plenamente normal, como debe ser en todo país organizado; el de que el comunismo cobra fuerza y se expande y se predica y toma terreno en las universidades, en los liceos, en la prensa, en los sindicatos y en determinados órganos de la vida social; el de que la situación económica es mala. Y como la tradición del país ha sido la de buscar la solución de fuerza (tradición que a veces, y es lo más peligroso, hasta los intelectuales propugnan, cuando no tienen paciencia para esperar el desarrollo normal de la vida política y esperar elecciones para ir reajustando, a través de los poderes públicos, los errores que atacan), es fácil que se trate de llegarle a los militares con el razonamiento de que esas cosas para remediarse necesitan de una acción de fuerza.

Aparte de esto, hay viejas suspicacias, ¿por qué negarlo? Entre quienes actuamos en la vida política nacional hay hechos viejos que quieren revivirse para tratar de colocarnos unos frente a los otros. Las hay entre los civiles, las hay entre los militares. Y estas viejas suspicacias tratan de aprovecharlas los artífices de la desorientación, para arrancar a los militares del camino del deber.

La fuerza no es ninguna solución

Pero los militares saben (y esta convicción es la que necesitamos robustecer en ellos) que la fuerza no es solución para los problemas colectivos, y que el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas se logra como una consecuencia de su mayor arraigo en la conciencia popular, en la conciencia nacional. Siempre hemos sostenido que Venezuela necesita Fuerzas Armadas bien organizadas, técnicas y eficaces. No estamos ni estaremos entre los que piensan que la institución armada es para Venezuela un artículo de lujo, y en este momento mucho menos. Hay una dictadura poderosa en El Caribe, bien armada, bien organizada, bien aceitada, con muchos recursos a su disposición para atacar nuestro país, y esto mismo hace presente la necesidad de que Venezuela tenga fuerzas ágiles y eficaces para movilizarse y para defenderse. Cualquier posible brote insurreccional de algún loco que se lance a una aventura descabellada, requiere también de una organización rápida y eficaz para contenerla. Pero, precisamente, el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas, su vida institucional, su vigorización, dependen de que se vaya enraizando en la conciencia colectiva –como se ha logrado ya en otros países de América Latina que pasaron por situaciones parecidas a la nuestra– la idea de que esas Fuerzas son para respaldar las leyes y las instituciones, y de que tiene que haber un mínimum de lealtad entre el Poder Civil y las Fuerzas Armadas para que se pueda asegurar de una manera definitiva la conquista del porvenir.

Yo sé que otra de las propagandas que se hacen con mayor intensidad en el seno de las Fuerzas Armadas es esta palabra: depuración. Es tan grave como lo que tratan de hacer algunos, de dividir al Ejército entre oficiales institucionalistas y no institucionalistas. Ello para reservarse después el derecho de decir, «este es institucionalista» (porque es su amigo o simpatiza con sus ideas), «ese otro no es institucionalista» (porque no simpatiza con él). Eso crea en el fondo de la oficialidad de las Fuerzas Armadas un malestar, un fermento de intranquilidad, con la idea de que se está aprovechando el tiempo para tratar de desplazar, sin motivos fundados, a profesionales que tienen muchos años de servicio y cuya vida está en su profesión. A este respecto, puedo y debo decir –y he hablado con el Presidente de la República sobre este problema– que así como el Gobierno Nacional ha mostrado una línea decidida y enérgica de severidad en el castigo de quienes incumplan sus deberes, también tiene que marcar y estar dispuesto a sostener una línea de garantía de la estabilidad de la gran masa institucional de las Fuerzas Armadas, sin pretender hacer la clasificación en razón de simpatías políticas o de determinadas circunstancias.

La gran tarea

Estamos viviendo en Venezuela, hoy, un momento que no sé si alcanzamos a medir de una manera definitiva. Este momento se me parece inmensamente (con las diferencias naturales del transcurso de un siglo, del cambio de panorama y de programas que hay que realizar) a la tarea que realizó en la Argentina la generación aquella, constructiva y brillante, que tomó en sus manos las riendas del país después de la Batalla de Monte Caseros, que el 3 de febrero de 1852 puso fin a la Tiranía de Rosas. Aquella generación, entre la cual había hombres como Mitro, militar e historiador, fundador de un diario que todavía subsiste, Presidente de la República, intelectual, honor de las Fuerzas Armadas Argentinas; como Alberti, que como el mismo Urquiza, pero sobre todo como Sarmiento, que es la figura decisiva y predominante de aquella época, tuvo que luchar mucho. Tuvo que luchar, por una parte, contra la posición tímida de los conservadores que no querían la transformación del país, y por la otra, contra los exaltados que no entendían la magnitud de la responsabilidad que gravitaba sobre los hombros de la generación dirigente.

El caso de Sarmiento es extraordinario. Sarmiento tuvo que enfrentarse a ambas fuerzas y lo hizo de manera decidida. En alguna circunstancia en la legislatura de Buenos Aires, cuando estaba luchando con relación a un empréstito para desarrollar ferrocarriles –la gran primera obra material de civilización en la Argentina– y se discutía sobre el monto del interés y sobre el monto de la suma necesaria, dijo aquella frase arrogante: ¡Esto no es nada! ¡No he de morirme yo sin ver empleados de ferrocarriles en este país, no digo ochocientos mil duros, sino ochocientos millones de duros!

Después de haber sido Presidente de la República y tantas cosas más, cuando en el Senado lo injuriaban y no lo interpretaban –y algunas veces llegaron a silbarlo hombres de la generación joven, entre los cuales, quizá circunstancialmente por anécdota, pudo encontrarse su propio hijo adoptivo Dominguito, que fue después mártir de la Patria–, se erguía más alto aún. Es de antología su desplante cuando trataban de irrespetarlo en las barras del Senado, haciéndole decir que sólo pretendía «ser Sarmiento, que valdrá mucho más que ser Presidente por seis años o juez de paz en una aldea», o aquella frase que revela la magnitud de la tarea y del drama vivido por aquella generación que tuvo éxito y construyó un país, porque supo ser vigorosa y firme en el desarrollo de su programa: «Si las voces de reprobación, si los gritos que se dan, si la fuerza del húmero que pesa sobre mí, principalmente, son medios de coacción para hacerme pensar como desean los que piensan en contra de mis ideas, yo diré a los que tengan la posibilidad de hablar con esos jóvenes, que no conocen la historia. Yo soy Don yo, como dicen, pero este Don yo ya ha peleado a brazo partido veinte años con Don Juan Manuel de Rosas y lo ha puesto bajo sus planteas, y ha podido contener en sus desórdenes al general Urquiza, luchando contra él».

Lo más interesante para nosotros, de esta posición, es la de ver cómo en las páginas de la historia se puede aclarar y precisar el deber de una generación. Recordemos que Sarmiento en alguna ocasión dijo también, en uno de esos gestos arrogantes que tenía, característicos de su personalidad: «Necesito, señor Presidente, que consten esas risas, para que las generaciones sepan con qué clase de hombres he tenido que luchar».

Hay lucha. No podemos pensar que los problemas de Venezuela se pueden resolver a base de una unanimidad definitiva. La gente goza con la crítica. La oposición es un ejercicio natural de la vida democrática. Se puede contener una lucha de ideas, una lucha de posiciones o de actitudes durante un tiempo más o menos breve, pero este gobierno debe comprender que ha de luchar en dos frentes, y allí está precisamente su fuerza: en el frente de los que representan ideas reaccionarias y conservadoras, que no quieren ningún cambio en el país, que se alarman ante cualquier medida y dicen que esto va al desastre; y en el frente de los impacientes, de los acalorados, de los que consideran que no se hace nada porque en un año no se transforma el país, o porque no se toman caminos trazados en otras partes que no sabemos todavía adónde conducen, atizados, quizás, por los que sí saben exactamente lo que quieren y actúan dentro del clima de agitación, porque así conviene a sus propósitos.

Tiene que lucharse en dos frentes, siempre que sea una lucha gallarda, pero también, siempre que la posición de centro sea constructiva y dinámica. Tenemos que insistir en lo que hemos dicho antes: lo que está reclamando el país del gobierno es acción constructiva y eficaz, es una línea clara y positiva.

Esa línea reclama generosidad: generosidad en el Presidente, generosidad en los políticos, generosidad en los militares. No generosidad por darnos el gusto de ser generosos, ni que nos aplaudan, ni que digan que somos muy buenas personas: generosidad, porque tenemos una obra común por hacer, que se perdería si no fuéramos capaces de aquel ejercicio.

Porque está por encima de nosotros y de nuestras pasiones y de nuestras suspicacias y de nuestros rencores y de nuestras incomprensiones, la necesidad de ganar definitivamente esta etapa de la vida nacional. Que haya discrepancias diferencias de entendimiento entre las diversas fuerzas, incluyendo las fuerzas militares, ello es inevitable. Pero yo estoy seguro de que hablando lealmente, de persona a persona, de venezolano a venezolano, no hay razón para que no podamos entendernos civiles y militares pertenecientes a diversos grupos o actuando en diversas posiciones, para que emprendamos de una manera definitiva y sólida la gran obra que Venezuela nos reclama.

Buenas noches.