Cuba y Latinoamérica
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 21 de julio de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión, y tomada de su publicación en el diario La Esfera.
El afecto de los venezolanos por Cuba no es de última hora. Los nexos son viejos y hondos. Este Caribe, lleno de pasión y de inquietud, ha sido también como un vínculo de anhelos y aspiraciones comunes. En nuestras vicisitudes políticas, en más de una ocasión, gente venezolana encontró refugio y campo de lucha por el ideal en aquella tierra hospitalaria; y también en más de una oportunidad, prominentes cubanos –a su cabeza el apóstol Martí– hicieron de Venezuela tierra propia donde trabajar y luchar por aquella isla maravillosa.
Ese afecto, esa vinculación ha aumentado por las circunstancias recientes. La alborada de Venezuela el 23 de enero de 1958 no sólo fue estímulo moral a la causa de la lucha de Cuba por su liberación, sino que también abrió la puerta para una ayuda eficaz que contribuyó, no poco, a la caída de la tiranía de Batista.
Hemos visto, como otros pueblos latinoamericanos, con mucha simpatía el movimiento de la Revolución Cubana, y si bien nos hemos reservado el derecho de criticar aquellas cosas que consideramos equivocadas o inconvenientes –tal como lo hacemos con las nuestras propias–, hemos visto con preocupación y señalado ante la opinión pública la inquietud de que el movimiento revolucionario cubano pueda ser utilizado para dividir el bloque de naciones latinoamericanas, cuya integración, sólida y compacta, es el objetivo fundamental que a nuestro modo de ver corresponde a las actuales generaciones en esta hora singular.
Nos hemos reservado el derecho de crítica, y nos molesta que se nos quiera imponer dogmatismos para forzarnos a aprobar aquellas cosas que por principio no estamos en el deber de aprobar ni podemos considerar que estén bien.
Afortunadamente, hay gente que comprende este problema; y ya hemos señalado alguna vez el acierto, la inteligencia, conque el presidente Dorticós, en la sesión en que lo recibió el Congreso de Venezuela, reconoció y señaló que nuestra patria y Cuba estaban recorriendo caminos paralelos pero distintos y que la base del entendimiento debía fundarse en el respeto mutuo de las posiciones adoptadas por cada uno de nuestros pueblos.
En el plano internacional
Mas la cuestión cubana está saliendo ahora del plano interno –ante el cual se puede tener mayor o menor simpatía o mayor o menor disconformidad– al plano internacional. Hemos suscrito –me cabe el insigne honor de haberlo hecho al lado de las personalidades más destacadas en el campo político de casi todos los países de Latinoamérica– un documento en el cual ratificábamos nuestra decisión y nuestra voluntad de respaldar el derecho del pueblo de Cuba a forjarse su propio destino. Consideramos este un atributo esencial, enraizado en la propia esencia del modo de ser latinoamericano, y por tanto creemos, de manera firme y decidida, que toda Latinoamérica, por encima de las diferencias ideológicas, por encima de las tendencias o matices de opinión que pueda haber en nuestros pueblos, se ha presentado y está dispuesta a presentarse como un bloque compacto en la defensa del derecho de Cuba a su soberanía.
En más de una ocasión hemos planteado también, con sencilla franqueza, nuestra posición ante los Estados Unidos. Hemos sostenido la necesidad de una revisión de su política frente a Latinoamérica. Hemos señalado la impaciencia con que esperamos el momento en que gente nueva sea capaz de dar un audaz golpe de timón, para poner a funcionar sobre bases justas y firmes, las relaciones entre los Estados Unidos del Norte y las Repúblicas Latinoamericanas en el resto del Continente.
No hemos vacilado, en más de una circunstancia, en estampar nuestra firma en documentos muy categóricos, defendiendo los derechos de pueblos hermanos ante posiciones del Gobierno de Estados Unidos. Me bastaría recordar que como Presidente de la Cámara de Diputados tuve el alto honor de suscribir un Acuerdo por el cual la representación del pueblo de Venezuela proclamó el derecho de la hermana República de Panamá a obtener el reconocimiento pleno de su soberanía sobre la Zona del Canal. No hemos vacilado en ningún momento en sostener que Latinoamérica debe incorporarse a un plano de dignidad y de igualdad, y que es fundamental que los Estados Unidos reconozcan en los hechos, y no solamente en las palabras, este derecho nuestro a obtener un trato diferente del que la historia recuerda. Y hemos aspirado, y aspiramos, a que se deslinde definitivamente ante legítimas aprensiones de nuestros pueblos lo que son los verdaderos intereses, la voluntad y los sentimientos del pueblo norteamericano, de los intereses –que en muchas circunstancias han sido diametralmente opuestos a los nuestros– de los grandes consorcios económicos en que existen capitales norteamericanos.
No tenemos, pues, ni un punto de vacilación en decir que si en verdad Estados Unidos proyectara una invasión militar a Cuba o cualquier cercenamiento de los derechos de Cuba a su soberanía, toda la opinión pública latinoamericana –y la de Venezuela a la cabeza– respaldaría firmemente el derecho de Cuba y repudiaría la intervención. Más aún: tenemos la profunda convicción de que si alguien en Estados Unidos ha pensado en una descabellada aventura –en completo desacuerdo con la realidad histórica que está viviendo el mundo– la posición de los pueblos latinoamericanos es el argumento fundamental y decisivo para que no se arriesguen en ella. Esto lo hemos hecho saber muchas veces aquellos venezolanos que tenemos tareas de dirección en este momento nacional, a personalidades norteamericanas que han querido escucharnos. Inequívocamente, cualquiera que sea el juicio sobre las circunstancias y actitudes del Gobierno Revolucionario Cubano, hay un hecho cierto: el de que Latinoamérica repudiaría vigorosamente el atentado y quedarían comprometidas para siempre las relaciones entre los Estados Unidos y nuestras naciones.
La intromisión soviética
Ello nos autoriza aún más a decir que hemos visto con mayor inquietud todavía la participación que la Unión Soviética ha querido arrogarse en las diferencias planteadas entre los Estados Unidos y Cuba. Y a expresar nuestra firme creencia de que es el sentimiento dominante en los países latinoamericanos el de que ni los cohetes soviéticos ni la amenaza de la guerra nuclear constituyen un argumento válido para defender los intereses de nuestras repúblicas. Si el problema cubano-norteamericano se trasladara al campo de las rivalidades internacionales entre las grandes potencias, Latinoamérica no tendría nada que ganar y sí mucho que perder; y con todo nuestro afecto, simpatía y cariño hacia el pueblo de Cuba y nuestra decisión de respaldar a Cuba, aun por encima de las diferencias que tenemos con su sistema interno de gobierno, es preciso afirmar categóricamente que no nos sentimos dispuestos a dejarnos unir al carro de una alianza soviética.
Cuba debe pensar seriamente en esto. Latinoamérica constituye fundamentalmente su defensa y su aliento. La ayuda exterior que se anuncia de fuera, en forma de cohetes atómicos, podrá ser una tentación (como el respaldo de un gigante que se plantea frente a otro gigante), pero ese respaldo no aportaría nada positivo y envolvería graves peligros para todo el Continente.
Hay dos maneras como los pueblos débiles pueden enfrentarse a los fuertes. Una es buscando el amparo y protección de otros tan fuertes como el adversario. Otra es forjando la coalición, integración y alianza de los pueblos débiles que corren los mismos peligros. La historia nos trae viejos ejemplos. Los griegos supieron derrotar al imperio Medo-persa en las guerras Médicas mediante la alianza de sus pequeñas ciudades-estados; y perdieron definitivamente su independencia y libertad cuando los macedonios llegaron desde afuera con el pretexto de unificarlos y llevarlos a una aventura internacional.
Cuando llegó el momento de la independencia de América, es cierto que la rivalidad entre las grandes potencias sirvió como de golpe de reloj para determinar que era la hora de ganarnos nuestra independencia; pero cuando Napoleón invadió la Península Ibérica, ante el conflicto de dos grandes potencias como la Francia Napoleónica y la vieja España, los forjadores de la Independencia no pensaron en llamar a Bonaparte para ocupar este hemisferio y «proteger» nuestras aspiraciones frente a la madre patria: se levantaron tanto contra la invasión francesa como contra la dominación española, pues comprendieron perfectamente que no serían los cañones del corso los que, de ser trasladados a América en apoyo de su emancipación, podrían garantizarnos un futuro de libertad.
La misma ayuda de Inglaterra, que fracasó en la expedición de Miranda, fue un hecho sumamente hipotético. Éramos una cara en manos de la hábil política inglesa para negociar con España; y al fin y al cabo, sin desconocer, sino honrando la memoria de los cuadros de la Legión Británica y de aquellos otros ingleses que como soldados del Ejército Libertador combatieron por nuestra libertad, debemos reconocer que la ayuda de la Gran Bretaña estaba dirigida especialmente al afianzamiento de su poder en Trinidad (ganada pocos años atrás en la guerra y ocupada quizás más de lo estipulado) y en la Guayana, a la obtención de ventajas comerciales y a la colocación de créditos en duras condiciones que estuvieron pesando terriblemente sobre la economía de nuestros pueblos hasta época reciente.
El hombre, el caballo y el toro
Andrés Bello lo señala en una fabulilla con el relato del caballo, herido de una cornada por un toro, que queriendo vengar aquella afrenta buscó al hombre para ayudarlo a derrotar al ofensor. El caballo solo no podía. El hombre lo ensilló, le puso frenos, tomó una lanza y mató al toro. Y cuando el equino quiso darle las gracias por su colaboración y por su alianza, desdeñosamente le respondió que ya estaba ensillado y lo dejó definitivamente bajo su control. No escribió Bello aquella fabulilla sólo por escribirla; sino que le ponía de moraleja una admonición muy ferviente a los pueblos americanos: de meditar muy bien sobre el peligro de buscar alianzas con los poderosos para intervenir en sus querellas, porque, generalmente, exigían por «salario» eterna servidumbre.
No es precisamente Rusia (ni la Rusia zarista, ni la Rusia soviética), la que puede presentar limpio historial con esto de negociar la suerte de los pueblos pequeños. Estamos perfectamente convencidos de que no es la amenaza del cohete atómico sobre el Pentágono lo que puede hacer vacilar a los Estados Unidos ante una descabellada intervención en Cuba. Por lo contrario. Casi es una tentación ese foetazo en la cara instándole a tomar una acción. Pero los Estados Unidos vacilan y retroceden ante la actitud definida y unitaria de todos los pueblos de Latinoamérica, que no están dispuestos a aceptar en Cuba, ni en ningún otro pueblo hermano, ninguna nueva afrenta; y que ahora comienzan a verificar, después de largo tiempo, el grado de deterioro en que sus relaciones se encuentran con nuestros pueblos, línea vital en la seguridad del Hemisferio.
Cuba en las manos soviéticas sería una simple carta que jugar frente a los Estados Unidos. Nada tendría de particular que se llegara a un trueque: Cuba por Formosa. Fácilmente lo harían. Lo que trata la URSS es sostener determinados intereses internacionales. Y nosotros debemos decir, con total y absoluta claridad, que la alianza de la Unión Soviética no constituye para la mayoría de las Repúblicas Latinoamericanas un estímulo en su frente común, sino una fuente de terribles reservas, profundas suspicacias perjudiciales a la unificación de estos países.
¿Adónde se dirigirán esos cohetes? Venezuela es un país productor de petróleo. Sabemos que un cohete atómico no sería sino el inicio de una guerra total. La maquinaria bélica de los Estados Unidos necesitaría angustiosamente el petróleo extraído de los pozos venezolanos. ¿Acaso en un conflicto entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, el cohete del Pentágono sería un hecho aislado, o el anticipo de otros, dirigidos hacia Punto Fijo, Cabimas, Caripito, San Tomé o Anaco; hacia cada uno de los grandes campos petroleros que son la base de nuestra economía y que serían fuente de suministro del combustible bélico?
Es necesario pensar con claridad y darse cuenta de los verdaderos intereses de nuestra patria; al fin y al cabo, conviene recordar que ellos no son contrarios sino armónicos con los verdaderos intereses de todos los países latinoamericanos. Los cohetes atómicos soviéticos sobre el Hemisferio Americano significarían en la hipótesis de un triunfo ruso, la pérdida de todas nuestras libertades. Ni aun el más extremista negaría que hoy siquiera tenemos la libertad de luchar contra el imperialismo. Hoy tenemos derecho de decirle a los Estados Unidos cuáles son sus errores y faltas. Hoy tenemos la posibilidad de organizarnos y gobernarnos a nosotros mismos. Sabemos que si los cohetes atómicos de la Unión Soviética hicieran blanco en este Hemisferio, esas libertades desaparecerían. Que si hoy defendemos la libertad de prensa, entonces no habría más prensa que la regimentada desde arriba. Que si hoy defendemos la autonomía universitaria, entonces ésta dejaría de existir, porque de acuerdo con la cómoda interpretación de determinada doctrina totalitaria, la libertad de prensa, la autodeterminación de los pueblos, la autonomía universitaria y todos los derechos por los cuales luchamos no tienen sino un valor circunstancial, mientras adviene el régimen que se está buscando. Con toda comodidad se le responde a uno que en la Unión Soviética no hay libertad de prensa porque no es necesaria, dado que allí hay un régimen socialista; que en la Unión Soviética no hay autonomía universitaria porque no es necesaria, dado que allí hay un régimen socialista; y por lo que respecta a la autodeterminación de los pueblos, la interpretación que le dan se mostró en el caso de Hungría –imposible olvidarlo– en que frente a una nación levantada contra la dominación extranjera, se justificó el uso de tanques y cañones de una potencia extraña, porque la insurrección popular se dominaba por «la patria universal del socialismo».
O Latinoamérica o Rusia
Es por estas circunstancias por lo que consideramos indispensable ciertos planteamientos fundamentales en la vida de América Latina. Y por si nuestra palabra llegare a los oídos del pueblo hermano y del gobierno amigo de la República de Cuba, decimos que nuestra amistad por Cuba no es acomodaticia. No estamos recibiendo de aquella nación ninguna ayuda, de ninguna forma, ni la hemos pedido ni la reclamaremos. No estamos tratando de defender, cuando mantenemos la autodeterminación de Cuba, intereses mezquinos de partido, ni de desahogar nuestros puntos de vista. Hemos llevado con suma prudencia el análisis de la situación interna de aquel pueblo hermano. Pero sí tenemos que exteriorizar la profunda angustia que nos causa, y que nos obliga a hacer definiciones categóricas, la posibilidad de que nuestra alianza y nuestra solidaridad latinoamericana con aquel pueblo que tanto queremos pueda servir de vía indirecta para construir alianzas que no estamos dispuestos a respaldar, con potencias que no representan nada de común con nuestra sensibilidad y con nuestra manera de ser.
En un conflicto entre Cuba y los Estados Unidos nosotros somos latinoamericanos. Pero debemos decir también, con la misma claridad, que en un conflicto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, nosotros estamos contra la Unión Soviética.
No queremos la guerra. Deseamos la paz. No creemos que cohetes atómicos sean la solución de los problemas políticos del mundo; pero rechazamos con profunda indignación el que la amenaza de la guerra atómica se utilice como arma para resolver problemas específicos de nuestra comunidad de naciones. El sistema jurídico interamericano tiene que buscar sus propias soluciones y el apoyo unitario de los pueblos de Latinoamérica es la mejor defensa para el pueblo de Cuba. Pero esa defensa supone una actitud diáfana, clara, inequívoca, para dar el respaldo en forma generosa y total.
Es el momento de grandes definiciones. No creemos que en estos países, dueños de una sensibilidad determinada y de su propia formación espiritual, pueblos con un profundo amor por la libertad y por los derechos esenciales del hombre, se incurra en el dislate de poner nuestro destino en otras manos. Entre Cuba y Estados Unidos –repetimos– somos latinoamericanos. Pero entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, no podemos olvidar dónde nacimos. No podemos callar que la Unión Soviética representa la más grande amenaza y el más grande peligro.
Buenas noches.