El problema de los trabajadores del Estado
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 13 de octubre de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión.
Antes de entrar al tema de esta noche quiero, en primer lugar, expresar mi gratitud con motivo del programa de la semana pasada, y luego hacer una pequeña aclaratoria sobre una pregunta que me han estado formulando en estos días.
Las gracias las doy a todos los que colaboraron en aquel programa: a los invitados de mi partido y de otros partidos que gustosamente quisieron celebrar con nosotros un nuevo aniversario de «Actualidad Política»; a Hilarión Cardozo, que improvisó de animador, y al público televidente que ha sido tan consecuente con nosotros. Por cierto que la ocasión sirvió para calibrar la sintonía, y encontramos que muchos órganos de prensa se ocuparon de él: unos para criticarlo, otros para elogiarlo, lo cual ya de por sí constituye un éxito de publicidad.
Quiero dar las gracias también, de una manera muy sincera y muy cordial, a los trabajadores de televisión de Radio Caracas que me han estado acompañando en la salida de «Actualidad Política»: a los camarógrafos, a los locutores, a los directores y, en general, a todos los trabajadores que con espíritu cordial y amplio han participado, si no en la confección, por lo menos en la salida del programa.
Hoy me voy a referir a un problema importante desde el punto de vista social y político, y de mucha actualidad: el de los trabajadores al servicio del Estado. Tengo la impresión de que la dificultad de muchos aspectos prácticos del mismo y los intereses políticos que se mezclan a los planteamientos de carácter social y jurídico producen una natural desorientación que todos deberíamos tratar de ayudar a disminuir.
Origen del problema
La verdad es que es complejo este problema, que fue de los primeros que se plantearon después de promulgada la Ley del Trabajo de 1936: ¿Qué hacer con los trabajadores al servicio del Estado? Desde el principio afloraron dos tesis: la de ampararlos en la mayor medida posible dentro de la legislación del trabajo, y la de dejarlos fuera, en forma radical, por ver envuelta allí una cuestión de prestigio y de autoridad para el Poder Público. En muchas ocasiones se discutió, se llevaron casos ante los Tribunales del Trabajo, se debatieron opiniones. Diversas fórmulas trataron de lograrse, y en 1944, en el Congreso, en la reforma parcial de la Ley del Trabajo que quedó promulgada en 1945, se adoptó ésta: «No estarán sometidos a las disposiciones de esta Ley y de su reglamentación los miembros de cuerpos armados ni los funcionarios o empleados públicos. Los obreros al servicio de la Nación, de los Estados y las Municipalidades quedarán protegidos, mientras sean objeto de legislación especial, por las disposiciones de esta Ley y de su reglamentación en cuanto sean aplicables –el proyecto del artículo decía «compatibles» y al copiarlo alguien se equivocó y cambió el vocablo– con la índole de los servicios que se prestan y con las exigencias de la Administración Pública» (artículo 6º de la Ley del Trabajo).
Esta fue la fórmula transaccional a que llegamos en la Comisión del Trabajo de la Cámara de Diputados –de la que entonces formaba parte– para reemplazar la presentada por el Ejecutivo, que era la de que cuando se enganchara a una persona en virtud de nombramiento, o siempre que no se obrara en forma similar a la contratación del personal de empresas privadas, el trabajador de un ente público estaría fuera de la Ley del Trabajo.
Quedó, pues, un principio: el de que los miembros de cuerpos armados (desde luego éstos quedan regidos por leyes y reglamentos especiales) y los funcionarios y empleados públicos no estarían comprendidos dentro de la Ley del Trabajo. Suponemos, desde luego, que éstos deben ser objeto de una legislación adecuada, que tanto estamos deseando y a la que estamos comprometidos los partidos de la coalición por el programa mínimo elaborado en virtud del Pacto de Puntofijo: la Ley de Carrera Administrativa. Ahora, los obreros al servicio de los entes públicos están protegidos, cubiertos por las disposiciones de la Ley del Trabajo, en cuanto sean compatibles con la índole del servicio que prestan y con las exigencias de la Administración Pública. Es decir, aquellas disposiciones protectoras que sean incompatibles con las exigencias de la Administración Pública o con la índole de esos servicios, no pueden aplicárseles, pero, en general todas las demás sí. En virtud de esta norma hemos sostenido y obtenido en la Corte Federal, durante el propio régimen pasado, el que se reconozca el pago de la indemnización de antigüedad a mecánicos al servicio del Ministerio de Agricultura y Cría, o a choferes al servicio de la Administración nombrados por oficio y que habían prestado juramento, pero en quienes la Corte reconoció que prevalecía el carácter manual de sus labores y por tanto la procedente aplicación de la legislación del trabajo.
Sindicalización y huelga
Yo he sostenido y lo creo firmemente, que entre esos derechos que les están atribuidos está el de sindicalización. Agruparse en sindicatos es uno de los derechos más característicos que la Ley del Trabajo garantiza, lo cual no significa que necesariamente el formar sindicatos lleve consigo la facultad de declararse en huelga. Declararse en huelga y constituir un sindicato son dos derechos que van frecuentemente juntos, pero que pueden estar separados. El sindicato no es necesariamente un mecanismo para organizar huelgas, sino que puede tener otro campo de acción para lograr sus finalidades de protección a los trabajadores. Para no dar sino un ejemplo, pero de mucho bulto, recordemos que en la Unión Soviética hay sindicatos y no están permitidas las huelgas. De modo que ante la realidad hay que admitir el hecho de que puede existir una organización sindical muy amplia y hasta comprender millones de trabajadores, sin que el recurso a la huelga esté en juego.
Ahora, en relación al mismo derecho de huelga pienso lo siguiente: el que se permita o no deriva más de la naturaleza del servicio que se presta que de la persona a quien se presta. Puede haber servicios públicos indispensables para la vida colectiva que no se prestan directamente al Estado ni a un organismo de derecho público sino a entidades particulares; y viceversa: puede haber servicios que se presten al Estado o a los entes de Derecho Público y que son análogos en su cumplimiento y en su naturaleza a los que se prestan a personas privadas. De allí proviene, precisamente, la necesidad de establecer distinciones, para que el derecho ni se convierta en un exceso que ponga en peligro las instituciones, ni se menoscabe en forma tal que justifique legítimas protestas de los trabajadores.
Yo pienso, por ejemplo, que la huelga de los ascensoristas de un Ministerio puede significar en un momento dado la interrupción del funcionamiento del Ministerio mismo. Un ministro que tenga que subir al piso 24, por ejemplo, evidentemente no puede estar subiendo y bajando por las escaleras. El funcionamiento del Despacho supone ciertos accesorios inmediatos. No podría admitirse –sin grave daño de la autoridad y del orden público, inherente a la esencia del Estado– el que se interrumpa un servicio cuyo funcionamiento es indispensable para que el mismo poder público continúe existiendo.
Pero, en cambio, hay una serie de actividades a cargo de trabajadores al servicio del Estado y de los entes públicos, en las cuales –reconocido el derecho de huelga para los trabajadores en general cuando prestan servicios a empresas privadas– hay que reconocer lógicamente el derecho de huelga para estos trabajadores que prestan servicios a las personas morales de Derecho Público. Una cosa es la conveniencia de la huelga en sí y la oportunidad de la misma. En este aspecto, estamos de acuerdo en que valdría la pena un diálogo fecundo entre los dirigentes de la opinión y los trabajadores de Venezuela para evitar una epidemia de huelgas que podría convertirse en grave daño para la estructura democrática, para la estabilidad de las instituciones y para la vida económica del país; pero todo esto a base de negociación, de persuasión y entendimiento, que es el mejor camino para lograr los fines que en este campo se deben obtener.
Anarquía de la línea seguida
Hay una tremenda anarquía en la línea seguida por los entes públicos frente a los trabajadores a su servicio. No desde ahora; desde el primer momento. En un estudio que se hizo a la ligera, el año pasado o a principios de este año, sobre las prestaciones concedidas por los distintos organismos públicos, aparecía que algunos organismos concedían en sus contratos colectivos un 30% de recargo para las horas extraordinarias; otros se sometían al 25% establecido como mínimo por la Ley del Trabajo; otros lo elevaban al 60%, y otros pagaban al 120%. Viendo esto se siente la necesidad de que la Administración Pública trace normas más claras y mantenga una actitud general respecto de todos sus trabajadores. No es aconsejable una actitud discriminatoria, determinada por razones circunstanciales: que porque un ministro, en un momento dado, porque tenga más tolerancia, o mayor simpatía, o mayor disposición, o disponga de más dinero en la ejecución del presupuesto, o sea menor el número de trabajadores al servicio de su Ministerio, concedió ventajas más amplias, en tanto que otro, porque no pudo, o no dispuso de la partida suficiente, o porque no quiso, no reconoció ni siquiera un pequeño porcentaje de esas mismas ventajas.
Hay que buscar, sin duda, una nivelación. Esa nivelación no excluye el trato diferencial de algunos trabajadores ocupados en actividades diferentes pero que por la propia naturaleza de sus servicios tengan derecho a un trato especial; pero hay que orientar la política de la Administración hacia la fijación de líneas claras que no dependan de la mayor o menor simpatía de determinado funcionario hacia determinada corriente o líder sindical, o de determinada circunstancia política fortuita, sino de una actitud consecuente que muestre al Poder Público como una persona correcta en su trato con los trabajadores.
Hay una aspiración que ha constituido el deseo más hondo, tanto de los trabajadores como de los patronos: la de que el Estado, en sus relaciones con los trabajadores, asuma una actitud cónsona con las cargas que echa legalmente sobre las empresas privadas. Es inconcebible que un Estado que legisla para establecer obligaciones, gravosas pero necesarias desde el punto de vista social, a los empresarios particulares, busque subterfugios para eludir esas obligaciones cuando puede y debe asumirlas limpiamente. Es inconcebible, además, el que en las relaciones obrero-patronales el Estado no dé el mejor ejemplo. Y en este aspecto creo que los reclamos de los trabajadores muchas veces tienen razón, y es necesario darles la parte de razón que contienen cuando es necesario tener firmeza para negarles la parte que se considere infundada.
Este punto de la equivalencia de las obligaciones del Estado y los particulares en materia social fue planteado en la Constituyente de 1947. Nuestra Fracción, por boca del representante Lorenzo Fernández, propuso que se incluyera en la Constitución una norma que decía lo siguiente: «Un Estatuto especial, dictado por el Poder Legislativo, regirá las relaciones entre la Nación, los Estados y las Municipalidades, y los trabajadores al servicio de aquellas entidades. En dicho Estatuto se establecerán las normas de ingreso a la Administración, ascenso, traslado, suspensión y retiro, y se acogerán las disposiciones que protejan a los trabajadores de empresas privadas en cuanto sean aplicables y compatibles con la índole de los servicios que prestan y con las exigencias del interés público».
Aunque se decidió que la norma no debía incluirse en la Constitución, ella, evidentemente, está en el espíritu de todos; sólo que ese espíritu, en el curso de los hechos, no se ha acogido suficientemente en la línea seguida por la Administración en general (sin poner a la Administración signos ni denominaciones determinadas). En los Institutos Autónomos se presenta la mayor confusión. En algunos, como el Banco Obrero o la Línea Aeropostal Venezolana, todos los trabajadores, con excepción de la Junta Directiva, están amparados por las disposiciones de la Ley del Trabajo. En cambio, hay Institutos Autónomos cuyo propio Decreto de creación expresó que todos sus trabajadores se consideraban funcionarios o empleados públicos, y por lo tanto, excluidos de la protección laboral. Esto no es conveniente.
Urgente un estado de conciencia
Estamos convencidos de la necesidad o, diríamos mejor, de la urgencia de que se cree definitivamente un estado de conciencia para llevar a su legítimo plano las relaciones entre los entes públicos y los trabajadores. Por un lado, es necesario que los entes públicos den buen ejemplo: que no nieguen a sus servidores todos aquellos derechos que se imponen a los patronos particulares y que no sean incompatibles con la marcha de la Administración. Por otro lado, es necesario que los trabajadores al servicio del Estado (y esto debemos decirlo con entera claridad) no se beneficien de la idea de que servirle al Estado o a los entes de Derecho Público es adquirir un privilegio para trabajar lo menos posible y de que no le nieguen al pueblo, representado a través de los organismos del Gobierno y de los Institutos Autónomos, el trabajo que tendrían que aportarle a cualquier empresario particular.
Restablecer el clima de entendimiento entre ambas partes nos parece de una necesidad esencial; y pensamos que si se llega a un principio básico de entendimiento, y si se ve en ambas partes el deseo sincero de buscarle solución a los conflictos y no agravarlos indebidamente, podemos llegar al análisis de cuestiones tan delicadas como la del aumento de salarios para los trabajadores al servicio de los entes públicos.
Nosotros pensamos que un aumento indiscriminado de salarios no es compatible con la situación económica que atraviesa el país; pero que es inaplazable un reajuste y revaloración de los salarios para corregir aquellos casos en que exista evidente injusticia. Hay muchos modestísimos trabajadores al servicio del Estado cuyos salarios están en proporción sensiblemente igual o muy poco diferente de la que tenían hace años, y que durante este tiempo otros salarios, otras remuneraciones han tenido aumentos sustanciales. Una persona que fue ministro hace diez o quince años, me decía, por ejemplo –y le concedo razón–: «cuando yo era ministro ganaba cuatro mil bolívares de sueldo y mi portero ganaba cuatrocientos. Hoy, el sueldo de un ministro, por las necesidades, por el mismo desarrollo del costo de la vida y de las circunstancias, ha subido a más del doble, y aquel portero gana todavía 500 o 600 bolívares».
Es evidente la necesidad de una actitud seria, sincera, de reajuste. Es urgente. No es lo mismo esto que un simple aumento general de los salarios, que no parecería justificado en una circunstancia en la cual los gastos nacionales han tenido que reducirse y quizá tengan que reducirse más aún; y por otra parte, no todas las ventajas que pueden obtenerse son exclusivamente mensurables en un aumento de salarios. Hay otras ventajas de tipo social cuya obtención por los trabajadores compensaría posiblemente, y quizá con creces, una relativa estabilización de los salarios en aquellos casos en que no se los pueda subir.
Presencia de factores políticos
La circunstancia se complica, evidentemente, por los factores políticos que se mezclan en esta cuestión. No podemos ser ciegos y negar que la actitud de oposición del Partido Comunista, con la vitalidad que tiene, con la intensa y constante actividad que realiza en todas partes, pone especial interés en demostrar que cuando él apoya un gobierno este puede imponer disminuciones de salarios, aumentos de jornada y negación de conflictos colectivos, y se buscan pretextos, razones, propagandas para justificarlo; pero que cuando él está en contra de un gobierno, no hay solución posible que él convenga, sino que siempre reclamará el máximo para que quede sin satisfacer. Ello, dentro del sistema de unidad sindical, plantea una situación mucho más difícil, porque cuando el líder comunista pide más de lo que es posible obtener el resultado ante el concepto de aquellos trabajadores que no pueden discriminar suficientemente, es que lo que se logró fue porque aquel líder lo pidió, y lo que no se obtuvo se perdió porque los otros, o quienes representan sus fuerzas, no quisieron concederlo.
En un régimen de pluralidad sindical, la situación sería distinta, porque cuando hay diversos sindicatos, el trabajador tiene la experiencia inmediata de saber que no es el sindicato que más pide el que le conviene, sino el que más obtiene, y entonces se puede calibrar cuál es el que efectivamente obtiene para él mayores beneficios. En un régimen de unidad sindical se requiere evidentemente un reajuste de tácticas, un planteamiento serio de las situaciones para que pueda encontrarse un camino que no conduzca a la desorientación dentro del campo sindical, que no es muy diferente, al fin y al cabo, tratándose de servidores públicos o de servidores privados. La asociación progresiva de los servidores de los entes públicos es un hecho reconocido e inevitable. El problema es orientarlo de modo que pueda conducir a resultados positivos.
En estos momentos parece recrudecerse en el país una serie de planteamientos de tipo social, y da la impresión de faltar el diálogo indispensable con los trabajadores. Es muy peligroso que un gobierno democrático, surgido de las fuerzas populares, a las que representa, aparezca como colocado en la barricada de enfrente ante las aspiraciones de los trabajadores. Es necesario tirar el puente y pasarlo. Es necesario restablecer el contacto, recordar a los trabajadores que el gobierno son ellos mismos, que ellos mismos le dieron nacimiento y que son ellos los primeros en proclamar, cuando han estado en peligro las instituciones democráticas, la necesidad de sostenerlo. Ese diálogo fecundo, ese acercamiento, ese análisis de las cuestiones, y sobre todo, su resolución rápida y eficaz, nos parece, en estas circunstancias actuales, de una necesidad ineludible. En el restablecimiento de la confianza puede no poco lo que allí se haga, y todo esfuerzo para ello sería pequeño ante el fin perseguido: el de lograr que los trabajadores y el gobierno restablezcan plenamente la convicción de que sus intereses concurren, de que son uno mismo, de que no hay intereses contrarios, sino un solo y gran interés de la nación y del pueblo que es necesario salvar y defender.
Algunas personas se me han acercado a preguntarme si la posición nuestra respecto de las relaciones con la Unión Soviética ha cambiado después del comunicado sobre la reunión del Consejo Directivo Nacional de Acción Democrática. No veo por qué razón debía cambiar. El Consejo Directivo Nacional de Acción Democrática ha expresado su opinión. Nosotros hemos expresado la nuestra. Si hubiera una discrepancia de fondo, ella no sería suficiente motivo para desconocer o para abandonar los motivos y las razones que hemos sostenido. Pero en el comunicado de Acción Democrática hemos leído que se deben establecer las relaciones cuando convenga al interés nacional. Nosotros hemos dicho que no consideramos convenientes dichas relaciones en estos momentos, porque las creemos contrarias al interés nacional. Al fin y al cabo, cada uno tiene su manera de ver las cosas; pero esto indica, una vez más, que de hecho se puede coincidir partiendo desde posiciones diferentes.
Esta aclaratoria la hago para satisfacción de amigos que me han preguntado, y de algún comentario de prensa también muy respetable que observaba que yo no había hecho ningún pronunciamiento al respecto después de publicada la posición de Acción Democrática. A un diario de esta ciudad, que me lo preguntó, le dije que no había nada que rectificar, que la posición estaba firme. Y esto dio motivo a una nueva información, como si hubiera sido iniciativa nuestra. En el fondo no hay sino el mantenimiento de una posición. Línea nuestra ha sido el que cuando tomamos una posición es porque la hemos meditado y el que solemos ser firmes en las actitudes que adoptamos. No creo que haya necesidad de decir más nada sobre este particular.
Buenas noches.