¿Cómo dominar la insurrección?
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 27 de octubre de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión, y tomada de su publicación el domingo 30 en el diario La Esfera.
Está terminando una semana muy difícil. Más difícil, en muchos aspectos, que las otras crisis que ha vivido el país después de la liberación. Los pronunciamientos cuartelarios, con excepción del de 7 de septiembre del 58, no habían llegado al estallido de la violencia. Este ha sido más prolongado y, al mismo tiempo, ha repercutido más gravemente dentro de la vida nacional. La siembra de violencia, la siembra de rencor ha dado su fruto.
El fruto de una propaganda
Hay vidas perdidas. Venezolanos que debían haber sido útiles para la gran empresa que tenemos por delante, han quedado en el camino, como millares de compatriotas quedaron a lo largo de nuestra historia en las escaramuzas de la guerra civil.
Si algún pueblo tiene experiencia de revoluciones y de guerras civiles es el pueblo venezolano. Durante más de un siglo estuvimos consumiendo en esas aventuras todo lo mejor de nuestro espíritu y de nuestra juventud. El saldo negativo de vidas y de bienes y, sobre todo, el saldo negativo de ideales, de ilusiones malogradas a través de ensayos tumultuarios que no hicieron sino implantar caudillos arbitrarios en el gobierno del país, constituyen el mejor argumento que tenemos quienes hemos dado pruebas de sinceridad al defender el sistema constitucional.
Los destrozos produjeron, además, gran intranquilidad, una intranquilidad que ya empieza a calmarse. Y se pregunta la gente, ¿cuál es el remedio para ese mal, para ese grave mal que fue anunciado y estimulado por predicaciones abiertas a las que nos hemos referido con anterioridad?; ¿cuáles son los medios con que Venezuela debe hacer frente a una amenaza cuya gravedad está patente para poder salvar esta experiencia histórica y ganar rumbo firme hacia un mejor destino para el pueblo?
La fuerza es remedio parcial. La sola fuerza –ya lo sabemos– no constituye solución satisfactoria para hondos problemas nacionales. Comprendemos que ante la violencia la autoridad no tenga otro remedio que usar de la violencia. Pero es necesario que los venezolanos, y no el gobierno, los venezolanos que forman en los diversos órdenes de la vida colectiva, se pregunten cuál es la participación que deben dar para vencer definitivamente, para extirpar la amenaza de guerra civil que se proclama con aires de profecía por quienes deberían pensar mejor en su tremenda responsabilidad.
Sin duda, la violencia tiende a veces a peligrosos excesos, que es necesario conjurar; pero esa violencia se desencadena, precisamente, porque empieza a ejercerse deliberadamente, con el deseo o la intención de provocar excesos que puedan conducir a más graves acontecimientos. Una cosa es una manifestación pacífica; otra cosa es una manifestación tumultuaria. Se lanzan piedras a la policía; se preparan botellas «molotov» para quemar automóviles, y hasta parece ser que en las acciones revolucionarias, el nombre de Molotov pierde toda otra significación, hasta en el campo de la política internacional, para quedar como el único saldo y testimonio de un camino de destrucción, de un camino de negatividad dolorosamente arrasador.
Peligrosas contradicciones
La provocación ha sido deliberada y sistemática. Y es forzoso reconocer que, en medio de todas las circunstancias, por lo menos durante los primeros días, las fuerzas enviadas a repeler tumultos tuvieron el más extraordinario cuidado para impedir que sucediera lo que se estaba buscando de manera visible y abierta. Después, lejos de contenerse los sucesos, se fueron presentando con la característica típica de hechos coordinados, en un sector y en otro, mediante una verdadera guerra de guerrillas, para mantener en intranquilidad y zozobra todo el aparato colectivo.
Ha habido una guerra de guerrillas. Se tiene la impresión de que los acontecimientos hubieran hecho abortar una maquinación organizada, que quién sabe en qué momento o en qué forma debía presentarse con carácter definitivo. Los grupos armados, entrenados, dirigidos, la resistencia –que no podría explicarse por un simple estallido del alma popular– han constituido un hecho patente en la actual situación. El pretexto: la detención de los autores de un documento que constituía, según la apreciación de las autoridades, una instigación a la violencia, un llamado a la insurrección, llamado que, por cierto, fue respondido positivamente por los acontecimientos de toda esta semana. Pero lo curioso es que los mismos que se lanzaron a la calle por aquella medida son los que reprochan al gobierno no aplicarle el paredón a los conspiradores; son los mismos que consideran que el gobierno ha sido demasiado suave, que ha tenido demasiada lenidad con hombres que están detenidos desde hace largos meses o que han sido extrañados del país, a los que no se ha seguido juicio porque las pruebas son difíciles de recaudar pero que han sido señalados como responsables de hechos o de planes para derrocar por la fuerza el gobierno legítimo del país.
Y esta es una de las graves contradicciones que estamos presenciando en el momento nacional. Se solicita que se abandone toda moderación y todo camino legal para reprimir a los conspiradores, a los que tratan de derrocar violentamente el gobierno constitucional; pero se exalta, se aplaude y se trata de elevar el rango de mérito insustituible el reclamar violencia, insurrección o mecanismos para derribar por la fuerza el mismo gobierno cuando es por gente que sirve determinadas ideas, o que se orienta en determinado sentido, o que trajina determinados cauces.
Nosotros en eso hemos sido muy claros. En la Convención Nacional de COPEI, celebrada en abril, anunciamos que estaríamos contra todo golpe de fuerza, ya fuera de derecha o de izquierda, contra todo intento de subvertir por la violencia el orden jurídico establecido por la voluntad del pueblo. No creemos que el actual gobierno sea perfecto. No creemos que nuestras instituciones y leyes estén definitivamente logradas en el camino de la profunda transformación social de Venezuela; pero creemos que el camino de la paz y la renuncia a la violencia son instrumentos indispensables para lograr positivas conquistas en beneficio del pueblo.
Es deber de todos
Ahora, frente a esto, la gran mayoría, la mayoría pacífica de padres de familia que envían sus hijos a los colegios o a las universidades con la inquietud de que puedan ser objeto de atropellos, de que puedan ser envueltos por la ola de la violencia; los trabajadores que salen a su trabajo con la angustia de que se les impida por la fuerza; los modestos choferes que han comprado con gran dificultad un automóvil y lo están pagando, y no saben si van a encontrar en una calle cualquiera a uno de estos agentes irresponsables de la anarquía que convierta, por medio de una botella de gasolina, en humo y en cenizas el fruto de su esfuerzo y el instrumento con el cual gana el pan de su familia; los comerciantes, grandes o chicos, que debatiéndose entre las difíciles circunstancias de la recesión económica están tratando de mantener el desarrollo de su actividad y no saben cuándo va a llegar el tumulto y las piedras a romper sus vidrieras y los saqueadores a aprovecharse del desorden para apoderarse de lo suyo y para impedirle trabajar, toda esta gente ¿qué piensa?
Toda esta gente se pregunta, sin duda, qué contribución pueden y deben dar para impedir definitivamente que se siga perturbando, a través de minorías audaces, la vida de Venezuela. Hay allí una responsabilidad que tenemos que señalar a todos. El padre de familia que con su corazón encogido sabe que sus hijos arrostran un peligro al marchar a cumplir su deber estudiantil porque pueden ser agredidos por quienes violentamente les quieren imponer la suspensión de clases para servir a determinada consigna política, ese padre tiene con la patria, con él mismo y con sus propios hijos, el deber de enviarlos al colegio o a la universidad, de mantenerlos firmes en el cumplimiento de su deber y no de replegarlos al seno del hogar a esperar qué pasa; porque ese «qué pasa», si todos no asumimos la parte de responsabilidad que nos incumbe, podría ser perder definitivamente, en el día de mañana, en manos de unos cuantos audaces, todos nuestros derechos y todas nuestras prerrogativas ciudadanas.
Así, pues, cada uno tiene un profundo deber que cumplir. Las mayorías estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela y de las otras universidades del país están dando un gran ejemplo en el momento actual, y demostrando que no es el estudiantado de Venezuela el que desea el mantener en clima de agitación permanente, de zozobra y de terror la vida de los venezolanos; que no es el estudiantado de Venezuela el que se propone el derrocamiento del gobierno para sustituirlo por sistemas más gratos a determinadas posiciones filosóficas; que el estudiantado, en su mayoría, quiere su universidad, y no quiere verla convertida en instrumento de pasiones y de rencores. Quiere su universidad y aspira a encontrar en ella siempre el Alma Mater, abierta y generosa, donde todas las ideas puedan expresarse, donde todas las corrientes puedan debatir, pero donde haya respeto para el pensamiento y para la dignidad del ser humano.
Allí está un gran ejemplo. Un gran ejemplo que nos hace pensar en que si todos, en los colegios profesionales, en las organizaciones culturales, en los sindicatos de trabajadores, en las corporaciones de diversa índole, estamos en disposición de cumplir nuestro deber, quedará al descubierto que son grupos minoritarios –aunque compactos, organizados y agresivos– los que quieren romper definitivamente el equilibrio que estamos sosteniendo.
Cada uno tiene su deber, y ese deber hay que cumplirlo. Si ese deber se cumple, entonces la fuerza no será necesaria y tendrá que discurrir por sus cauces propios y legítimos. Y no daremos la oportunidad que se da a los excesos que se suelen competer en todas partes cuando los recursos de la violencia sustituyen a los recursos de la juridicidad. Porque, es cierto: cuando hechos como los que hemos visto en esta semana en el área metropolitana de Caracas se repiten en una comunidad cualquiera, entonces quienes usan la fuerza para repelerlos pueden incurrir en excesos, y a su sombra se pueden infiltrar pasiones, rencores y vehemencias. Y para el ciudadano que objetivamente contempla y analiza la situación con que se enfrenta, se hace difícil distinguir, porque los mismos calificativos se oponen al acto legítimo de la autoridad para restablecer el orden jurídico como al exceso en que se incurra para satisfacer venganzas o pasiones. Se usan los mismos adjetivos, las mismas calificaciones, se presentan las mismas reacciones. Y esto conduce, dolorosamente, a una confusión en el ánimo público, y a la imposibilidad en que quienes tenemos siempre por delante la preocupación de la dignidad del ser humano, la preocupación de que se cumpla y se mantenga siempre el orden jurídico, nos hallamos para distinguir censurar, impedir legítimamente aquellos excesos, que en ninguna forma estamos dispuestos a auspiciar.
El papel de las Fuerzas Armadas
Se han sucedido muchas y graves cosas en estos días en el área metropolitana de Caracas y en alguno que otro lugar de Venezuela; graves cosas que nos hacen pensar en si es que se ha perdido la razón o, por lo menos, si es que se ha perdido la memoria. Se han realizado actos de provocación que deliberada y confesamente tienden a buscar que las Fuerzas Armadas se salgan de su cauce normal y se lancen por la aventura golpista. La tesis de la insurrección se presenta en dos formas: la insurrección directa, o la insurrección por carambola: provocar un estado de cosas que instigue e incite a las Fuerzas Armadas a volver a las viejas andadas y asumir posiciones rectoras en la vida del país, para entonces provocar, contra el gobierno militar que se establezca, un movimiento de tipo insurreccional.
Debemos decir aquí que las Fuerzas Armadas han tenido y tienen en este momento histórico de Venezuela una gran oportunidad: la de demostrar, como lo están demostrando, su voluntad firme de respaldar el orden constitucional. Sin incurrir en excesos, sin aceptar los requerimientos que se le hacen mediante las provocaciones más variadas, las Fuerzas Armadas deben en este momento dar la prueba definitiva, la prueba formal y decisiva de que ellas son en la nueva conciencia nacional un elemento genuinamente institucional, cuyo poder y cuya acción está al servicio de las autoridades legítimas, y tienen suficiente convicción para menospreciar los llamados sinuosos que desde uno y otro lugar se le hacen.
Pacificación de los espíritus
En este momento, los que deseamos y hemos proclamado la paz –la paz fecunda como norma de convicción–, los que no podemos ver en esos muchachos liceístas y universitarios que, envenenados por ideas y por sistemas, llena la cabeza de fantasías, han servido de instrumento a perversas maniobras, los que no podemos ver en ellos sino el corazón bueno y genuino del pueblo venezolano, la disposición juvenil para realizar y cumplir una gran tarea al servicio del país, no podemos desear que el odio se siga apoderando de los espíritus, que se siga envenenando las almas, que se siga estableciendo un estado de cosas que conduciría necesariamente a la destrucción de una fuerza o de otra.
Nosotros queremos la pacificación de los espíritus. Y dentro de esa pacificación, creemos que hay cauce para la discusión. Hemos manifestado respeto por las ideas ajenas, y por ello queremos que en Venezuela no se viva ambiente de carnicería, sino que se viva ambiente de trabajo y de discusión civilizada. Pero pensamos que la pacificación supone como requisito indispensable dos elementos, dos elementos básicos: uno, la renuncia a la violencia como sistema de ordenación política, el reconocimiento de que sólo la lucha democrática, dentro de sus cauces establecidos por las leyes, es la que puede servir de expresión de las ideas y de vehículo de las aspiraciones políticas; y, por otra parte, el desarme físico, el desarme de los grupos, de las brigadas, de las milicias armadas que constituyen una triste y angustiosa expresión del actual momento venezolano.
Esta contienda de estos días ha servido para poner de presente cuántas armas están por allí regadas, en manos que las recibieron no para defender principios sino para acometer y destruir en el momento en que fuere necesario. Nosotros aspiramos al reconocimiento unánime, por parte de todas las fuerzas, de que la legitimidad del gobierno exige el mantenimiento del orden jurídico; de que hay que renunciar a la violencia como sistema de acción; de que hay que despejar de amenazas el porvenir de la vida venezolana y de que hay que pacificar a los ciudadanos para que pueda cumplirse una acción positiva.
Sabemos que la situación económica es grave. En el Comunicado de COPEI lo hemos dicho. Reclamamos medidas urgentes para abrir fuentes de trabajo que tiendan a remediar graves dolencias que a nuestro pueblo aquejan. Pensamos en la necesidad de una acción; pero señalamos que mientras más hechos de violencia se susciten, la situación económica se hace peor; que las iniciativas se dificultan, la recuperación de la confianza se hace mucho más ardua.
Invitamos, pues, a todos los venezolanos de buena voluntad a formar ese bloque compacto de que habla el comunicado de COPEI; a compactar voluntades, a compactar fuerzas; a no dejarnos quitar la libertad conquistada por todos; a no dejarnos arrebatar nuestro derecho a vivir en paz, a trabajar y a construir; a no dejarnos robar esta patria que hemos rescatado de sus muchos dolores; a no volver a caer en pasadas experiencias.
Vamos a defender principios. Vamos a ponernos de acuerdo para la defensa de esos principios. Porque, no es lanzando muchachos al irrespeto y a la siembra de zozobra como podremos construir nada positivo. Por ese camino han llegado sólo los dictadores: los que se rasgan sus vestiduras ante cualquier atropello, y cuando asumen el poder es para enviar al paredón a los que no estén de acuerdo con sus principios, para cercenar toda expresión de pensamiento que no les sea conforme, para liquidar los partidos, para arrasar con toda resistencia que no esté de acuerdo con sus dogmas.
Los venezolanos tenemos por delante un panorama duro y difícil, pero que se nos ha abierto después de fuerte y tenaz lucha cívica. Y ese panorama, al fin y al cabo, nos dice, para el optimismo y para el futuro, que si nos ponemos de acuerdo y echamos a andar juntos, no se perderá en nuestras manos la patria que surgió limpia y pura el 23 de enero de 1958.
Buenas noches.