Amenazas de guerra civil

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 3 de noviembre de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión, y tomada de su publicación el domingo 6 en el diario La Esfera.

El acto del pasado martes en la plaza de El Silencio dejó un saldo francamente positivo en la vida política venezolana. No era un acto partidista, ni tampoco un episodio de beligerancia política. Auspiciado por dirigentes de la Confederación de Trabajadores de Venezuela y por la Federación de Campesinos, la intervención del Presidente de la República no fue con el carácter de dirigente de un partido, sino con el de representante de la estabilidad institucional venezolana. La gente obtuvo del acto del martes, fundamentalmente, este resultado: por una parte, la evidencia de que el gobierno no está desasistido del respaldo del pueblo; no hay lucha entre gobierno y pueblo; hay, quizás, discrepancias políticas; hay sectores populares que han sido llevados a acciones no cónsonas con el respeto al orden constitucional y democrático; pero hay grandes sectores, cuya presencia mayoritaria fue un verdadero estímulo, que comprenden, interpretan y respaldan con su presencia activa la gestión del gobierno nacional. Pero, además, la gente encontró en la dirección del gobierno la ratificación de una línea, expresada no sólo en el discurso del jefe del Estado, sino en los planteamientos hechos por los dirigentes obreros y campesinos y en la respuesta emocionadamente favorable de los densos sectores populares que estaban dando con su presencia testimonio vivo de fe en las instituciones democráticas.

Análisis de lo anterior

Tanto ha sido lo positivo de la jornada que a veces parece como si pudiera olvidarse lo anterior, como si se hubiera tratado de un episodio baladí, o como si las consideraciones de que había en germen un movimiento de tipo insurreccional hubieran sido juicio precipitado, aprensiones infundadas o una especie de pesadilla en que las palabras se hubieran suplantado a los hechos.

En el debate realizado el miércoles en la Cámara de Diputados, prolongado hasta horas de la madrugada, nos venía a flor de labios una expresión que modifica la que oímos una vez de un profesor de Derecho Penal acerca del delito de rebelión: un tumulto triunfante es una insurrección, una insurrección fracasada es un tumulto. En efecto, para los oradores que pudiéramos creer más comprometidos en los difíciles y duros sucesos que conmovieron la capital de la República la semana anterior, lo que había ocurrido era un tumulto. Si fue una insurrección, habría que calificarla de otro modo, porque estaba definitivamente fracasada. Y hasta hubo el alegato, un tanto jaquetón –para usar una palabra tan usada en la lucha política venezolana– de decir que determinado sector, al que se imputaba la responsabilidad de los hechos, podía invocar como testimonio de su no intervención el mismo fracaso, porque ellos sabían hacer estas cosas mucho mejor, con lo que el diputado Gonzalo Barrios, en un aspecto sutil e irónico de su intervención parlamentaria, recordaba el caso de un célebre falsificador –venezolano, no para orgullo nuestro– que al ser sorprendido en Estados Unidos en una falsificación de billetes dijo que tales billetes no los había hecho él porque él los hacía mucho mejores.

Aún se habla de guerra civil

Habíamos tenido la sensación de que se olvidaba todo lo anterior. Hasta nos pusimos a revisar, por si lo habíamos leído mal, un documento aparecido la semana pasada y auspiciado por un grupo político legalizado, en el cual se estampaba la siguiente frase: «la tesis del gobierno de integración nacional que propone URD es quizás el último intento de una salida pacífica a la grave situación que sacude el país, presentada por una de las fuerzas progresistas que actúan en nuestro escenario político. El gobierno está conduciendo a la nación a la catástrofe y la está lanzando velozmente a una guerra civil».

Hemos tenido que releer la frase porque se nos hacía confuso su recuerdo ante la nueva calificación de los hechos. Pero al releerla, hemos visto en la prensa de hoy que un alto jerarca del Partido Comunista, en un importante diario de esta ciudad, vuelve a usar (y bajo el rubro «Después de El Silencio») una expresión muy grave, en que se repiten las mismas palabras sobre guerra civil. «La perspectiva –dice– que traza el presidente Betancourt es la de la guerra civil». Se presenta el argumento y se dice que «la única manera de asegurar la estabilidad democrática» es la de aceptar el pacto, la tesis o el diálogo –con el nombre que se quiera presentar–, el entendimiento con determinadas fuerzas que militan ardientemente en la oposición. «Aquí no habrá estabilidad democrática –se dice– sin un entendimiento con los sectores más consecuentemente democráticos». Y se afirma que es «la única manera de evitar la guerra civil, a la cual se nos quiere llevar, como consecuencia de la represión policial y de la utilización de bandas armadas al servicio de determinadas parcialidades políticas para acallar opositores».

Lo más preocupante de esto, al decir que «Betancourt y los líderes de Acción Democrática que lo acompañan, COPEI y otros elementos de la derecha civil y militar, llegan, en una fingida ingenuidad a decirle al país que lo más conveniente es que todo permanezca igual, que vamos por buen camino, que por lo tanto no se necesita ninguna modificación» (interpretando nuestra posición falsamente, por lo menos en lo que a las declaraciones de COPEI se refiere) es que se llega a invocar –circunstancia por cierto harto sospechosa– la adhesión de «grandes sectores, densos núcleos ciudadanos, civiles y militares» a la nueva tesis que sostienen. Es decir, una invocación al apoyo político de sectores militares que en labios de cualquiera otra parcialidad política habría motivado, para quienes suscriben esta afirmación, la más encendida de las protestas.

Se habla, pues, de guerra civil. Se amenaza al país con una guerra civil. No valen los argumentos de la historia. No valen las repetidas observaciones de que por el campo de la guerra civil anduvimos los venezolanos detrás de las más bellas banderas, una y otra vez, durante los días duros de nuestra historia republicana. Nada de esto vale ante la tesis de un partido político cuya vocación de poder aparecía aminorada en años anteriores, lo que le disponía a la transacción con el orden democrático, como situación transitoria, mientras la correlación de fuerzas se alteraba, y que hoy se siente ya mucho más cerca, mucho más alentado para invocar la violencia como camino para transformar la estructura del país, para modificar los cuadros del gobierno y para establecer su propia y peculiar revolución.

Esto comenzó a observarse en la línea del Partido Comunista después que sus más altos dirigentes regresaron de China. Se ha comentado –y esto guarda armonía con informaciones de carácter mundial– que es la línea china más radical que la línea soviética en cuanto rechaza la tesis de la coexistencia pacífica, y que los chinos, que llegaron al poder después de una larga y sangrienta guerra civil (aquel es un país donde millones de muertos no se notan) han alentado despertar la vocación insurreccional de los sectores afines para tratar de preparar en esta forma el ascenso al gobierno.

Hemos observado muchas veces cómo, en una forma u otra, el consuelo que se nos da desde ciertos sectores es que todavía la correlación de fuerzas no está suficientemente madura para la insurrección. Es como una espada de Damocles: nos falta un poco todavía. Recordábamos el discurso de uno de los oradores de un mitin realizado hace algunos meses en el Nuevo Circo de Caracas, en que decía de un modo pintoresco, haciendo pensar que a lo mejor esa misma noche, al cabo de media hora o de una hora, iba a venir la insurrección: «En este momento, a las once de la noche, no existen todavía las condiciones para la insurrección».

Ni retaliación, ni apaciguamiento

Yo creo que los venezolanos tenemos el deber, no sólo los que están en el gobierno, sino también los que militan en todos los otros sectores sociales, de meditar acerca de esta amenaza latente, que nos obliga a decir lo siguiente: no queremos retaliación, pero no consideramos conveniente el apaciguamiento. Ni venganzas, ni transacciones. El país ha respirado porque ha visto una línea, y sobre todo porque ha visto que esa línea no se traza solamente desde arriba, sino que tiene una ancha respuesta desde abajo.

En este sentido, es necesario considerar que si estamos atravesando difíciles circunstancias económicas, que si la crisis política no ha sido vencida definitivamente, que si las críticas que hemos hecho al gobierno en sus aspectos políticos administrativos y económicos están en pie, ello no puede llevarnos a perder la perspectiva y a ignorar que hay un peligro inmediato y continuo, que trata de aprovechar todas las posibles debilidades y todas las circunstancias coadyuvantes, para llevar a Venezuela al terreno de la violencia; para implantar la guerra civil, lo que significa algo todavía más duro de lo que la guerra internacional ha significado para los pueblos: el odio, la muerte, la agresión armada e irreconciliable entre grupos de venezolanos.

Hace algunos años conversaba en la ciudad de Londres con un eminente español, Don Carlos Pi Suñer, quien había vivido los días difíciles y duros de la guerra civil y a quien había tocado después la tremenda experiencia de la guerra mundial. Me decía Don Carlos cómo en los sótanos de Londres, durmiendo hacinado en las estaciones del subterráneo, sintiendo la alarma de las sirenas y el ruido de los Stukas alemanes que llegaban cargados de bombas y no se sabía a quién iban a matar y qué iban a arrasar cada noche, no había sufrido tanto como sufrió en España en los días de la guerra civil. «Una guerra internacional –me decía– es algo diferente. Allí se encuentra el espectáculo de un pueblo unido, compacto en la defensa de lo suyo. En la guerra civil, es la sospecha recíproca, es el hermano contra el hermano, es el familiar contra el familiar, es el condiscípulo contra el condiscípulo, es la delación, es la muerte que por todas partes acecha».

No hay nada en el mundo tan espantoso como una guerra civil. Y es necesario no olvidarlo ahora, cuando el peligro inminente parece haber pasado y cuando la población respira con un sentimiento mayor de seguridad. Es necesario no olvidar ahora que hay empresarios de la guerra civil que están metiendo en los cerebros de muchos muchachos la idea de jugar otra vez a la violencia la suerte de Venezuela.

Las circunstancias económicas podrían coadyuvar a una prédica de esta naturaleza. Pero debemos repetir la observación: los incidentes de la semana trágica no fueron de origen social y económico, no fueron la expresión de una desesperación de grupos que padecen los efectos de una injusta organización social, fueron, especial y fundamentalmente, acontecimientos políticos provocados por juventudes políticas, manejadas, entrenadas, preparadas durante varias semanas anteriores de manifestaciones sucesivas y que, al recibir la consigna, simultáneamente se movilizaron a tratar de inflamar en los sectores depauperados el sentimiento de la violencia.

Es necesario presentar frente a estos hechos una gran movilización de los espíritus. Es necesario no perder la actitud firme y compacta del alerta. Cada uno debe sentir el deber que tiene que cumplir para ganar definitivamente esta hora de Venezuela.

La posición cubana

El mitin de El Silencio está lleno de lecciones. Debe haber impresionado mucho, por ejemplo, la respuesta airada de los trabajadores frente a la actual posición cubana. Ningún pueblo ha estado más cerca de Cuba y de su revolución, no ha habido una actitud más unánime en un país de América a favor de aquel movimiento, que los de Venezuela. Sin embargo, la jornada del martes en El Silencio indica que una transformación se ha operado en el sentimiento colectivo. Y es porque el gobierno de Cuba, lanzado por el camino de fomentar una alianza (que no puede traer nada bueno para el continente latinoamericano) con el bloque soviético, se lanzó también por el de preferir, dentro de Venezuela, a una amistad decorosa, condicionada y responsable de todos los sectores venezolanos, la adhesión incondicional y sectaria de determinados grupos que siguen y obedecen ciegamente sus consignas.

Tengo aquí el diario «Revolución» de La Habana, que en titulares a todo lo ancho de la cabecera de su primera plana habla de «la feroz represión del gobierno en toda Venezuela». Este es un diario oficial del gobierno cubano, órgano del Movimiento 26 de julio. Y ese Movimiento y el Partido Comunista convocaron a un acto en La Habana el sábado pasado contra el gobierno venezolano y contra el orden jurídico que aquí se está defendiendo. Y fue una respuesta espontánea y clamorosa, bastante elocuente, por cierto, la del pueblo de Venezuela, no sólo la de los oradores, sino la de la masa que repletó la plaza de El Silencio, cuando se planteó la diferencia entre la situación venezolana y la situación cubana.

Aquí el pueblo ya se incorporó

Es necesario observar estos hechos con ánimo objetivo y sacar conclusiones positivas. En Venezuela, la tesis de la guerra civil y de la insurrección no tiene ningún fundamento. Cuando el pueblo está ausente de la vida pública y se le cierran todos los canales, puede entenderse que recurra a mecanismos de violencia para ejercer su derecho de intervención. En Venezuela, el pueblo está en las más altas esferas del poder. Los dirigentes sindicales y campesinos más queridos y respetados de todos los sectores laborales de Venezuela son senadores y diputados y altos dirigentes de los principales partidos políticos. En Venezuela, el pueblo hace tiempo que se incorporó a la decisión de sus destinos. Aquí no hay barreras entre estratos sociales. Aquí se acabaron hace tiempo las desigualdades humanas. Aquí el pueblo sabe que sus hijos van a la universidad por derecho propio y que en la universidad no encuentran hostilidad sino respeto y consideración. Aquí el más humilde obrero sabe que su propio hijo, todos los que están junto a él, y sus compañeros de clase, pueden aspirar a sentarse en el más alto solio, sin que ningún poder humano ni ningún estrato social sea capaz de impedírselo.

Y el pueblo sabe, sí, que estamos atravesando una situación económica difícil. Es COPEI el que lo ha dicho en los términos más claros y más concretos. Hemos criticado muchos aspectos de la política oficial; pero el pueblo sabe que el remedio no está en la violencia. Que cada jornada de violencia trae un empeoramiento de las circunstancias sociales y económicas. Que el camino de la libertad, de la lucha civilizada, de la conquista, a través de la democracia, de las grandes reivindicaciones populares, es el verdadero camino.

Esa posición, en la cual el gobierno está firme en su línea y el pueblo dispuesto a respaldarlo, se vio en la plaza de El Silencio el martes y puede ser el elemento definitivo para conquistar la confianza. La confianza que, seguimos diciéndolo, es el ingrediente esencial que necesitamos.

Fracasarán los empresarios de la guerra civil. Fracasarán los profetas del cataclismo y la violencia. El buen sentido de los venezolanos se impondrá, porque con ese buen sentido están la experiencia aleccionadora de la historia y el corazón bien puesto para respaldar con una actitud decidida las convicciones que no se esconden, sino que se proclaman, porque corresponden al interés nacional.

Buenas noches.