La democracia es un instrumento para que nuestros países puedan salir del subdesarrollo
Palabras de Rafael Caldera en el coloquio «La Democracia en América Latina», organizado por el Instituto de Altos Estudios de América Latina de la Universidad Simón Bolívar en Caracas, en el que participaron trece expresidentes latinoamericanos, el 8 de marzo de 1979.
Abrigo algún temor que ojalá resulte totalmente infundado, de que este coloquio pueda ser interpretado como una especie de enjuiciamiento de la democracia. Como si el documento que sirve de base a estas conversaciones constituye una especie de acto de cargos y como si los trece ex presidentes aquí reunidos pretendiéramos constituir un jurado para decir si la democracia es inocente o culpable.
Por cierto que el número 13, quiero advertirlo, a pesar de la superstición que es un hecho psico-social tan vigente en este país como en cualquier otro de nuestros pueblos, en Venezuela, en la esfera política, no reviste necesariamente un signo desfavorable. Hay una coincidencia muy extraña: los dos partidos políticos que en la Venezuela contemporánea han logrado fortuna y han conquistado el poder, sin proponérnoslo los fundadores fueron creados en día 13. Acción Democrática, el 13 de septiembre y el Partido Social-Cristiano COPEI, el 13 de enero. De manera que el número no reviste, dentro de la vida política venezolana, un acento negativo.
Yo creo realmente que no tenemos derecho a juzgar a la democracia, sino que es la democracia la que tiene derecho, y a fe mía que lo ejerce con bastante frecuencia, de juzgarnos a nosotros.
Tuvimos hombres de distintas generaciones, de distintas corrientes políticas y de países que se encuentran hoy en circunstancias diversas, el alto honor de merecer la confianza popular para ejercer el gobierno y esa honra constituye para nosotros una imprescriptible obligación. La obligación de creer en el pueblo, en el pueblo que nos eligió y la obligación de defender y sostener la libertad, a través de la cual nos formamos y mediante la cual recibimos el encargo incomparable de representar nuestras naciones.
Yo quisiera afirmar, como algo que me parece que pudiera ser una de las conclusiones fundamentales de este coloquio, un postulado en el cual creo con fe de carbonero: el pueblo cree en la democracia. Nuestros pueblos creen en la democracia. Nuestros pueblos aman la libertad. Y privados de ella y suspendida la vigencia de las instituciones durante un tiempo, a veces demasiado largo, su tendencia firme, voluntaria, recia, es a reconquistar la libertad. No como objetivo supremo, pero sí como instrumento indispensable para poder luchar por la conquista de otros bienes.
Quisiera afirmar algo más: a mi entender y creo que debería ser esta una convicción bastante generalizada, los pueblos, nuestros pueblos no son los culpables de que la democracia se encuentre en un momento difícil en la América Latina. Son más culpables las élites, o gran parte de ella. No creo que sería un buen camino el de pensar que si la democracia aparece naufragante en algunos de nuestros más adelantados y cultos países, ello debemos atribuirlo al subdesarrollo, a la incultura, a la ignorancia, a toda esa sarta de acusaciones que la sociología pesimista lanzó a través de los años sobre nuestra gente. La más humilde, la menos ilustrada, la que posiblemente carezca hasta de lo esencial para una vida humana, nos da lecciones admirables de convicción política, de fe en la libertad, de adhesión a sus partidos y como decía esta mañana el presidente de la UNDE, tiene muchos héroes anónimos, que no siempre están en los rangos de la dirigencia, sino que con frecuencia están en la militancia de base. La más abnegada, la más firme, la más constante, la más persuadida de que defender sus principios es afirmar su propia personalidad y la personalidad nacional.
El coloquio habla de frustraciones y expectativas de la democracia y yo quiero formular el voto más encendido para que salgamos todos persuadidos y transmitamos esa persuasión a la gente que está pendiente de nosotros, que por grandes que sean las frustraciones, las expectativas continúan vigentes. Los pueblos siguen esperando, siguen confiando, siguen deseando, que a través de la libertad y de las instituciones de la democracia, de la tan calumniada democracia formal o democracia política, se pueda llegar efectivamente a la conquista de una democracia económica y de una democracia social.
El mismo hecho de que estemos reunidos aquí, a mi modo de ver constituye un elemento auspicioso que define el sentido de nuestro coloquio. Estamos reunidos aquí porque felizmente en Venezuela está vigente la democracia, la imperfecta democracia, la incompleta democracia, la censurada y a veces calumniada democracia, pero la democracia que admite el pluralismo ideológico, el pluralismo político, que se esfuerza en garantizar los derechos humanos fundamentales y que se siente muy regocijada en este instante porque va a presenciar una vez más el cambio de manos del poder de un partido de gobierno a un partido opositor, de un Presidente a otro Presidente que ha sido adversario político.
Y al intervenir esta mañana, yo quisiera insistir en esto, en el signo optimista que deberíamos arrancar de nuestro encuentro. Considero que sería grave, negativo y maligno el que de una reunión de gente tan calificada y tan obligada para con sus respectivos compatriotas, pudiera salir algún acento pesimista.
Se critica, criticamos todos constantemente la democracia. Pero la democracia con todas sus culpas, probablemente los magnifica ella misma a través del debate. Es un elemento de su propia existencia, de su propia esencia. Y muchas de las culpas que le atribuimos, a mi modo de ver son culpas de la sociedad moderna, son culpas de un modo de ser latinoamericano que no hemos llegado a superar, si es que nos referimos a los ámbitos de nuestro hemisferio.
A mí me parece que nuestro primer deber, al combatir, al discutir, al analizar, al quejarnos amargamente de las metas que no pudimos alcanzar o de las realizaciones que no hemos podido lograr, es que jamás debemos olvidar que hay algo fundamental, y es algo en lo que podemos coincidir todos, provenientes de diversos estratos filosóficos, provenientes de distintas corrientes políticas, actores de episodios muy diversos: todos tenemos el deber de preservar ese elemento fundamental que es la libertad y que nuestros propios pueblos saben apreciar tanto o más que nosotros.
En Venezuela –voy a referirme casi obligado al caso de mi país–, quizás el elemento fundamental que ha podido ayudarnos a vencer los graves escollos de más de veinte años de esta nueva experiencia democrática, ha sido precisamente el del recuerdo de una amarga experiencia. Venezuela no puede dar lecciones a ninguna de sus hermanas de América Latina; pero quizás sí la lección del sufrimiento, del fracaso, de la larga y tenebrosa noche de las tiranías, que después de las jornadas memorables de la independencia, sepultaron y atrasaron y condenaron a nuestro país a ocupar uno de los más bajos niveles en la vida política del continente y del mundo.
Los hombres de diversas generaciones que participamos en la construcción de esta nueva institucionalidad democrática, nos formamos todos dentro de una de las más largas y férreas dictaduras que ha habido en la historia de América Latina. Pero después recaímos en la misma enfermedad. Y fue quizás la recaída la que nos dio la gran lección: la lección que nos hizo superar viejas diferencias, superar enconadas pasiones, y sin renunciar ninguno a su propia actitud y a sus propias convicciones, hacer un esfuerzo común para que la democracia existiera.
Redactamos una Constitución en la cual nos esforzamos en combinar el idealismo fundamental con la realidad, con el sentido pragmático que nos daba la experiencia. Fue una Constitución redactada con una afluencia grande de profesores y de intelectuales, pero con una integración fundamental de políticos prácticos, todos los cuales habían sufrido la persecución, la cárcel, el exilio.
Y este tener presente las recaídas que antes sufrimos y los males que antes hubimos de afrontar, creo que es un elemento en el cual podemos insistir, porque modestamente nos sentimos con el derecho de recomendar a nuestros amigos dirigentes, muy elevados de todos los países hermanos, el recordar que está en juego la libertad y que una vez que la libertad se pierde hay un largo camino para reconquistarla.
La dictadura dentro de la cual nacimos y nos formamos, según comentaristas que se afanan ahora por ennoblecerla –un poco como los jóvenes soviéticos se empeñan de nuevo en idealizar a Stalin y a menospreciar el esfuerzo realizado por Nikita Kruschew para liberalizar un poco las instituciones–, con el servicio de hombres de los más brillantes en la historia de nuestra cultura, una constelación de escritores, de historiadores, de poetas, de literatos, les sirvió de elemento ornamental a aquella dictadura. Cuando ella concluyó, el país tenía un 63,7 % de analfabetismo y creo que esta cifra tan alta fue superada en la hermana República Dominicana, cuando veinticinco años más tarde terminaba otra dictadura, que según la propaganda se afanaba de ser una de las más progresistas, una de las más constructivas, en la historia del hemisferio. Para una población de tres millones y medio de habitantes, había 137.126 estudiantes de primaria. Para una población cuatro veces mayor, tenemos ahora dos millones y cuarto de estudiantes de primaria, lo que representa dieciséis veces el número anterior.
Traer muchas cifras es quizás innecesario, pero valdría la pena recordar que aquel gobierno tan fuerte, tan largo, tan continuo, que contó con la presencia y cooperación activa de hombres a los cuales rendimos homenaje, merecido homenaje, todos los días en las academias y en las universidades y en nuestras publicaciones, dejó apenas 1.500 estudiantes universitarios contra 257.644 que había para el año 1975-76. Es decir, que la cifra estaba multiplicada por un coeficiente de 228, mientras la población había aumentado cuatro veces. En el caso de la salud, la comparación es de 3.653 camas en hospitales contra 35.867. Y como se ha afirmado históricamente que el dictador se especializó en la obra material y en la construcción de carreteras, quizás valga la pena recordar que dejó construidos 2.671 kilómetros, de los cuales el diez por ciento pavimentados, y que hoy tenemos 50.854 kilómetros con el cuarenta por ciento pavimentados.
No hemos logrado los objetivos nacionales, pero yo me pregunto realmente, ¿hay alguna fundamentación en los hechos históricos para poder decirle a la América Latina que prescindiendo de la libertad y de la democracia puede lograr sus objetivos fundamentales: el bienestar de sus pueblos, una mejor distribución de los bienes, un progreso en cualquiera de los órdenes, en el de la cultura, en el de la construcción de las realidades materiales?
La experiencia nuestra fue y es realmente para nosotros una lección tan profunda, que lo único que sentimos, que tenemos que hacer, es recordarle a las nuevas generaciones que no tienen idea ni pueden imaginar lo que ocurrió en los años duros del terror sistematizado, de la supresión de los derechos fundamentales, de la negación de los objetivos que debían inspirar la vida del país.
Yo pienso que muchos países de América Latina, en diversas épocas y en diversas circunstancias podrían reproducir argumentos semejantes. Y en cuanto a nuevas fórmulas que mediante la supresión de las libertades pretenden lograr la consecución de objetivos esenciales para la vida social, me atormenta siempre esta pregunta: ¿por qué si lo han logrado, existe ese afán en negar, en suprimir hasta por los medios más crueles e inhumanos, el derecho a discutir, el derecho a replicar, el derecho a analizar en el terreno de la controversia, la obra hecha y la obra prometida? ¿Por qué la Unión Soviética, uno de los principales países del mundo, después de más de 60 años de revolución, con varias generaciones indoctrinadas en un solo pensamiento y en un solo sistema, se estremece cada vez que un disidente se atreve por allá a lanzar una idea contraria y a poner en duda los beneficios efectivos de la revolución? ¿Es que acaso la libertad es tan poderosa que basta que alguno se atreva a ejercerla para que los poderes más férreos se estremezcan? Al fin y al cabo debemos reconocerle a la democracia que asume el riesgo, que responde al reto, y admite que todos los días y a todos los niveles se la cuestione, se la discuta, se le analice, se la ponga frente a la pared, se la coloque en el banquillo, y es la voluntad del pueblo la que al fin y al cabo la defiende, a veces contra sus propios voceros y contra sus propios patrocinantes.
Esto de la libertad y de la democracia es algo tan impresionante que, a mi modo de ver el fenómeno del euro-comunismo, que tanto se analiza y tanto se discute, implica, sea cual fuere el juicio que se le aplique, la aceptación de que los pueblos aman la libertad y el pluralismo. Ya sea un cambio sincero y profundo dentro de una ideología recia y ortodoxa; ya sea una manifestación de una estrategia que anda buscando caminos y cuya sinceridad es cuestión de muchas controversias, el hecho fundamental es que los partidos comunistas más fuertes de Europa se sienten en la necesidad de decirle a sus pueblos que en caso de llegar al poder van a mantener la libertad y el respeto a la expresión de las otras corrientes políticas.
Y ese mismo fenómeno se observa en otros países, se observa en América Latina. Movimientos muy radicales de la extrema izquierda en nuestro país, por ejemplo, hacen todos los días énfasis en que defienden los postulados democráticos de la Constitución, en que están dispuestos a respetar las libertades esenciales, en que están dispuestos a rendir acatamiento al pluralismo político.
Advierto que tuve una experiencia quizás de las más importantes de mi vida en mi período de gobierno, a través de medidas de gracia que la Constitución atribuye al Jefe del Estado y aplicadas en una forma prudente, de acuerdo con el estudio de cada caso, devolvieron a la vida legal a las personalidades más destacadas de las distintas corrientes políticas que se hallaban en el camino de la violencia. No se les pidió nada. Se partió de la convicción de que estaban dispuestos a regresar a la lucha política dentro de los cauces constitucionales, y se observó que no hubieran sido responsables individualmente de hechos criminales que hubieran podido comprometerlos y que afectaran a otras personalidades.
Debo decir hoy, con profunda satisfacción, que transcurrió mi período de gobierno y ha transcurrido un período posterior, y hasta este momento ninguno de los venezolanos que fueron objeto de medidas de gracia por mi administración, ha sido sorprendido en el ejercicio, en la reiniciación de nuevas acciones de violencia. Salieron a combatir al gobierno, a combatirlo muchas veces en forma despiadada, y yo considero injusta. A combatirlo, hasta por la necesidad de que sus antiguos compañeros no creyeran que había habido de su parte alguna especie de negociación ilícita para recibir la libertad. Están en el frente del combate político, pero todos a través de organizaciones que fueron legalizadas en el período de gobierno anterior y que participan de una manera activa en el Congreso y en la vida política de Venezuela.
La libertad es algo tan fundamental que muchas veces recibimos la mejor lección de ella, no sólo de los líderes sindicales, que pudiera decirse que por la importancia que han adquirido en cierta manera están vinculados al estatus, sino por los sectores marginales, y los hemos visto todos en la reciente campaña electoral voceando las consignas de sus partidos, librando intensamente emoción ante la afirmación de sus convicciones, y sobre todo profundamente penetrados del valor absoluto e inmenso que tiene el ejercicio de la libertad.
Hay quienes nos dicen, y en ocasiones cada vez más frecuentes, «ustedes tienen libertad porque tienen petróleo». Yo me he atrevido a responder y creo estar en lo cierto, por lo menos en gran parte, que nosotros tenemos libertad y democracia a pesar del petróleo. El petróleo le trae a Venezuela muchos beneficios, pero también engendra muchos problemas. No voy a quejarme de que la Providencia nos haya dado inagotables yacimientos a través de los cuales podemos motorizar nuestra vida y aspirar a la transformación del país. Pero el petróleo significa entre otras cosas, para plantear el lado adverso, un factor de inflación que si no se administra con mucha eficacia y con mucha prudencia, desquicia a toda la economía; un factor de corrupción que pone al alcance de las estructuras morales no muy sólidas la tentación de enriquecimiento fabuloso; un factor de indiferencia por el facilismo a que lleva la consecución de los recursos financieros; un factor de consumismo que estimula el gasto fácil e infecundo, en vez de estimular el esfuerzo creador, el esfuerzo constructivo.
Por otra parte, no debemos olvidar nunca que el petróleo no le ofrece empleo estable sino a menos del medio por ciento de la población activa de Venezuela, y el otro noventa y nueve y medio por ciento se siente con legítimo derecho a reclamar que esa riqueza del país se convierta para él en la posibilidad de una vida razonablemente remuneradora.
El café le da ocupación y razón de vida permanente en Colombia a centenares de miles de familias. El azúcar permite también a través del empleo, la subsistencia de un gran número de personas de unidades familiares. El petróleo plantea a los gobernantes de Venezuela, por una parte, una tentación muy grande de apartarse de los caminos de la honradez y de la rectitud, y por otra parte una dificultad muy grande para armonizar esa riqueza fácil, esa circulación monetaria, con las necesidades de un sólido desarrollo agrícola, de la creación efectiva del trabajo y de la preparación del país para el momento en que esa riqueza desaparezca.
Se le observan a la democracia infinitos defectos, por ejemplo, la inflación. Pero yo me pregunto, ¿es la inflación producto de la democracia o producto de circunstancias que escapan a la naturaleza misma del régimen? Las políticas anti-inflacionarias aplicadas con mano fuerte en algunos de los países hermanos, no han dado ningún resultado sino el de empobrecer más a los que ya eran bastante pobres. La primera medida anti-inflacionaria que a los especialistas, un poco desprendidos de la realidad social se les ocurre, es la de congelar salarios, mientras los precios de las mercancías que con esos salarios se van a adquirir suben de una manera indetenible.
¿Es que acaso la corrupción es fruto de la democracia? Yo creo que la democracia, frente a la corrupción, por lo menos permite analizarla y denunciarla, y que la corrupción en los regímenes de fuerza se mantiene a la vista del público, pero sin que pueda pronunciarse una palabra, sin que pueda intentarse siquiera algún proceso de corrección.
Es cierto que crece la burocracia como crecen todos nuestros países, porque el problema del desempleo es grave y porque la industrialización en nuestro tiempo no ofrece las posibilidades de ocupación que ofreció la industria manufacturera en los primeros tiempos de la revolución industrial. Esto lo hemos repetido muchas veces. La industria es cada vez más capital intensivo y cada vez menos trabajo intensivo, cada vez requiere una inversión mayor y da la oportunidad para colocar algunos técnicos a niveles muy altos, pero no ofrece la posibilidad de tener grandes masas de obreros como se tuvieron en el mundo industrializado en el comienzo de la transformación económica.
La ineficacia es un defecto de la democracia, pero la observación de los sustitutivos no ofrece grandes alicientes. En verdad creo que la ineficiencia, la ineficacia, que es culpa individual o brutal de algunos dirigentes o de algunos sectores, es en general producto de un estado social en el que no hemos llegado todavía a organizarnos en una forma debida, a realizar una preparación y una formación para obtener el rendimiento.
Yo creo, pues, para no hacerme demasiado largo, que los vicios que se atribuyen a la democracia, y que la propia democracia denuncia, no son exclusivos de ella, sino que más bien ella abre una esperanza para que se puedan combatir. Y hago una observación en cuanto a la debilidad, a la crisis de autoridad, una observación que estoy seguro que los señores expresidentes compartirán conmigo: los pueblos, que son la sustancia de la democracia, no son inclinados a respaldar a los gobiernos débiles, reclaman una autoridad que sea capaz de establecer el orden y de mantenerlo, y de contener la ola de violencia y combatir los desajustes sociales. Es quizás un error de perspectiva el que algunas veces a todos nos conmueve o nos equivoca, este error de pensar que las simpatías populares las hemos de ganar permitiendo que se abran los cauces del desorden y de la anarquía. Los pueblos no toleran la anarquía, y las dictaduras que han surgido en algunos países de América demuestran que más bien los pueblos están dispuestos a aceptar cualquier tiranía, por dura que ella sea, ante la imposibilidad de vivir permanentemente en un clima de anarquía y de desorden.
Los problemas de desarrollo son los que corresponderían esta mañana, y desde luego, cada uno de nosotros debe tener una concepción del desarrollo que no necesariamente ha de coincidir. En gran parte, el pensamiento de cada uno debe matizar la fórmula que para el desarrollo propone, pero creo que todos estamos de acuerdo en que no es desarrollo aumentar los renglones de producción, creando algunas grandes empresas, sino que el desarrollo tiene que tener como objetivo la participación de la comunidad, la incorporación de los sectores marginales, la presencia de todo el pueblo en la vida económica y social.
Algunos hablan del desarrollo logrado por países que están sujetos a regímenes autoritarios, porque se crean nuevas centrales hidroeléctricas, porque se establecen algunas siderúrgicas, porque se desarrollan algunas industrias del Estado, y ni siquiera han comenzado por establecer cuál es el modelo de desarrollo que a los países latinoamericanos corresponde. Porque pareciera que se considera que desarrollarse es imitar a destiempo y en circunstancias muy distintas el proceso de revolución industrial que sufrieron los países hoy industrializados, sin que ellos, que obtuvieron a través de ese proceso grandes beneficios, sean la muestra de la felicidad, el bienestar y la justicia que a todos nos corresponde.
Yo me atrevo a formular ante tan calificado auditorio esta afirmación, ante quienes creen que la democracia es un lujo de los países desarrollados: debemos sostener que la democracia es un instrumento para que nuestros países puedan salir del subdesarrollo.
Nos dolió profundamente cuando supimos que una personalidad como Arnold Toynbee haya dicho que creía que los países latinoamericanos no podían obtener el desarrollo mientras conservaran o mientras pretendieran la democracia. La experiencia nuestra es la de que las posibilidades del desarrollo, en toda su amplitud como programa económico y social, más cerca está de una sociedad democrática, pluralista, en la que se debatan a fondo los problemas, en la que se trate de lograr una participación mayor de todos los sectores en las decisiones que hay que tomar, que a través de mecanismos de fuerza, que la mayor parte de las veces sólo significan un retroceso o por lo menos un estancamiento en la vida de nuestros países.
Yo pienso, señores expresidentes, que cuando se habla de que el péndulo de la democracia se ha ido hacia las formas autocráticas en nuestra América Latina, que el péndulo está de regreso. Creo que hay numerosos indicios de que la vuelta hacia la democracia es querida, es deseada, es necesitada por nuestros pueblos y comienza a ser admitida por los propios personeros del poder.
Creo que debemos decir una palabra de aliento a esos pueblos que sujetos contra su voluntad a situaciones que no emanan de ellos. Quizás están esperando, convencidos de que esta reunión nuestra los anime a mantener encendida la luz de la esperanza, los anime a tener fe en que las instituciones políticas pueden restablecerse, para a través de ellas tratar de lograr una verdadera democracia económica y social.
Debemos dar fórmula a mediano, corto y largo plazo, sin que yo pretenda por esto, de acuerdo con las cifras del presidente Figueres, de que estemos trabajando para un millón de años. Nos conformaríamos con poder establecer una perspectiva que nos haga sentir que cuando termine el siglo XX y empiece después el año 2000, la América Latina se presente integrada democráticamente a través del pluralismo que ofrecerá fórmulas diversas para los diversos países, pero con una voluntad clara y definida de progreso político, moral, económico y social.
Yo creo que la democracia vive en toda la América Latina, y en aquellos países donde existe, en medio de dificultades, existe por la voluntad de sus pueblos. Porque el milagro democrático en países como Colombia, como Venezuela, como Costa Rica, como la República Dominicana, como en los otros países que en medio de imperfecciones se esfuerzan en conservar la vigencia de la libertad, de los partidos políticos, de la participación del pueblo en la elección de sus gobernantes, se debe más que todo a los pueblos, a la paciencia de los pueblos, a la confianza de los pueblos, a la fe de los pueblos, más que a la habilidad y a la capacidad de los dirigentes que muchas veces nos equivocamos e incurrimos en graves errores.
Pero eso sí, de aquí tiene que salir ese manifiesto, diciéndole también a los pueblos que donde la democracia política está en vigor y donde va a restablecerse, no va a quedarse inmóvil, mirando hacia el pasado. Tiene que renovarse, renovar su pensamiento, sus estructuras, entrar a fondo a los problemas de la realidad social, buscar la justicia distributiva de una manera eficaz, tratando de plasmar el ideal en una realidad activa, en una realidad eficaz.
Yo pienso, señor Rector y señor Director, que un grupo tan singular de responsables políticos en la vida de América Latina, algunos todavía en plena lucha, otros quizás mirando desde una altura el panorama pero sin desvincularse jamás de la realidad de sus países, puede trasmitir un mensaje que le devuelva a todo nuestro continente la confianza en sí mismo, que lo defienda contra el daño que tal vez le hemos hecho nosotros mismos, cuando en el ejercicio de la democracia nos hemos empeñado en arrancarle sus esperanzas. Un mensaje que les devuelva la convicción de que en América va a reinar la libertad, se va a garantizar fundamentalmente los derechos humanos y se va a requerir el concurso de todos para lograr un nuevo destino.
Esto lo veo yo con una claridad meridiana y es lo que con toda ingenuidad he querido trasmitir ante ustedes. Creo que estamos en la obligación, en el deber de decir a nuestros pueblos que seguimos confiando en ellos y que ellos pueden confiar en que todos, cada uno dentro de nuestro camino, seguiremos trabajando y luchando para conquistar a través de la libertad, una vida para ellos, una vida mejor y más justa.
Muchas gracias.