Eduqué a Rafael Antonio para que fuera presidente y supiera gobernar sin mandar
90 años de la madre de Rafael Caldera: entrevista para el diario El Nacional realizada por Rosana Ordóñez, fotos García Solís, 26 de mayo de 1977.
A los 90 años –y hoy los celebra junto a sus hijos, nietos y bisnietos– María Eva Rodríguez de Liscano, madre del expresidente Rafael Caldera Rodríguez, se considera una mujer feliz. Porque como ella revela puede seguir hablando libremente de su tema favorito: la política. Porque supo educar a su hijo Rafael Antonio «para que pudiera gobernar a Venezuela sin mandar». Y porque se casó con el único hombre de quien se enamoró: el magistrado Tomás Liscano. En su casa de Los Chorros sigue cuidando de sus plantas y admite que aprecia al expresidente Rómulo Betancourt por cuanto siempre ha considerado a su hijo Rafael Antonio como un hombre valioso.
- Antes, los ricos comían lo mismo que los pobres y en el interior la gente vivía mejor que en Caracas.
- Me preocupaba que Rafael Antonio era muy flaquito y ahora me preocupa que está muy gordo.
- Creo en la democracia y detesto la dictadura y el libertinaje.
- Aprecio a Rómulo Betancourt, porque admite que mi hijo es muy valioso.
«Ese general Gómez me daba mucha rabia, porque trataba a la gente a fuetazos. Por eso eduqué a Rafael Antonio para que fuera presidente y supiera gobernar sin mandar».
Doña María Eva Rodríguez de Liscano, tía y madre adoptiva del expresidente Rafael Caldera y viuda del doctor Tomás Liscano, cumple hoy 90 años de edad, hablando de sus temas preferidos: la política, el matrimonio, las plantas y Rafael Antonio.
Las casas de los viejos tienen un encanto especial. Están llenas de retratos, de plantas y objetos que atesoran recuerdos. Allí el tiempo parece detenerse. El ambiente invita a la charla amena que doña María Eva sabe mantener.
—Este florero me lo regaló Liscano cuando celebramos las bodas de plata. Esta jaulita me la obsequiaron unos cubanos que me quieren mucho. Esta vajilla me costó cinco mil bolívares en aquella época, pero no me atrevo a usarla, porque ¡si se me rompe un plato me voy a morir de la rabia!
Así, con los objetos llegan los recuerdos, las anécdotas, los ratos de alegría. También de tristeza. Describe la inmensa felicidad que le han proporcionado los éxitos del niño a quien adoptó a los once meses de la muerte repentina de su hermana. También habla de los ratos tristes. La muerte de Liscano, el hombre con quien fue completamente feliz durante veintisiete años.
—Y eso que antes no se conocía eso del beso. Ahora todo el mundo se besuquea y se ha perdido el encanto. Yo no besé a mi marido hasta después que me casé con él.
Nunca tuvieron hijos y la presencia de Rafael fue una gran alegría. Formaron un hogar y se encargaron de que siempre hubiese muchos niños allí.
—Los muchachos tienen que estar con muchachos, porque con la gente vieja se aburren. Aquí siempre había niños para que Rafael Antonio no estuviera solo. No pasaba lo que ocurre ahora: que los ricos comen una cosa y los pobres otra. Antes en todas las casas se comía asado y sancocho o gallina. Había mucho espacio y la gente era bienvenida. Pero ahora, ¡válgame Dios!, hasta los niños crecen presos en los apartamentos. Además, los pobres vivían en Caracas y los ricos en el interior, porque Venezuela adentro todo el mundo tenía una tierrita y no faltaba buena comida en las casas.
Y en esa Venezuela tan distinta a la de ahora crecía Rafael Caldera, entre el afecto de sus padres adoptivos, quienes se preocupaban por su formación.
—De Rafael no tengo ni siquiera un cuento malo que echarles. Ese muchacho era buenísimo. Nunca alzó la voz. Le molestaba que me enojara y jamás me rompió nada. Lo único que me preocupaba era que fue muy flaquito y mire cómo es la vida: ahora me preocupa que está muy gordo.
—¿Su hijo pasó una época en que imitaba a Carlos Gardel, porque yo vi una foto donde se peinaba como el artista?
—¡Ay, mija, si en esa época todos estaban locos con Gardel! Todos lo imitaban y las mujeres se derretían. Yo no, porque a mí esas cosas nunca me han gustado. Además tuve la suerte de que me casé con el único hombre de quien me enamoré.
Ese hombre de quien doña María Eva hablaba con tanto afecto, Tomás Liscano, fue individuo de número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, presidente del Congreso Nacional, Magistrado de la Corte Federal y de Casación y presidente del estado Falcón.
Cuando Liscano muere, en marzo de 1951, su esposa no vuelve a bailar. Ni siquiera puede hacerlo cuando sus nietos le piden que dance en una fiesta infantil. El baile la unía al esposo amoroso. A su muerte decide mantener luto y abandonar la danza.
Pero no todos son ratos tristes. Hay tres momentos que doña María Eva recuerda con especial entusiasmo. El día del nacimiento de Rafael Antonio, el segundo de los hijos de su hermana, semanas antes de su boda; el de su matrimonio; y, el tercero, que recuerda con especial afecto, fue el día en que supo que Caldera había sido electo presidente por el voto popular.
—Ese día sembré este árbol de magnolia. Recuerdo que habíamos pasado muchas horas de angustia, porque las computadoras no daban los resultados. Cuando oficialmente se conoció que Rafael Antonio era Presidente, planté este árbol en el jardín de la casa. Hoy, precisamente, tiene una magnolia.
Inmediatamente corta la flor y nos la obsequia
—Quiero agradecerles la visita –dice–. No la huelan de cerca porque se pone morada. Luego recorre el jardín. Va mostrando todas las plantas.
—A ésta le digo Jesús Soto porque no es más que un montón de palitos que se mueven. Esta es oreja de camello y hasta es peludita. Aquí está el camarón. La de aquí me la trajo Rafael Antonio. Los malabares no se dan bien en Los Chorros. A mí me encantan las plantas, y… la política.
La madre del doctor Caldera confiesa que recibió «pescozones» de pequeña por dos motivos: siempre hacía las cosas demasiado aprisa y rompía lo que llevaba en la mano. Además, hablaba demasiado de política.
—Todavía hoy me apasiona y lo único que me da rabia es que hablen de Rafael. Si supieras que a veces me provoca tener una ametralladora y traca-traca-traca… ¡ay! como que estoy hablando mucho, pero bueno, ese es un lujo que nos podemos dar los viejos.
Vuelve a recordar la época del general Gómez: para ella fue muy lamentable. No se podía hablar y todos tenían miedo. La democracia se convierte entonces en un ideal.
—Creo en la democracia –dice firmemente y tras la gruesa montura de los anteojos destaca la mirada brillante–, me agrada que el presidente sea electo por el voto popular y que todos tengan derecho a decir lo que piensan.
Sin transición pasa de nuevo a la chanza: cuenta por qué el muro de su casa es verde y el automóvil del mismo color.
—Cuando ganó Carlos Andrés Pérez vinieron casualmente unos muchachos y me dijeron que me pintaban gratis el muro de blanco. Y les dije que yo conocía a otros dos muchachos, igualitos a ellos, que me lo podían pintar de verde. Entonces, para no quedar mal, me busqué a dos muchachos y efectivamente mandé a pintar el muro de mi casa en verde. Con el automóvil me pasó algo similar: en la agencia me lo ofrecían en blanco o en verde y yo lo preferí verde.
Nuevamente, sin transición, como con cierto miedo de parecer sectaria, aclara que aprecia a Rómulo Betancourt «porque es un hombre que ha admitido que mi hijo es muy valioso».
—Creo en la democracia –repite–. Aborrezco la dictadura, aunque también me molesta el libertinaje. Me gusta que todos puedan hablar, escoger a la gente que quieren y decir lo que les parece.
A los noventa años, doña María Eva es una mujer que se siente satisfecha. Le agrada estar en su casa. Poco a poco ha ido limitando las salidas.
—Pienso que he vivido intensamente –nos confía–. He amado, he luchado, he tenido un hijo Presidente. Esta mañana me levanté muy temprano y recogí algunas plantas, porque ahora vendrán Alicia y Rafael Antonio, los nietos, otros familiares y amigos. Caminaré de mesa en mesa, hablaré y me reiré y daré gracias a Dios por todo lo bueno que me ha dado la vida.