¡Ah, mundo, Barquisimeto!
Palabras de Rafael Caldera en el Hotel Hilton de Barquisimeto, estado Lara, con motivo del cumpleaños de la ciudad, por invitación del Club de Leones y la Sociedad de Amigos de Barquisimeto, el 14 de septiembre de 1986.
A principios del anterior período de gobierno, el doctor Gonzalo Barrios y yo, autorizados por nuestros respectivos partidos, estuvimos tratando de encontrar candidatos independientes, en los cuales nos pusiéramos de acuerdo, para unos importantes puestos que había que llenar: la tercera parte de la Corte Suprema de Justicia, la Fiscalía General de la República y la Contraloría General. En esa búsqueda convinimos en proponer para la Fiscalía General de la República a un distinguido abogado larense, de importantes calificaciones en su carrera y de reconocida capacidad y honestidad. Me correspondió llamarlo para ofrecerle el cargo, o mejor dicho, para ofrecerle la postulación que ambos partidos harían de él en el Congreso, lo que daba por segura la elección. La respuesta del candidato fue cortés, amable, comenzó por manifestarme su agradecimiento a quienes habíamos pensado en él y su reconocimiento a los partidos que habían tenido la idea de postularlo para tan alta posición, pero firmemente rechazó el honroso ofrecimiento. Su respuesta fue irrefutable: «Doctor Caldera, yo en Barquisimeto vivo muy feliz. ¿Cómo voy a aceptar tener que trasladarme a vivir en Caracas?».
Me impresionó esa contestación, pero no pude menos que darle la razón. Barquisimeto es una ciudad muy grata de vivir. Tiene ya todas las características esenciales de una metrópoli, con las comodidades que la tecnología moderna ha puesto al alcance del hombre. Su clima es generalmente suave y amable. Y todavía no se ha congestionado demasiado con las terribles circunstancias ambientales que hoy atormentan la vida de los habitantes de las ciudades excesivamente grandes.
Aquella respuesta me ha hecho comprender más una expresión tradicional de los antiguos barquisimetanos y que reaparece de vez en cuando como un desahogo de nostalgia en quienes tienen que ausentarse de aquí: «¡Ah, mundo, Barquisimeto!». Es la vivencia de un afecto entrañable por una tierra generosa. Es el reconocimiento de una deuda impagable con una urbe llena de encantos y de tradiciones, con una ciudad que en la historia de la gesta magna fue denominada «ciudad de los crepúsculos» y que según la piadosa leyenda, le hizo decir al Libertador, para disimular la pena de una derrota, que bien valía perder una batalla por ver un crepúsculo de Barquisimeto, y que en las modernas situaciones que se prestan a entusiastas y ambiciosas denominaciones, le hicieron decir a un promotor entusiasta de la economía local que Barquisimeto aspiraba a ser y era la «capital del desarrollo».
¡Ah, mundo, Barquisimeto! Esta ciudad de la Nueva Segovia, a través de Juan de Villegas está entroncada en la familia de Simón Bolívar. Esta tierra está signada en la historia por la sangre del Negro Miguel, precursor de las luchas por la igualdad de los hombres, y por la del Tirano Aguirre, al que no podemos quitarle el cognomento de «Tirano», aunque el gran escritor Miguel Otero Silva lo llamara «Príncipe de la Libertad». La sangre del Negro Miguel; la sangre del Tirano Aguirre, la sangre de la hija de Lope de Aguirre, sacrificada, cual cordero pascual, en la espantosa tragedia que llevó consigo la epopeya de la conquista y colonización americana, esas sangres han abonado este suelo para el sacrificio, para la libertad.
¡Ah, mundo, Barquisimeto! Brilla entre las noches el relámpago, que más que el alma del Tirano Aguirre, se me antoja la llama pura de su hija, convertida en víctima inocente. Pero de año en año, en romería de impresionante muchedumbre, trae su mensaje de dulzura y esperanza la imagen venerada de la Divina Pastora, que salvó a Barquisimeto de la peste y la vuelve a salvar una y otra vez del escepticismo y de la frustración.
¡Ah, mundo, Barquisimeto! Eres sin disputa la metrópoli centro-occidental. Aquí se encuentran todos los caminos y hacen hogar propio venezolanos de todas las regiones, «barquisimetidos» que te aman tanto y quizás más que los hijos nacidos en tu suelo. Creces todos los días y todos los días aumentan tus extraordinarias posibilidades. Todo lo tienes, y lo que te falta tienes derecho a reclamarlo. Quienes, de un modo y otro, en alguna forma hemos de intervenir en la decisión de los asuntos públicos, tenemos el deber de poner todo nuestro esfuerzo para que se te cumpla en aquello que tu propio crecimiento y el servicio que prestas a la región y al país te autorizan a requerir imperativamente.
En primer término, agua. La necesidad de agua abundante ha sido siempre el clamor más sentido de tu población. En 1890 se celebró con cohetes y fiestas populares la inauguración del acueducto decretado por el doctor Rojas Paúl, terminado por el presidente Andueza y construido por el ingeniero Luis Muñoz-Tébar, bajo la dirección y control de una Junta presidida por el Obispo Diez. En el folleto sobre «Historial de la Construcción e Inauguración del acueducto de Barquisimeto para los anales del Estado», publicado por el general Ramón Escovar (abuelo –supongo– del actual embajador en Francia) y el bachiller Domingo Antonio Yépez, se decía con evidente justeza lo siguiente: «Un pueblo, sin el elemento del agua no puede progresar, al contrario, decae, retrocede, fluctúa, se asfixia. Nada se hace con palacios embellecidos por el fausto ni con torres que desafíen las nubes, si a cada paso se contempla con dolor el aspecto tétrico de la tierra estéril y al nacer mueren las plantas por falta de nutrición. De nada vale la inquieta mariposa si prisionera carece de sus brillantes alas para juguetear alrededor de sus fuentes y sus flores. Felicitamos al gobierno y al pueblo de Barquisimeto por el entusiasmo y el orden con que se celebraron las fiestas de inauguración del acueducto de esta ciudad que, como hemos dicho antes, es la síntesis de nuestro progreso y el triunfo que formará página de luz en el libro de nuestra historia».
Era el 19 de abril de 1890. Ejercía la Presidencia del Estado el ciudadano Tesalio Ramón Fortoul Zumeta, esposo de su prima hermana Soledad Caldera Zumeta, ambos tutores de su sobrino Rafael Caldera, mi padre, que había perdido a sus progenitores en temprana edad. Tesalio Fortoul estaba emocionado, y en el momento de la inauguración, después de decretar como «un deber patriótico secundar el entusiasmo despertado en el espíritu público por el éxito alcanzado en la obra del acueducto», expresó: «la introducción del agua, que se inaugura hoy y el silbido de la locomotora que pronto resonará en los ámbitos de esta ciudad, son la prueba evidente de que el progreso nos iluminará con sus vivos resplandores y el comercio y las industrias rápidas se lanzarán por los mundos del engrandecimiento».
Una sonrisa ingenua asoma a nuestro rostro cuando observamos la desproporción entre la realidad material de la obra inaugurada y las proporciones actuales de esta inmensa metrópoli; pero la proyección hacia el futuro y la visión de un progreso que habría de venir, incomparablemente mayor del que pudieran imaginar entonces, nos sirve para reafirmar, como la primera obligación que tenemos frente a Barquisimeto y frente a Lara, el aseguramiento del volumen de agua indispensable para que se convierta esta región, ya de por sí progresista y dinámica, en un verdadero emporio para Venezuela.
Quince años después de la fecha antes enunciada, nuevamente asomaba el problema del agua. En 1905, don Leopoldo Torres, Encargado de la Presidencia del Estado por ausencia del doctor y general Rafael González Pacheco, inauguró el reconstruido acueducto, que siguió dando todo el servicio posible, ofreciendo a los moradores agua poca y salobre, aunque la esperanza estaba siempre puesta en las nuevas posibilidades que habrían de abrirse al dilatarse el horizonte.
Cuando, de niño, por primera vez me trajeron a Barquisimeto en un largo viaje desde San Felipe por «El Hacha» hasta aquí, en el ferrocarril Bolívar, llegué con mucha sed, ya que por picardía mi padre adoptivo quiso observar la sorpresa que me provocaría probar el agua barquisimetana. Llegamos al hotel, pasé directamente al tinajero y al tomar el primer trago del codiciado líquido no pude menos que exclamar: ¡esta agua tiene bicarbonato!
Pero el problema del agua no ha sido y no fue obstáculo para que Barquisimeto creciera, se fortaleciera e incorporara a su seno a venezolanos venidos de Los Andes, del Llano, y de los pueblos de Occidente, de todos los puntos cardinales y aún más allá de las fronteras. A Eustoquio Gómez, en medio de su imagen como una figura que pasó a la historia con siniestros caracteres, se le recuerda aquí por el acueducto y el parque Ayacucho. Pero el incontenible movimiento del progreso, que nos llevó a traerle agua del río Tocuyo, recogida en la represa de Los Dos Cerritos, no ha sido suficiente; y por eso, permítanme los oyentes que asegure, como afirmación central de este discurso que se me ha pedido con generosidad y que he asumido como una obligación, que diga: si la necesidad fundamental de Barquisimeto y de Lara es el agua, el proyecto de Yacambú debe tener la prioridad que reclama una concepción de gobierno fundada en los intereses colectivos, por encima de tantos otros rubros en los cuales se gastan o malgastan cuantiosas sumas del patrimonio nacional.
Quiero, pues, hoy, cuando se le va a cantar a Barquisimeto el «cumpleaños feliz», pedir una atención seria y responsable para esa obra. Barquisimeto quiere y necesita, por sobre todo, resolver para mucho tiempo el problema del agua. Agua para el consumo humano, agua para cultivar sus jardines, agua para que los valles del Estado –y sobre todo el valle de Quíbor– se conviertan en fuentes de producción para el autoabastecimiento y para la alimentación segura del pueblo venezolano.
Me siento muy vinculado con esta ciudad, por hechos que ocurrieron desde hace mucho tiempo. Soy «barquisimetido» como sobrino del Obispo Gregorio Rodríguez, a quien dedicó el Cojo Ilustrado la portada de su edición del primero de agosto de 1886, en la cual, en elogiosa columna editorial, concluía afirmando: «En Barquisimeto, a Diez, prudente, sucedió Rodríguez, progresista. Dios mira con sus propios ojos la Iglesia de occidente». También como deudo cercano, en virtud del afecto, de ese otro gran prelado que se llamó monseñor Águedo Felipe Alvarado Liscano, sucesor de Monseñor Rodríguez en la sede barquisimetana. Y por aquí estuvieron mis ancestros con Tesalio Fortoul Zumeta, presidente del estado Lara por el año 90, con Plácido Daniel Rodríguez Rivero, quien contrajo en Barquisimeto matrimonio y presidió el Concejo Municipal de Iribarren, y con Tomás Liscano, el inolvidable conductor de mi vida de infancia y juventud, uno de cuyos más esforzados combates en el Senado de la República fue para sostener, frente a argumentaciones jurídicas que supo refutar, el empréstito para que la Municipalidad adquiriera de inversionistas extranjeros la empresa de Luz Eléctrica de Barquisimeto.
Considero afortunado para esta ciudad el que haya gente como los promotores de este acto, que todos los años reúnen a personeros de los más variados sectores para recordar las atenciones que la ciudad reclama. No puedo dejar en este momento de recordar a un amigo a quien mucho estimé, un barquisimetano profundamente enamorado de su tierra, cuya ausencia nos duele, pero cuya falta tratan de suplir los que han seguido el ejemplo de amor y de servicio que para esta ciudad representó su vida. Ya ustedes habrán adivinado que me refiero a Raúl Azparren, a quien Francisco Cañizales Verde llamó con justicia «adalid en la batalla social de la barquisimetanidad y en la lucha interminable por afirmar los fueros de una tradición ejemplarizante».
Raúl Azparren, como Froilán Álvarez Yépez, el primer gobernador de Lara en el régimen democrático, uno de los creadores de FUDECO y decidido impulsor en Venezuela de la tesis del desarrollo regional, dejó una escuela, brillante y eficaz, a la cual nos toca en esta ocasión rendir homenaje en la persona del presidente de la Sociedad de Amigos de Barquisimeto, Nelson Leyva Tamayo, y en el Club de Leones, presidido por el Dr. Antonio Soler Soler, y que con tanto entusiasmo y brillantez organiza estas cenas anuales.
Este cumpleaños número 434 es propicio para recordar lo que Barquisimeto necesita en el momento actual. Conciliar la conservación de sus recursos naturales, sus bosques, Macuto, Terepaima, el parque Bararida, la Zona Protectora, el parque del Oeste, con el desarrollo y el progreso que reclaman se complemente su vialidad de superficie y se inicien ya los estudios para la vía de tránsito rápido que la ciudad va a necesitar. La circunvalación norte, la ribereña del Turbio, la canalización de la Ruezga Sur, el enlace de la autopista centro-occidental con la autopista José Antonio Páez, para el cual hay que ir creando de una vez conciencia y responsabilidad, y tantas cosas más, algunas aparentemente sencillas, como las bici-rutas, que la topografía plana de esta meseta hace especialmente recomendable. Que vengan proyectos e inversiones, que se realice en la Zona de Comprensión un esfuerzo para ofrecer mayor capacidad y holgura al centro de esta capital; pero que, por otra parte, se reemprenda la intensa actividad que desplegó para consolidar y equipar los barrios que circundan la ciudad, los cuales constituyen el mejor reservorio de recursos humanos y la mejor expresión de fe en el crecimiento y el porvenir de Venezuela. Puedo afirmarlo porque los he recorrido varias veces y he recibido del afecto de sus moradores la mejor lección de fe en el porvenir.
Tiene de todo esta ciudad, cuna de figuras de las artes musicales y de las artes plásticas; de los historiadores y ensayistas; de sabios y poetas. Todo lo tiene esta ciudad, que ha visto culminar en su Universidad y en el Instituto Pedagógico un proceso de educación y de cultura que no puede detenerse. Tiene de todo, pero reclama también al mismo tiempo la protección y el impulso necesarios para sus actividades deportivas, que encontraron una sede honrosa en torno al Domo Bolivariano en la ocasión del Bicentenario del nacimiento del Padre de la Patria; que tiene muchas glorias deportivas, pero debe ofrecer muchas más al deporte venezolano.
Démosle a la ciudad la honrosa dedicación y firme espíritu creador que necesita para mantener su rango en la distribución equilibrada de la riqueza humana de Venezuela.
Que la Divina Pastora, a la que Raúl Azparren llamara «nuestro último baluarte espiritual», amorosamente vigilada en Santa Rosa por monseñor Benítez y acompañada en sus marchas triunfales hasta su Catedral por el arzobispo Chirivella, traiga para los barquisimetanos confianza, optimismo, salud y bienestar. Y que ella, en su mediación infinita, ablande resistencias para que el agua de Yacambú, después de atravesar el túnel maravillosamente concebido por la tecnología de nuestro tiempo, no sólo riegue el sediento valle de Quíbor, sino que llegue para hacer florecer las voluntades y las posibilidades de acción de esta gran ciudad de Nueva Segovia de Barquisimeto.
Muchas gracias.