San Felipe fue desde el primer momento el centro integrador del Yaracuy
Discurso al conmemorarse los 250 años de la Real Cédula de Felipe V, título jurídico que erigía el pueblo del Cerrito de Cocorote, que habría de ser San Felipe El Fuerte. San Felipe, 6 de noviembre de 1979.
Se me antoja que así como lo he disfrutado en primavera, en aquel día de otoño de 6 de noviembre de 1729, el aroma fragante de los azahares que circunda el maravilloso Alcázar de Sevilla estaba también en plenitud; o por lo menos, aquellos maravillosos jardines, aquel arte estupendo, representativo de variadas corrientes pero especialmente de ese mozárabe que tanto llena de orgullo la historia artística española, estaba en su esplendor en el momento en que el joven rey Felipe V, nieto de Luis XIV, puso su firma en Sevilla a la Real Cédula que erigía el pueblo del Cerrito de Cocorote en la ciudad, que habría de ser la muy noble y muy leal de San Felipe el Fuerte.
Del Rey tomó su nombre la ciudad. El 1 de mayo de 1731 quedó definitivamente instalada en las márgenes del Río Yurubí y, desde entonces, en el lenguaje popular, por interpretación del calendario que establece la fiesta de San Felipe y de Santiago apóstoles, su patrono ha venido de boca en boca conociéndose como un santo especial «San Felipe Santiago», que recordamos con la imagen que desde los días de la Colonia se ha venido conservando como reliquia del esplendor de aquella ciudad.
Estaba seguramente el Rey rodeado de aquella maravillosa flora del Alcázar y en cierto modo pre-anunciaba lo que sería este estupendo jardín venezolano que es el Valle del Yaracuy, donde se constituyó una de las ciudades más hermosas y más prósperas, y más generosas y más firmes, a pesar de la tragedia con que estaba signada su existencia.
Cuarenta años tenían los vecinos del Cerrito de Cocorote luchando por su autonomía, y los que vinieron después de la fundación de la ciudad, en el siglo XVIII, con la Real Compañía de Caracas, conocida en la historia como la Compañía Guipuzcoana, no fueron gente de menos recia envergadura, de menos aguerrido temple, de menos firme voluntad para trabajar y luchar. Quisiera solamente recordar entre aquellos peninsulares que vinieron en ese Siglo XVIII a contribuir al esplendor en que en las cercanías de Valle Hondo se levantó la gran ciudad que describiera el Obispo Martí, a tres: un guipuzcoano, un navarro y un canario; porque ellos tres fueron abuelos de figuras que tuvieron significación muy relevante en los días grandes de la Independencia.
Quisiera recordar a don Gabriel de Maya y Tellechea, navarro, de la Villa de Lesaca, entre cuyos nietos estuvieron aquellos estupendos hermanos que fueron Juan José de Maya y Manuel Vicente de Maya, diputados ambos al primer Congreso de Venezuela, en 1811.
Juan José de Maya, el jurista, cuya descendencia en línea recta tenemos a mucho orgullo, quien representó a la ciudad y votó afirmativamente la Independencia, presidió en uno de sus períodos el primer Congreso de la República y dejó bien ganado nombre en el foro. Y Manuel Vicente, el sacerdote, Rector de la Universidad, Gobernador de la Arquidiócesis de Caracas, de una honradez acrisolada y de una integridad inverosímil que le merecieron el respeto de las más autorizadas voces de nuestra historia patria como Juan Vicente González o Arístides Rojas; a quien le tocó representar la ciudad de La Grita (el Táchira) ante el Congreso y mantuvo con una reciedumbre inquebrantable la fidelidad a la posición que había comprometido, y cuyo voto discrepante, a mi entender, es uno de los episodios más hermosos y uno de los mayores títulos de autenticidad del primer Congreso de que declaró la Independencia.
A don Joaquín Antonio de Zumeta, nacido en San Sebastián y proveniente del solar de los Zumeta en la Villa de Azcoitia, en la Provincia de Guipuzcoa, en el país vasco, de quien fue nieto Rafael Antonio de Zumeta, nuestro tatarabuelo, quien desde casi niño se entregó a la lucha por la Independencia y al morir dejó una viuda y unos hijos en la mayor pobreza, en cuyo expediente de Montepío está entre los testimonios más honrosos el del gran héroe regional Coronel José Joaquín Veroes.
Y el canario Agustín Álvarez de Lugo y Macías, nacido en Las Palmas de la Gran Canaria, cuyo nieto José Gabriel Álvarez de Lugo fue una de las figuras más recias, más nobles y más reconocidas en la Guerra de Independencia.
Esos cuatro nietos del abuelo guipuzcoano, del abuelo navarro y del abuelo canario, dan fe, al lado de José Joaquín Veroes, quien sin duda era descendiente de los humildes pobladores del Cerrito de Cocorote que lucharon sin mengua por obtener el rango de ciudad, de la reciedumbre, de la estirpe de aquellos hombres que se fundieron en este San Felipe, crisol de razas y de pueblos, testimonio constante de nuestra nacionalidad.
Hay que invocarlo hoy, cuando se cumplen 250 años del título jurídico de la erección de la ciudad. De una ciudad que nació entre contradicciones y sufrió la más espantosa de las destrucciones por el sismo ocurrido el 26 de marzo de 1812. Pero sus pobladores, los sobrevivientes, no se amilanaron y trasladaron la ciudad un poco más arriba, al lado de las ruinas, y aquí laboraron, construyeron, sembraron, realizaron; y San Felipe fue desde entonces, como quizás desde el primer momento, el centro integrador de la unidad del Yaracuy. Fue precisamente San Felipe el sitio a donde convergieron las preocupaciones de este Valle del Yaracuy. Cuando la antigua Provincia de Carabobo se escindió para dar lugar a la Provincia de Barquisimeto, los cantones que iban desde San Felipe hasta Yaritagua formaron espontáneamente, automáticamente, una unidad de los valles del Yaracuy y de Aroa, y en el antiguo gran estado Lara, la sección Yaracuy constituyó un núcleo claro, firme, de la vida de esta región. Y si bien la ciudad de Nirgua quedaba, en aquella división entre Carabobo y Barquisimeto, en la provincia de Carabobo, fue el Yaracuy desde el primer momento en que surge como unidad política organizada la Provincia en 1856 y luego el Estado en la Guerra Federal (fugazmente por decreto del general Zamora y luego consagrado en la Constitución federal) integrado por la jurisdicción de la antigua ciudad de San Felipe y la de la antigua ciudad de Nirgua, que siempre constituyeron una sola entidad.
Por eso pienso que está claro y es justo el que la conmemoración de estos 250 años de la creación de San Felipe no sea una celebración puramente sanfelipeña, sino una efemérides yaracuyana. Por eso mismo comentaba hace poco que aquí ha estado todo el Yaracuy presente y en cierto modo la presencia dominante ha sido la de Guama, porque hemos oído ante la estatua de Bolívar a Camache Barrios, hablando en nombre del Ministro de Relaciones Interiores, y en el Despacho del Gobernador, al descubrirse el retrato inspirado en el pintor guameño Carmelo Fernández, hemos escuchado la palabra del gran profesional guameño y gran yaracuyano José Antonio Cordido Wohsiedler.
Estamos aquí, pues, celebrando en cierto modo, con el nacimiento jurídico de la ciudad de San Felipe, la iniciación del proceso de integración del Yaracuy. De un Yaracuy que no ha sido jamás coto cerrado, que ha sido siempre jardín abierto para las voluntades que vengan desde todos los confines de Venezuela y de la Tierra. Yo mismo podría decir (como un caso típico que podría repetirse en muchos de los de aquí presentes) que, si soy yaracuyano desde el propio momento en que nace la ciudad de San Felipe El Fuerte, aquí vinieron a mezclarse en mi sangre, sangre de las más variadas regiones de Venezuela. De Guayana, con la tatarabuela Manuela Ferrera, que se quedó prendida entre el entorchado del uniforme del abuelo que andaba en las luchas por la Independencia; con el bisabuelo Juan Bautista Caldera Narváez, venido de Ocumare; con el bisabuelo Agustín Rivero, venido de Píritu, de Cumarebo, de la antigua Provincia de Coro; con la bisabuela Elodia Vidoza, venida de Valencia, y con el abuelo Plácido Daniel Rodríguez Obregón, quizás uno de los yaracuyanos más yaracuyanos entre los yaracuyanos que ha habido en todos los tiempos y que vino desde Macarao, de una humilde familia canaria, descendiente de campesinos, se entregó a la ciencia médica y puso todo su esfuerzo y sus conocimientos al servicio de este pueblo.
Y así podríamos citar muchos más. Podríamos citar a los Domínguez Tinoco y los Delima, venidos desde Coro; podríamos citar a los Giménez, venidos de Quíbor, en el estado Lara, y podríamos citar la inmigración que de ultramar vino a sembrarse aquí para dar fruto descollante, con los Pifano, con los Perazzo, con los Rizutti, los Serva, los Palavicini, desde Italia; con los Taján o con los Capdevielle, de Francia; con los Wohnsiedler y otros, de Alemania, que abrieron caminos para que se siguieran integrando aquí en el Yaracuy todos los hombres de buena voluntad.
Hoy mismo recordaba el día en que con inolvidable emoción inauguramos la nueva Catedral y ante la estatua ecuestre del Libertador observamos que el Yaracuy sigue siendo tierra abierta y generosa para el esfuerzo de todos los hombres que vengan a cultivarla y a encorvarse sobre ella. Tenemos contingentes que vienen, nuevamente de las Islas Canarias, o de Portugal, o de Italia, o de otros países hermanos de América Latina, como la Cuba doliente de la diáspora, y que ha venido a confundir su sudor y su sangre con los demás yaracuyanos, en estos momentos en que el Yaracuy toma conciencia de que su desarrollo debe ser símbolo del desarrollo nacional.
Tierra fecunda y generosa; tierra que responde con creces al esfuerzo de la gente; tierra que lleva a la simbología venezolana la figura de María Lionza, la visión poética y legendaria de una divinidad que como la Ceres de los tiempos clásicos está unida al agua y al surco; tierra que está esperando el gran esfuerzo que comenzamos a hacer cuando nos tocó la responsabilidad de servirla y que reclama hoy imperativamente una nueva actitud decidida y continua para aprovechar las grandes responsabilidades de nuestro suelo.
Hoy recibo de la generosidad yaracuyana un Acuerdo de la Asamblea Legislativa y un Acuerdo del Concejo Municipal de San Felipe. Doy las gracias desde el fondo de mi corazón por esta nueva muestra de cariño y de aprecio, y para responder sólo me atreveré a decir que cuando estuve en la más alta posición a que la voluntad del pueblo puede llevar a un venezolano, no olvidé al Yaracuy. No olvidé a San Felipe. Hice todo el esfuerzo que pude y sobre todo el esfuerzo de reanimar las voluntades, de hacer estremecer las conciencias, de provocar la decisión de integrarnos todos en el esfuerzo por la realización de un nuevo Yaracuy.
Se hicieron obras de vialidad; obras urbanas, obras educativas; obras de carácter religioso para simbolizar la tradición que inspira los mejores valores de nuestra tierra; pero nunca se olvidó que es la tierra misma, la agricultura, el punto de donde ha de arrancar, el apoyo de donde ha de surgir la construcción de un nuevo Yaracuy. Por eso concluimos e inauguramos las represas de Cumaripa y de Cabuy, por eso construimos y dejamos en servicio el Central Río Yaracuy, para que El Peñón constituyera un polo de desarrollo que ya ha comenzado a dar frutos, pero que debe dar muchos más en la transformación de nuestro Estado. Por eso puse empeño especial en esa obra del CIEPE, que es orgullo de Venezuela y orgullo de América Latina y a la que hay que aprovechar sin mezquindades para que ella sea rectora de la investigación y del progreso de la producción frutícola, de la producción agrícola y de la exportación de los recursos naturales renovables en el porvenir.
Vine muchas veces al Yaracuy, y entre los momentos inolvidables que tuve fue aquel en que inauguré el nuevo edificio de la Escuela «Padre Delgado», donde tuve el honor de estudiar bajo la dirección de ese gran yaracuyano que fue Gabriel María Reyes Zumeta. En aquella ocasión prometí que se abrirían los estudios universitarios para el Yaracuy y tuve la satisfacción de decretar el Instituto Universitario Tecnológico del Yaracuy, que es orgullo de nuestra tierra.
Son muchas, muchas emociones; muchos, muchos recuerdos; recuerdos que a veces producen estremecimientos que buscan en la propia entraña de este suelo la raíz del compromiso y del deber. Hoy me siento profundamente emocionado al ver aquí a tantos yaracuyanos de ayer y de anteayer; yaracuyanos de hoy y también yaracuyanos del mañana inmediato, comprometidos en una labor, en un programa y en un esfuerzo que no debe interrumpirse más y que debe poner a andar hacia adelante los títulos de la yaracuyanidad.
Con este sentimiento, con esta convicción, al reiterar mis gracias más sinceras a la Asamblea Legislativa y al Concejo Municipal, vuelvo a pensar que el Rey Felipe V, en aquel embrujo que tantas veces han comentado los cantores, los poetas y los músicos que es la gran ciudad de Guadalquivir, tuvo una visión que fue en cierta manera la visión anticipada de lo que habría de ser el Yaracuy. Porque, si Sevilla es un vergel y si las naranjas y los azahares y las flores y las más estupendas plantas hacen allá las delicias de quien las contempla, el Yaracuy nació para ser un vergel, para ser un jardín, para ser una tierra bendita por Dios, que todavía tiene mucho que dar, además de lo que ha dado y producido, a la generosa tierra venezolana.