Intervención de Rafael Caldera en el Comité Juridico Interamericano en La Casa de Bello, Caracas, 24 de noviembre de 1981.

El Andrés Bello que salió de Caracas en 1810

Discurso de Rafael Caldera pronunciado como presidente de la Comisión Nacional para la celebración del bicentenario del natalicio de Andrés Bello, en el primero de los tres congresos preparatorios organizados con este motivo, denominado «Bello en Caracas», 19 de febrero de 1979.

Nadie se atrevería a negar que los diez y nueve años pasados en Londres le dieron a Andrés Bello una oportunidad excepcional para estudiar mucho –en la Biblioteca del British Museum y en la particular del general Miranda– y lo pusieron en contacto con hombres, ideas e instituciones de primer rango, lo que contribuyó a abrir ante su poderoso intelecto los más amplios horizontes. Tampoco osaría nadie subestimar lo que significó para el volumen, la variedad y la trascendencia de su increíble producción, la oportunidad que le ofreció la generosa y estimulante hospitalidad de Chile, su segunda patria, durante otros 36 años. Pero a veces, ha habido fácil inclinación por ignorar o menospreciar la madurez de su formación, la calidad de su cultura, la fuerza ya lograda por su personalidad cuando salió de Venezuela, el 10 de junio de 1810, y desde el camino de La Guayra le dio una última mirada a Caracas, para decir, muchos años más tarde: «¿quién me hubiera dicho que era en efecto la última?».

Es cierto que los historiadores no tienen derecho a formular hipótesis, imaginando hechos que habrían podido ocurrir pero que no sucedieron realmente. Sin embargo, quienes no asumimos esa responsabilidad profesional que obliga al historiador a ceñirse a la búsqueda, explicación e interpretación de la realidad, nos plantea la imaginación ciertas preguntas que quedan necesariamente sin respuesta. Una de ellas viene a mi mente hoy con insistencia que me impide eludirla: ¿qué habría sido de América Latina si el bergantín «Wellington», en que salieron para Londres Simón Bolívar, Luis López Méndez y Andrés Bello, hubiera naufragado, como naufragaron otros buques, como, por ejemplo, naufragó el bergantín «Neri» que traía de regreso a la patria a Juan Vicente Bolívar y Palacios, el hermano mayor del Libertador, después de su discutida misión diplomática en los Estados Unidos? Sin duda, aquél habría sido un cataclismo de proporciones inimaginables. Pero, dentro de lo espantosamente trágico que habría sido perder a Simón Bolívar antes de iniciarse su epopeya gloriosa, y con él a López Méndez, y a Bello sin dar oportunidad a su incomparable magisterio, habría que hacer la observación de que ya para ese momento Andrés Bello había hecho obra de proporciones nada comunes. Si se le incluyó en la misión fue por su sobresaliente preparación y su vasta capacidad intelectual, que explica la confianza con que Roscio le escribe, a los pocos días de su partida: «Memorias a los compañeros. Consérvese Usted. Ilústrese más para que ilustre a su patria».

El Andrés Bello que sale de Caracas antes de cumplir veintinueve años es ya un hombre cabal, un intelectual admirado, una figura de reconocido prestigio. Es un universitario que ha asimilado enseñanzas de los mejores maestros que la tradición humanística hizo florecer en la pequeña pero culta capital colonial. Es un lingüista que ha descollado en el conocimiento del latín y ha aprendido, casi con sus solos medios, el francés y el inglés. Es un poeta cuyas producciones merecieron elogiosas apreciaciones de los críticos del siglo pasado y las han merecido del actual. Fernando Paz Castillo destaca su «Oda a la Vacuna» y, en verdad que, leyéndola de nuevo– y aunque el asunto nos produzca la aprensión de un tema de circunstancia–, notamos la cadencia y observamos la arquitectura de las Silvas Americanas que desde Londres serían el manifiesto de independencia cultural de nuestros pueblos.

Es un lector ávido de libros que le llegan por todos los conductos y un traductor inigualable, lo mismo de Virgilio que de Voltaire. Es un recio trabajador intelectual, capaz de imponerse en Londres la disciplina de aprender el griego sin maestro hasta hallarse en capacidad de enseñarlo; es un «scholar» apto para asimilar conocimientos y realizar laboriosas investigaciones sin asistir a las aulas de una universidad, sino valiéndose de sus propios conocimientos para procesar el rico material que halló a su alcance durante su larga y forzada permanencia en Inglaterra.

El Andrés Bello que salió de Caracas en 1810 había manejado la imprenta y transitado las rutas fascinantes del periodismo. Era el funcionario que durante ocho años había aprendido a dominar los resortes de la administración pública. Era el maestro que había experimentado la fruición de despertar inquietudes y trasmitir ideas a discípulos, entre los cuales uno de ellos, el futuro Libertador –que lo invocaría con orgullo– habría de resplandecer para siempre como la figura más brillante de América.

Era el filólogo que se había adentrado por los sutiles vericuetos del lenguaje y el filósofo que había subido a las más penetrantes disquisiciones. Era el cultor de la ciencia que podría después aventurarse sin pilotaje ajeno por las áreas diversas del conocimiento científico. Era el historiador capaz de resumir y de explicar con tino y claridad la formación de Venezuela a través de tres siglos. Era el amante de la naturaleza que respondió animoso a la invitación de Humboldt y Bonpland para intentar subir a la Silla de Caracas. Era el observador minucioso de la ecología tropical de cuya variada multiplicidad trataría después en sus mejores versos. Era el agricultor vocacional que sentía el deber de cultivar la tierra, el mismo deber que después recordaría, en marmóreos apóstrofes, a sus compatriotas latinoamericanos. Era el hombre completo, listo ya para formar familia, que contraerá matrimonio antes de un lustro de llegar a su nueva residencia y que dejará en su vida doméstica un testimonio y un ejemplo que redondearán su función primordial de educador.

Ese Andrés Bello caraqueño, polifacético, integral, maduro, sobresaliente ya en el cuadro de la emergente sociedad hispanoamericana, es el objeto del Congreso que estamos inaugurando hoy. La Comisión Nacional del Bicentenario ha dispuesto convocar tres congresos anuales (Bello en Caracas, Bello en Londres y Bello en Chile), como preparatorios de un evento mayor, que en 1981 nos ofrecerá la oportunidad de hacer balance y evaluación de las numerosas áreas culturales que Bello trajinó en función de la realidad y el destino de nuestro continente. Queremos constituirle así en motivo central para analizar a través suyo la realidad histórica sobre la cual actuó, para relacionar los personajes que influyeron en nuestro proceso vital, para entender causas y efectos en el devenir de los acontecimientos más importantes de nuestra existencia nacional y continental.

«Bello en Caracas» nos pondrá a la vista muchas facetas de su personalidad prodigiosa. A través de autorizados investigadores y de calificados pensadores, este Congreso refrescará el significado de aquella época singular en que a muy pocos años y a unos cuantos metros de distancia, iban naciendo en esta ciudad figuras estelares que exaltarían el gentilicio y aportarían decisivo concurso a la forja de una fisonomía continental. Eran aquellos los mismos años en que el proceso político venezolano se plasmaba en estructuras definidas como la Capitanía General, la Real Audiencia, el Consulado y la Intendencia; en que el antiguo Seminario de Santa Rosa, convertido en Universidad Real y Pontificia, lograba realizarse como Alma Mater de la nacionalidad, y en que el café hacía su aparición como elemento transformador de nuestra economía.

En verdad, el bicentenario de Bolívar y de Bello coincide con el bicentenario de nuestra formación nacional. Aspiramos a trasmitir las reflexiones del Congreso a grandes sectores opinantes, y fomentar curiosidad por ellos en las nuevas generaciones. Datos, a primera vista secundarios, pueden dar origen a interesantes planteamientos. Por ejemplo, las funciones de Bello como secretario de la Junta Central de Vacuna, recordadas por los doctores Ricardo Archila y Pedro Grases, pueden servir como valioso antecedente de su concepción de la administración pública y abonar razones para explicar la seguridad con que supo moverse en el rol que le correspondería después en la organización del Estado chileno. Y su experiencia como caficultor explicará mejor que nada ese amor por la flora tropical que supo verter de modo inigualable en las delicadas estrofas de la Silva de la Agricultura.

Decía Bello, en efecto, en carta a Antonio Leocadio Guzmán, un año antes de su muerte: «A lo que dije entonces, me es grato añadir ahora que, entre aquellas muestras, vino una que me fue particularmente agradable: un saco de café de la hacienda de El Helechal, que, durante algunos años, fue propiedad mía y de mis hermanos, y en la guerra de independencia pasó a otros dueños. Siempre que tomaba una taza de aquel exquisito café, me parecía que se renovaban en mí las impresiones, y la perfumada atmósfera en que se produce, enlazadas con las pequeñas aventuras de la época más feliz de mi vida».  

¿Cuál es la historia completa de esa posesión de El Helechal? En este Congreso se conocerá el expediente de su adquisición «en arrendamiento perpetuo», encontrado y presentado por don Manuel Pinto. La solicitud de quince fanegadas «para una pequeña plantación de café» fue hecha en agosto de 1806, por Andrés Bello, en nombre propio, de su señora madre y sus hermanos, y el acto de mensura y entrega, después del pronunciamiento del Cabildo de Petare y de otras autoridades, tuvo lugar el 16 de diciembre de aquel año. Documentos de Cumaná, cuya transcripción debo a Luis Enrique Berrizbeitia, propietario actual del inmueble existente en el mismo lugar, acreditan, por otra parte, que el 15 de octubre de 1806, don Antonio Aldecochea, por poder de doña Ana López, viuda del Fiscal de Real Hacienda licenciado Bartolomé Bello, en su nombre y el de sus hijos, vendió al doctor D. Josef Rodríguez de Astorga y Carrera la «casa de alto, fabricado su primer cuerpo de mampostería y el segundo de bajareque doble, cubierta de tejas, que construyó el expresado Fiscal, y dejó por su fallecimiento», en la Plaza del Puente, con 22 varas de frente y 44 de fondo.

Para la venta, doña Ana otorgó el poder al procurador Aldecochea, el 30 de junio de aquel mismo año: ella misma lo firmó en aquella ciudad, ante el escribano público José Antonio Ramírez y no parece aventurado suponer que la acompañaba su hijo Andrés, que iba a cumplir 25 años. En el documento se manifiesta que la venta se hace «por estar en la necesidad de pagar varias deudas que dejó su marido, e invertir su residuo en destino que le sea útil y provechoso tanto a ella como a sus hijos para su subsistencia», y que el precio –sin duda para entonces muy representativo– fue de 10.340 pesos, «en que no se comprende el suelo por ser de la ciudad» el cual «se transfiere en los mismos términos de enfiteusis en que lo tenía el difunto por prohibir el Rey su enajenación en propiedad».

Ese destino «útil y provechoso» del remanente del precio obtenido por la casa de Cumaná fue, seguramente, la haciendita de café de El Helechal, en la zona de Mariches. Pero al propósito lucrativo se unía –y pienso que llegó a sobreponerse– la relación hombre-naturaleza, tan propia de un descendiente de canarios, expresada con delectación en algunos versos de la Silva, pero sobre todo, en estos, más concretos, de sus borradores de poesía, que destaca y comenta en el prólogo del tomo II de sus obras completas, el presbítero Pedro Pablo Barnola: «Así vestida/Una y otra ladera/Se ve de suave-olientes cafetales/en El Hatillo, y donde sus reales/asentaba otro tiempo la aguerrida/gente mariche y donde el teque fiero».

¿Cuántas cosas más podrían decirse? Y seguramente se dirán, en el desarrollo de este Congreso sobre Bello en Caracas. De lo que no se hablará será de la absurda y torpe calumnia que intentó presentarlo como delator de los proyectos de independencia de 1810, que años más tarde circularía y que le produjera honda amargura, aunque se limitó a responderla con los piadosos y conocidos versos de «La oración por todos». ¿Para qué hablar nuevamente de algo que ya desapareció totalmente en la conciencia de Latinoamérica, que reconoce a Bello como figura excelsa en los niveles del más elevado procerato? Si alguien tuviera duda todavía, bastaría aconsejarle que se lea las cartas de Roscio, reveladoras de un afecto, de una admiración y de un respeto por el joven Bello, que el artífice de la Declaración de Independencia no habría podido tenerle si hubiera sospechado una mínima sombra en su conducta.

Lo que en definitiva habrá de dejar este Congreso es reafirmar la base de sustentación sin la cual la figura prodigiosa de Bello no habría podido concebirse. El Andrés Bello que salió de Caracas en 1810 no fue un becario adolescente llevado a los mejores institutos de enseñanza para que adquiriera cultura: fue un sabio ya formado, apto para elevar el cúmulo de sus conocimientos y profundizar lo hondo de sus investigaciones aprovechando los recursos que el medio le ofrecía y que habrían sido negativos para cualquiera que no tuviera su inmensa capacidad y el acervo cultural que llevaba consigo.

A medida que recorremos más la vida de Bello en Caracas, sus estudios, sus conocimientos y sus actividades, más nos convencemos de que allí está perfectamente diseñado el Bello de Chile, el que desde aquella nación hermana irradiará su luz por todo el continente. El Bello universitario, el Bello educador, el Bello filósofo, el Bello jurista, el Bello legislador, hasta el Bello internacionalista, el Bello constructor de la administración pública, el Bello periodista, el Bello científico, el Bello gramático, en fin, el Bello patriarca de las letras americanas, el Bello primer humanista de América, tiene su germen y sus primeros y macizos frutos en el Andrés Bello caraqueño. Caraqueño, no porque un accidente lo hubiera hecho nacer en Caracas, sino porque en Caracas se forjó a plenitud, para las humanidades, para el arte y para la infatigable acción constructiva.

Y ahora, una consideración final. Si según Menéndez y Pelayo –en frase que frecuentemente hemos repetido– «la Análisis Ideológica de los tiempos de la conjugación castellana» fue «el más original y profundo de sus estudios lingüísticos», y si al publicarla en Valparaíso en 1841 el mismo Bello afirma: «me he determinado a sacar esta obrilla de la oscuridad en que hace más de treinta años la he tenido sepultada; y después de una revisión severa, que me ha sugerido algunas ilustraciones y enmiendas, me he decidido por fin a publicarla», la conclusión es clara: ese estudio, considerado como el más original y profundo, es fruto directo de Caracas.

¿Llevó, acaso, los manuscritos en el bergantín «Wellington»? Probablemente. Hay otros papeles suyos de época caraqueña que aparecieron en Chile sin haberlos mandado a buscar. No los tomó consigo porque pensara no volver; pero sí porque estaba trabajando en ellos y porque se dio cuenta de que se iniciaba una revolución, cuyo devenir era incierto. Si el bergantín «Wellington» hubiera naufragado, nunca quizás habríamos conocido «la Análisis Ideológica»; pero ello felizmente no ocurrió y esa obra maestra quedó como la mejor evidencia de la talla prócer que ya había adquirido de aquel hombre de 29 años que salió por el anchuroso mar Caribe en los inicios de la Gesta Magna, y como el mejor motivo para hacernos sentir orgullosos de su formación netamente venezolana y de la impronta que su patria dejó marcada en su ser y en sus ejecutorias, que hoy constituyen el símbolo más relevante de la cultura latinoamericana.

Muchas gracias.