Palabras en la misa del primer mes
Andrés Rafael Pietri Caldera
Han querido sus hijos que fuera yo, el mayor de los nietos de Rafael Caldera, quien agradeciera en nombre de nuestra familia su presencia aquí esta tarde.
Caldera, mi abuelo (así quiso que lo llamáramos sus nietos: «Caldera»), fue un hombre –si se puede decir sin redundancia- de profunda humanidad. Los que lo hemos conocido en la intimidad recordamos los innumerables detalles que era capaz de tener con cada uno de nosotros, la generosidad de su alma y la profundidad de sus afectos. Por eso, además de la historia común, compartida, cada uno tiene su historia personal con él.
De mí puedo decir que Caldera fue mucho más que el abuelo al que visitas los domingos. Él participó activamente en mi formación y desarrollo, fue una de las figuras paternas que la Providencia quiso que tuviera. He sido afortunado por tener más de un padre. Recuerdo cuando de niño, en Kavanayén, lo ayudaba a entregar juguetes y machetes el día de la repartición, cuando jugábamos bolas criollas, cuando íbamos al Aponguao… En el tiempo de mi adolescencia, me invitaba en forma regular a compartir el almuerzo, para conversar de mis estudios y de esas dificultades normales que el crecimiento trae consigo. Fui de viaje con él en más de una ocasión. Con él visité por primera vez Europa y con él conocí una de sus ciudades favoritas, Nueva York. Gracias a él tuve la fortuna de conocer a varias de las personas que hicieron historia en el siglo pasado, fundamentalmente en nuestro subcontinente. Tuve el privilegio de conocer en su compañía al Santo Papa Juan Pablo II en Roma, y de ser testigo de la muy especial amistad que los unió.
Si algo llamaba la atención en él era su esfuerzo de rectitud al decidir, lo grande y público o lo pequeño y familiar. Sopesaba los diversos aspectos de cada cuestión, para no dejarse llevar por las apariencias ni por caprichos. La Justicia era lo que debía prevalecer, sin que importara si le gustaba o no la solución al asunto. Puedo dar fe de que siempre supo aceptar y reconocer cuando otros tenían la razón, pues específicamente en dos episodios de mi vida, que no corresponde aquí relatar, fui testigo de ello. Como cualquiera, era capaz de ponerse bravo, muy bravo, aunque lo normal era su serenidad, la cual se esforzaba en conservar incluso en las situaciones más difíciles.
Lo recuerdo, quisiera recordarlo siempre como un luchador, según dijo de sí mismo. Nos dio un gran ejemplo de lucha, no sólo porque era capaz de emprender lo que consideraba importante aun sin tener muchos recursos, sino porque fue capaz de levantarse después de cada derrota sufrida. Allí estaba, al poco tiempo, al día siguiente incluso, de nuevo en su actividad ordinaria, dispuesto para un nuevo combate.
En su larga enfermedad, como en su vida, fue también un luchador, a sabiendas de que ese combate no lo podría ganar. Le tocó ver cómo poco a poco perdía su capacidad de moverse, de leer, de hablar. Al principio se resistía a usar un bastón o la andadera. Luego comprendió la magnitud de aquello a lo cual se enfrentaba y cómo su victoria tenía que ser otra. Fue una victoria de la resignación, de la paciencia, de la enfermedad soportada de una manera ejemplar. Un tiempo en el cual se reafirmó su fe y su esperanza, su cariño a toda la familia. Un tiempo en el cual tuvo la satisfacción de ver cómo amigos que después lo adversaron vinieron a visitarlo para reconciliarse con él. Y pudo recibir la comunión cada domingo, hasta el final.
Quisiera, pues, dar las gracias, a Monseñor Ítalo Altimari, que ha celebrado la misa. A la Asociación de Música Sacra «Santa Capilla», regalo de la familia de Enrique Bustamante Luciani. Y a todos los que han querido venir, de Caracas y de fuera de Caracas, para rezar por el eterno descanso de su alma, hoy cuando se cumple un mes de su partida y, por coincidencia, es el día de su cumpleaños.