Rafael Caldera
Por Luis Beltrán Guerrero
Artículo publicado el 17 de enero de 1990 en el diario El Universal, en la columna habitual del autor llamada «Candideces».
Prometió Tito, después de la muerte de su padre Vespasiano, aceptar el poder supremo solamente para conservar las manos puras y mantuvo su palabra a fe de Suetonio.
No necesitó Rafael Caldera hacer un juramento semejante, porque antes y después de haber logrado en su patria el poder supremo por elección popular, tenía y tiene las manos puras, no ya de sangre, que sería absurdo suponerlo, sino de algún otro vicio –peculado, engaño, falsía, ambiguas y oscuras órdenes, nepotismo– que pudiera enajenarle la voluntad del soberano, equivocado a veces cuando se olvida de Dios, o El lo olvida.
Adornado de las mayores virtudes privadas y públicas, logró la suprema magistratura en su cuarto intento, 1968. Los cuatro principios de la honestidad: prudencia, justicia fortaleza y templanza, enaltecen su figura. Ni deleite ni avaricia, ni ambición (como no fuese la bolivariana de servir a sus conciudadanos para alcanzar la gloria), le amenguan.
Nació un 24 de enero (por extravíos fue declarado «glorioso» el de 1848), en 1916. Y gloriosa, sí, la reciente efemérides, natalicia fecha de un varón justo, docto, generoso, cordial, a quien sólo achacaron soberbia, acaso por encontrar en él las gracias del más gallardo –en inteligencia y porte– de los arcángeles. En letras o ciencias jurídicas y sociales nada le ha sido extraño. Desde joven se consagró al Derecho Laboral, en pensamiento, palabra y obra. Todavía sigue, a los 74, afanándose en mejorar la Ley del Trabajo, de la que fue autor hace medio siglo.
Seducido por la presencia viva de Andrés Bello, también adolescente, le consagró ensayo, antaño laureado y constantemente reproducido aquí y allá. Desde entonces ha proclamado y practicado Libertad y Democracia, celebrado Moldes para la Fragua (Arévalo González entre ellos) y cuanto de sociología y biblias de gentil civismo fuera preciso escriturar. En plena madurez, con apasionada imparcialidad y muy decoroso estilo, interpretó a Simón Bolívar, ductor perpetuo de la integración de una República de Patrias.
Orador lo ha sido fulgente, en el aula, en el parlamento, las academias, los centros científicos o culturales del mundo todo, o frente a la masa arremolinada de esperanzas, sin temer el pedrusco, la agresión o la emboscada en la primera época de su magisterio político. Con los tiempos, se verá la necesidad de un Plutarco para redactar su biografía.
Si en el ejercicio de su Presidencia no hizo más (recordemos solamente el pormenor de la ruptura del Tratado de Comercio con EEUU, ciertamente ominoso), culpa no fue suya sino de la adversa mayoría del Congreso, que denegó proyectos legales y obstaculizó presupuestos. No es un político profesional; es un sabio metido a político por deber.
En plena adolescencia, cuando muchos sanos espíritus desinteresados acariciaron la ilusión marxista; cuando tanta gente de su generación confió en Moscú, más lejana que la más cercana estrella, se mantuvo firme en los principios heredados. Ni lo atrajo la sutil malicia del secretario florentino, pues jamás justificó los medios por los fines.
Apasionáronle las enseñanzas de Jesucristo y las de los padres de la Iglesia, con Pablo a la cabeza, porque a Grecia y Roma resumían, esto es, la cultura occidental y cristiana que, a través de la Hespérides, cruza el océano para bautizarnos en América con la lengua castellana, latín y griego redivivos. Admiró la vida de los primeros cristianos, comunismo verdadero, comunidad de alegría y de fe, obra y sacrificio ante un mejor destino, sabiendo que el Padrenuestro era oración más perdurable y satisfactoria que cualquier manifiesto; o que Nietzche y Spengler y Wagner, padrinos de fascios autoritarios, olvidadizos de la libertad, cuya antorcha, y no la lucha de clases, decide el humano porvenir. Sin olvidar, con el Evangelio, que «siempre habrá pobres entre vosotros», lo cual no le desanimó a consagrarse a defender los derechos de los pobres; como a su noble compañera de todos los días, a auspiciar las prerrogativas de la infancia.
León XIII con su Encíclica social, alumbra el camino y le pareció locura oír a los nuevos profetas de la dictadura del proletariado, antes que a los antiguos del Viejo y Nuevo Testamento. Por ello su socialismo no es materialismo dialéctico, ni pretensión cientificista, ni ateísmo de barricada. Su democracia no es oclocracia y populismo, sino orden, jerarquía, pueblo (no vulgo). Porque Jesús escogió a sus discípulos entre los humildes pescadores de Galilea, y entre ellos, doce, y entre éstos, uno, el que lo había negado, para piedra y fundamento de su Iglesia, católica por lo universal, apostólica por la selección, romana por la jerarquía. Y porque lo universal en lo nacional se afinca, Caldera creyó necesario fundar una vasta asociación socialcristiana, COPEI llamada, a la cual deseo no sólo unidad, vocablo laico, sino la hermandad de antes que debe ser de siempre, para lograr por los senderos de una evolución revolucionaria, las metas mayores.
Estas breves palabras son la reiteración cumpleañera de mi íntegra amistad, respeto, veneración casi, para con el gran repúblico de nuestro tiempo, cuyos errores (errare humanun est) son apenas minúsculos lunares. No busquéis a Rembrandt para su retrato, porque en su interior y en su faz, abundan las luces y las sombras huyen.
Como habréis comprendido, sincerísimo lector, mi hermanazo, el arquetipo del hombre nuevo es –¡todavía!– Jesús de Nazareth. El mismo que designó como sucesor en la Tierra, única comunidad de hombres conocida hasta hoy, a Pedro, quien tres veces lo había negado.