Rafael Caldera durante el discurso de orden por el bicentenario del natalicio de José Antonio Páez. Hemiciclo del Senado, Congreso de la República, 14 de junio de 1990.

Rectificar rumbo es urgente, ¡Vuelvan Caras!

Discurso de orden con ocasión del Bicentenario del nacimiento del General en Jefe José Antonio Páez en sesión conjunta de ambas Cámaras del Congreso Nacional, el 14 de junio de 1990.

Corresponde hoy a la representación popular rendir homenaje, en el segundo centenario de su nacimiento, a José Antonio Páez, cuya participación fue decisiva en el logro de la Independencia y en la organización de la República.

Páez y el Congreso, entre 1830 y 1848, tuvieron una responsabilidad común y común fue en 1848 su destino. El Parlamento perdió su rango y su poder a partir del trágico acontecimiento que la historia conoce como el «fusilamiento del Congreso». Hasta entonces llegó también la influencia preponderante de Páez en la vida política venezolana. El Congreso no volvió a ser lo que había sido, forzado a reunirse de nuevo con la ausencia de Santos Michelena, muerto a consecuencia de la herida asesina que recibió en aquel luctuoso acontecimiento, y de Fermín Toro, quien mandó al Presidente el recado marmóreo de que su cadáver podían llevarlo al Congreso, pero que «Fermín Toro no se prostituye». En cuanto a Páez, no solo fue el fin de su reconocida invencibilidad militar, sino que sufrió –con digna entereza– el vejamen a que fue sometido como represalia por el intento de restablecer una situación que tenía marcada su hora final.

A doscientos años de su nacimiento, ciento diez y siete después de fallecido, Páez se agiganta en el escenario de los tiempos. Su figura y sus hechos continúan encendiendo, para bien o para mal, recónditas pasiones. En la dilatada oscuridad a que estuvo sometida Venezuela en su accidentada vida política y social, si algo sirvió, al lado del mensaje perenne de Bolívar, para rescatar en una generación tras otra el sentimiento nacional frente al pesimismo dominante, era el relato fascinante de las increíbles hazañas de Páez para conquistar la libertad. La victoria fabulosa de Las Queseras del Medio, que Bolívar calificó como «la proeza más extraordinaria que puede celebrar la historia militar de las naciones», la toma de Las Flecheras, la toma de Puerto Cabello, removían en los venezolanos de todas las edades un hondo sentimiento patriótico y les decían que había madera para el heroísmo y corazón para la grandeza; y la dramática descripción de la despedida del Negro Primero en Carabobo («vengo a decirle adiós, mi General, porque estoy muerto») era para nosotros la revelación, llena de poesía, de una mezcla de valentía y lealtad, de arrojo sin límites y entrega a un ideal.

Formado en la escuela del trabajo, en su infancia y adolescencia aprendió oficio de pulpero y auxiliar de comercio, a la vez que de sembrador de cacao, ese arbusto que dominó la exportación venezolana hasta cuando la superó el café. Pero a los diez y siete años, al enredarse en un suceso inesperado en que se vio obligado a demostrar su hombría, decidió escapar a los Llanos, y en apenas dos años en que trabajó como peón, dominando caballos salvajes y enlazando toros bravíos, se convirtió en llanero integral, dispuesto a demoler a mandoble la estructura secular de un Imperio.

Ya en 1809 estaba comerciando en ganados; primero por cuenta del patrono, después por propia cuenta. Pero todo no fue sino preparación para la guerra. Él vino a ser, prácticamente, el pueblo en armas. Encarnó a ese personaje mitológico, el llanero, que tanto ha dado que escribir y hablar a quienes estudian la epopeya de la Emancipación. Y si le debemos gratitud por lo mucho que realizó, también se la debemos por lo que nos ha hecho sentir como pueblo: porque pueblo era él y demostró capacidad para las acciones más grandiosas, cuya rememoración era permanentemente un estímulo, aun en las horas menguadas en que el país parecía condenado a vivir en estado de miseria material y moral.

Se dice que los venezolanos somos generosos cuando no nos dejamos dominar por la crueldad. Capaces de nobles acciones, cuando se nos coloca en la disyuntiva hamletiana de ser o desaparecer. Somos versátiles, y una inteligencia natural nos hace pasar de cualquier situación precaria a una superación inesperada de modo de vida y de cultura, como si hubiéramos nacido en ella. Nos divierte movernos de un oficio a otro, de un ambiente a otro, de una condición a otra. No nos cuesta dar lo que tenemos y lo que no tenemos, lo propio así como lo ajeno, y poco nos inquieta lo que nos pueda deparar el porvenir.

Páez es prototipo de la versatilidad venezolana. El muchacho que a los diez y siete años, de dependiente de comercio se convirtió en llanero, lo hizo de tal modo que los historiadores lo consideran como si hubiera estado toda su vida en el Llano. El que llegara a General en Jefe a los treinta y un años, se convierte a los cuarenta en un Jefe de Estado completo. Tiene que reducir a la vida institucional la efervescencia de un país acostumbrado a la guerra, organizar una administración sobre las ruinas de un sistema destruido, dar el ejemplo, él mismo, de sujeción al imperio de la ley, una ley que no existía cuando galopaba en pos de la patria, lanza en ristre; y lo hace como si se hubiera formado precisamente para eso. No le arredra el esfuerzo que hay que hacer para convertir en ciudadanos a los integrantes de esas masas rurales que lo siguieron en la guerra, fanatizadas por su prestancia y por su ejemplo.

Que en su vida hubo errores, nadie intenta negarlo. Que cometió faltas, algunas de suma gravedad, ¿por qué ocultarlo? De todas, la mayor, la inconsecuencia con Bolívar en los días amargos en que se disolvió la Gran Colombia. Pero él no fue el que urdiera la trama: se encontró en ella y por fuerza de su personalidad se le reconoció como centro de gravedad de una realidad nueva. Nunca la popularidad de Páez, inmensa como fue en Venezuela, ni la de Santander en la Nueva Granada, ni la de Flores en Quito, alcanzaron la del Libertador, cuyo solo prestigio había sostenido a Colombia por diez años. O’Leary dice que al cabo de esos años de unión quedamos más venezolanos, más neogranadinos y más quiteños que antes. Soublette, a quien Bolívar dejó en Caracas en la esperanza de que representara su ideal integracionista, fue conducido por los hechos a ser una de las más destacadas figuras de la separación. El propio doctor Vargas, anota Gil Fortoul, votó por la separación de Venezuela de la Unión Colombiana. Páez, en consecuencia, habría podido decir como El Libertador en el Discurso de Angostura: «fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros sucesos: atribuírmelo no sería justo, y sería darme una importancia que no merezco».

Reparó su culpa con la apoteosis de Bolívar al traer sus sagrados restos a Caracas. El traslado de esas reliquias lo había planteado ya en su primer gobierno, en 1833; lo realizó al final del segundo mandato, que calificados historiadores consideran el mejor que tuvo Venezuela en el siglo XIX.

Pero la historia no se detuvo allí. Entre 1830 y 1846, con la colaboración de Soublette y de otros egregios servidores públicos, pudo llevar adelante el proceso de normalización de un pueblo que había sufrido el estremecimiento de la Guerra a Muerte, que había adquirido la costumbre de resolver las controversias por medio de la violencia, que había destruido las fuentes de riqueza en la hoguera prendida para alcanzar la libertad, y que para financiar la guerra había contraído una deuda externa que ya para entonces constituía uno de los problemas graves por enfrentar.

El primer ejemplo que dio fue el de entregar la Presidencia al cabo de cuatro años, respetando la norma constitucional que limitaba esa duración el período y prohibía la reelección inmediata; y el de acatar la elección del sabio Vargas, que no fue su candidato porque creía que el General Soublette estaba en mejores condiciones en aquel momento para gobernar nuestro indómito país.

Volvió a ser el caudillo popular de antes al alzarse para restituir el Sabio a la silla presidencial, a raíz de la Revolución de Reformas. El historiador Gil Fortoul, en torno a este acontecimiento, afirma: «No hay duda que la revolución de julio fue vencida porque Páez puso su espada al servicio de la Constitución, en vez de aceptar la Dictadura que le ofrecían los reformistas: el hecho es que Páez restituyó a Vargas su perdida Presidencia, asegurando así el triunfo del Gobierno Civil contra el militarismo».

Cuando Vargas se resistía a aceptar su postulación para el mando, alegó carecer «de aquel poder moral que dan prestigio de las grandes acciones y las relaciones adquiridas en la Guerra de Independencia, poder que, en mi opinión, es un resorte poderoso en las actuales circunstancias de Venezuela para robustecer la enervada fuerza de la ley y conjurar con eficacia las tempestades que puedan amenazarla, o hacer desaparecer, rápida y vigorosamente, los males que la aqueja» (8 de agosto de 1834). Páez sí lo tenía; pero, después, los hechos lo condujeron a asumir una actitud inevitablemente partidista y no pudo evitar sumergirse en el combate enconado de las facciones.

Las cosas se deterioraron y los hombres se enfrascaron en una lucha áspera. Quienes habían sido compañeros y amigos en los días grandes de la epopeya se convirtieron en encarnizados enemigos. Estremece saber que reapareció la pena de muerte, con visibles contornos políticos.

El General Monagas, ilustre Prócer de la Independencia, no pudo sustraer su actuación a su voluntad autocrática. Se le atribuye el dicho de que «la Constitución sirve para todo». Los líderes del Partido Liberal, que lo apoyaron, terminaron abandonándolo cuando la situación se hizo insostenible. Una unión de partidos, que no mantuvo al llegar al poder la norma de fiel cumplimiento que caracterizó al llamado «Pacto de Puntofijo» cien años después, derrocó a los Monagas fácilmente. Pero la Revolución de Marzo no fue –salvo los brillantes discursos de la Constituyente de Valencia, especialmente los de Fermín Toro– sino la antesala de una guerra larga, la Guerra Federal.

La crisis se acentuaba. La librecambista Ley de 10 de abril de 1834, criticada por Toro, había contribuido a agudizar las contradicciones sociales. La situación era cada vez más dura para el pueblo urbano y rural. El doctor Ángel Quintero, electo Designado a la Presidencia de la República en 1861, dijo ante el Congreso al asumir el cargo: «No concedamos tregua a la revolución social que nos devora; combatirla en las ciudades, en los pueblos y en los campos, perseguirla hasta en sus últimos atrincheramientos, castigarla ejemplarmente y consolidar un gobierno que resista con vigor al combate de enfurecidas pasiones, ése es mi programa».

Tuvo la debilidad el Centauro de asumir el Poder Supremo pensando que podría poner fin a la lucha. Vana ilusión. La contienda siguió reclamando vidas y haciendas. Como dice Díaz Sánchez: «cinco años de sangre habían conmovido hasta los tuétanos al pueblo de Venezuela, destruido sus energías y transformado profundamente la estructura social del país. Cuarenta mil muertos y la total destrucción de la economía era el precio que la República pagaba por aquella transformación. Nada recordaba ya la cultura de la época colonial ni la organización posterior ideada por los campeones de la independencia venezolana». Juicio este que coincide con la descripción de Gil Fortoul: «Al desaparecer la Oligarquía, la República está amenazando ruina: la agricultura apenas existe, la cría se ha diezmado, el comercio no tiene crédito, la propiedad raíz produce escasa renta, los valores públicos andan por el suelo, el gobierno supremo pasa a manos inexpertas, y el de las Provincias o Estados pasa a hombres en su mayoría incultos, y el de los cantones y parroquias, a aquel linaje de abigarrados tiranuelos que previó Bolívar».

La defensa de la Dictadura se fundó en considerarla una necesidad. Pero la opinión pública no la justificó. Lisandro Alvarado observa algo muy elocuente: que al asumir Páez la Dictadura «nació de improviso un sentimiento de protesta contra la autoridad usurpada, partiendo de puntos de vista los más diferentes y hasta hostiles entre sí». Ello demostró, a pesar del carácter excepcional de las condiciones del momento, que la opinión general es siempre adversa a la imposición de la fuerza por sobre las instituciones.

La proverbial magnanimidad de Falcón no le bastó para dominar los conatos de disgregación que se producían por todas partes. El «cuero seco» con el cual comparó Guzmán a Venezuela, comenzó a verificarlo el Mariscal. Pronto, el viejo Monagas, de ochenta años, aprovechó las circunstancias, se alzó otra vez y triunfó con el apoyo o simpatía de muchos que antes lo adversaron y ahora simpatizaban con su Revolución Azul. Pero murió al apenas culminar su triunfo, que sus herederos no fueron aptos para mantener.

Surge Guzmán Blanco como el Bonaparte de la Revolución Federal y ejerce influencia decisiva por veinte años. Expresa el propósito de «destruir los godos hasta como núcleo social». Concibe peripecias formales, como la Constitución Suiza, un Consejo Federal y Presidentes electos cada dos años, reduce a siete los ya tradicionales veinte Estados para hacer más fácil su control, pero todo ello nada vale para detener el país en la pendiente que lo lleva a los más férreos tipos de autocracia.

De 1858 a 1899, todos los cambios de gobierno se operaron por medio de revoluciones armadas. El último intento de continuar haciéndolo fue la Revolución Libertadora, que tuvo su fracaso principal en La Victoria y su batalla final en Ciudad Bolívar, el 21 de julio de 1903; fecha, por cierto, que la literatura empalagosa de los áulicos proclamaría, casi tres décadas después, con el pomposo nombre de «Día de la Paz». El bloqueo de nuestros puertos por varias potencias europeas afirmó a Cipriano Castro sobre un sentimiento nacionalista («la planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria») y Gómez se asentó sobre un deseo irrefrenable de paz, paz aunque fuera contrahecha y tuerta, como decía un gran educador larense, Egidio Montesinos.

Todo esto fue consecuencia de muchos factores, que deben ser analizados hoy, cuando a pesar de la diferencia sustancial de los tiempos, la situación no deja de presentar preocupantes analogías. Brotes hay de anarquía y de egoísmo, de demagogia y de inflexibilidad, contrastes de pobreza y de lujo, de abandono en las capas sociales menos favorecidas y afán desmedido de ganancias en los que poseen medios, brotes de pasión y de odio que recuerda los que envenenaron los ánimos en los prolegómenos de la Guerra Federal.

Atravesamos una seria crisis. Que la crisis no ha cesado, lo reconoció el Presidente de la República en su discurso en el Panteón con motivo de esta efemérides paecista. Y lo más serio es que el reajuste emprendido, a la luz de un economicismo que no toma en cuenta suficientemente el costo social, hace que se agudice más la pobreza, que es crítica en sectores crecientes, y la insatisfacción de necesidades primarias como la vivienda y el transporte en las clases medias, cuya aparición y fortaleza habían sido uno de los mejores saldos positivos del proceso venezolano. Para enfrentar la crisis nos ofrecen su recetario organismos financieros internacionales que sirven ante todo los intereses de las naciones ricas y a los que no les duele lo que padezcan nuestros pueblos. Pero los economistas no deben olvidar que los seres humanos son seres humanos, que las leyes sociales no son leyes fatales, que la realidad de cada país tiene su propia característica y no se le pueden imponer conductas y puntos de vista de otros países diferentes, que se encuentran además en una fase diferente de desarrollo. El país no está en condiciones de soportar un mayor deterioro en el nivel de vida, ni lo puede satisfacer una hipotética esperanza de reactivación. La lección de la historia debe conducirnos a revisar lo que estamos haciendo y a buscar caminos para enfrentar en una forma armónica la crisis que estamos atravesando, para no caer en lo que hemos caído a lo largo de nuestra experiencia nacional.

En la conclusión de su Autobiografía, dice el General Páez: «Mi propio naufragio habrá señalado a mis conciudadanos los escollos que deben evitar». Ese mensaje no fue fruto de una improvisación; surgió de lo profundo de sus reflexiones y de su corazón, un corazón al que en ninguna de las variables de su veleidoso destino, le faltó el amor a Venezuela. En el momento actual, sería insensato no atenderlo.

Si Páez cometió errores, también los cometieron los demás protagonistas del drama venezolano. Si la reconstrucción venezolana avanzó a un ritmo sostenido durante los tres primeros lustros de existencia de la República, después se fue deteriorando hasta caer, no sólo en destrucción de vidas humanas y de recursos materiales, sino lo que fue tal vez peor, a saber, la ruptura de los cauces institucionales, que hasta 1936, ya bien entrado el siglo XX, no se pudo intentar en serio reconstruir. ¡Qué falta de voluntad para entenderse! ¡Qué terrible ceguera, aun cuando ya se sentían las explosiones del ambiente y la descomposición social y política estaba anunciando la tragedia!

La culminación de los errores del Centauro fue aceptar el mando como consecuencia del cuartelazo contra el ilustre Pedro Gual. Había venido, todavía en pleno dominio de sus facultades, con el ánimo recuperado por los homenajes recibidos en Estados Unidos y en Europa. No imaginaba que sería, como dijo después, «para luchar con nuevos inconvenientes y recoger cosecha de desengaños». Cierto que el país lo esperaba; cierto que su figura continuaba destacándose en el elenco de los varones de la nacionalidad; pero lo que le tocaba era lograr la pacificación de los espíritus para emprender, con el concurso de todos, nuevos rumbos. En una visita que como Jefe del Ejército hizo a un Cuartel el 10 de abril de 1881 afirmó: «Yo no soy oligarca ni federal; soy venezolano y quiero la paz».

Pero no había confianza. Se reunió con Falcón en el Campo de Carabobo, pero no llegaron a acordarse. El torrente lo arrolló. Y menos mal que tuvo un punto de solución civilizada en el discutido Tratado de Coche.

Es interesante anotar, que en medio de la guerra y en ejercicio del poder dictatorial, Páez quiso ser consecuente con su preocupación de servir a Venezuela, ya que dijo: «en lo próspero y adverso mi suerte estuvo siempre unida a los destinos de la patria». Asombra verificar que promulgó los códigos que Venezuela requería, entre ellos el que un distinguido jurista, el Dr. Julián Viso, había elaborado acogiendo los lineamientos del Código Civil Chileno de Andrés Bello. Celebró con la Santa Sede el Concordato previsto por la Ley de Patronato de 1824; inauguró el alumbrado de gas en Caracas y el ferrocarril que unía la ciudad con Petare. La Federación derogó los Códigos, incluyendo el de Viso, con excepción del de Comercio; y negó la ratificación del Concordato, quedando pendiente el arreglo entre la Iglesia y el Estado, hasta que Rómulo Betancourt dio el paso decisivo en 1964, al final de su mandato, de conformidad con lo acordado en el Pacto de Puntofijo de 1958.

En el último exilio, el General Páez vivió diez años más de intensa actividad. Le llovieron de nuevo los reconocimientos. El Presidente Sarmiento le hizo el honor de darlo de alta en el Ejército Argentino, como Brigadier General. Publicó en Nueva York dos tomos de su Autobiografía, reconocida como un libro de excepcional valor.

Murió en 1873, y sólo quince años más tarde, en el interinato de Hermógenes López, su cadáver fue traído a su tierra y sepultado en el Panteón Nacional. Una sencilla losa en el piso decía su nombre, pero se había dedicado un gran monumento a los próceres máximos de la Federación, Falcón y Zamora. Fue a los 98 años de su fallecimiento cuando tuvimos la satisfacción de erigir un bloque de mármol esculpido por José Pizzo, en su sepulcro.

Poco antes de su muerte, escribiendo a su hijo Manuel, le decía: «Todas las cartas que recibo de ésa me informan del progreso que hace el país como consecuencia de la paz, y estas noticias me tienen bastante complacido, y aún más deseoso de que se prolongue ese estado que indudablemente levantará a Venezuela del decaimiento de tantos años». Gobernaba Guzmán Blanco, su adversario, pero su amor a la Patria se sobrepuso a los viejos rencores.

Ahora nos conmina su ejemplo. Las batallas que libró las tenemos que librar nosotros, en la vida civil, contra la injusticia, contra el pesimismo que envenena los ánimos. Un país con recursos naturales, financieros y humanos que bien utilizados deberían propiciar a su población la posibilidad de una existencia realmente humana debe, si no nadar en la abundancia, por lo menos conjurar la pobreza.

Páez logró trasladar a la vida civil las sobresalientes cualidades y el recio temple que lo caracterizaron en la vida militar. Hoy nos exige Venezuela a sus hijos librar otro tipo de combate, pero cuyas dificultades y peligros no son menos que los que a él correspondió superar.

Páez dijo «vuelvan caras» cuando un Ejército muchas veces mayor que el suyo lo perseguía, creyéndolo perdido. En el momento actual, nuestra situación es parecida. Rectificar rumbos es urgente: no es cuestión de retórica, es cuestión de conductas. Digamos «vuelvan caras» para enfrentar y vencer la crisis económica, la crisis social que ella agudiza, y la crisis moral que amenaza destruir el país.

Lo reclama la hora. Lo impone el patriotismo. Lo pide Venezuela.