Rafael Caldera, como Presidente del Consejo de la Unión Interparlamentaria Mundial, en el XI Periodo Extraordinario de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Nueva York, 25 de agosto de 1980.

El Bien Común Universal y la Justicia Social Internacional

Conferencia dictada en Guayaquil, recogida en la Revista del Instituto Venezolano de Derecho Social, n. 41, pp. 7-22, Caracas, 1975.

El caso del petróleo

Deja de ser mero lugar común y se convierte cada día más en realidad, la afirmación de que vivimos un momento del que puede salir una transformación profunda de las relaciones humanas. Se habla de crisis, no ya en el sentido puramente económico de perturbación del proceso que va desde la producción hasta el consumo de los bienes, sino en el de desconcierto y desajuste general, en el de incertidumbre ante medidas que se toman sin éxito y con frecuencia provocan mayores inconvenientes de los que se trata de remediar.

Dentro de esta incertidumbre universal, emergen los pueblos sojuzgados para plantear sus reivindicaciones. El caso del petróleo ha constituido una especie de chispa para poner en marcha mecanismos reivindicativos de los países productores de materias primas. La opep, que durante más de las dos terceras partes de su tiempo de vida parecía un elefante blanco, se convierte en los últimos años en un instrumento operativo capaz de demostrar lo que puede lograrse por la unión de los débiles. Por eso, se la difama y se la ataca: se la pretende hacer aparecer falsamente como la responsable del proceso mundial de la inflación, cuando en realidad lo que no se le quiere perdonar es haber ejercido el derecho de los productores para intervenir en la fijación de los precios internacionales y el haber puesto en evidencia la irritante situación que existía, de pagar a precio vil un artículo esencial para la vida y el progreso. No se le tolera el haber ensayado un mecanismo distinto, a través del cual se rompe una estructura de subordinación y se ponen en práctica nuevas ideas, expuestas en foros internacionales como lo son la onu y la unctad, pero tercamente resistidos por los usufructuarios de los privilegios actuales.

Ha cambiado la vida internacional

No se puede negar que la vida internacional ha cambiado. Este siglo ha ido viviendo el proceso acelerado de la conversión de los países coloniales en Estado. En el seno de las Conferencias Mundiales se sientan los representantes de unidades políticas teóricamente soberanas y se reconoce formalmente el mismo voto a potencias que cuentan centenares de millones de habitantes y manejan centenares de miles de millones al año y a minúsculas entidades políticas, que apenas tienen alguno o algunos centenares de miles de seres humanos y recursos que difícilmente alcanzan siete cifras de la unidad monetaria mundial.

No se ha tomado conciencia de la comunidad internacional

Pero uno de los aspectos más importantes del drama actual reside en que la vida internacional, a pesar de la multiplicación de organismos y programas, algunos muy nobles y útiles, no ha alcanzado a tomar conciencia plena de la existencia de la comunidad internacional. Lo afirmo porque en vez de regirse por normas de solidaridad humana, la vida internacional está todavía sujeta a normas, conceptos y procedimientos trasladados de los más rancios sistemas de individualismo jurídico y moral, pese a que en la vida interna de los pueblos, éste recibe, desde años atrás, derrota tras derrota.

Hay un Derecho Internacional, es cierto. Hay una organización de naciones que a veces reproduce los episodios más característicos de la vida parlamentaria típica de una democracia puramente formal. Pero no existe conciencia clara de lo que representa y significa una comunidad internacional. La sociedad internacional parece, más bien, un certamen internacional de boxeo o de esgrima. La idea de bien común no ha sido trasladada al ámbito universal. La noción de justicia social todavía está confinada al orden interno de cada Estado: no rige todavía la vida internacional, sin observar, como lo expresara Brunner, que «[e]l laissez-faire, aplicado a la vida internacional resulta un principio de ordenación tan inadecuado como probó serlo en la economía del liberalismo manchesteriano»[1].

La idea de Bien Común

La expresión Bien Común arranca de la filosofía clásica. Interpretando el pensamiento tomista, Utz afirma sin vacilación: «el bien común es el constitutivo formal de la sociedad»[2]. No es mi propósito en esta oportunidad entrar al análisis terminológico, discutir sus diversas interpretaciones, exponer ¾para defender o censurar— lo que las distintas corrientes ideológicas establecen como fines de la sociedad y del Estado. Lo que unos llaman bien común, lo conciben otros a través de denominaciones diferentes: bien público, bien social, bien colectivo, común utilidad, bienestar común, común provecho, interés general. Digamos que la idea que se tenga sobre el Estado, sobre su necesidad o prescindibilidad, sobre su preeminencia en relación al individuo o sobre su carácter subsidiario, influye en la formulación del fin que a la sociedad política se asigna.

Pero hay algo indudable: sea cual fuere el vocabulario empleado, el hecho de que los hombres vivan dentro de una sociedad organizada atribuye por sí mismo a ésta la responsabilidad de crear y mantener las condiciones adecuadas, para que cada una de las personas que la integran y cada uno de los grupos sociales que en su seno actúan puedan lograr en forma conveniente la satisfacción de sus necesidades de todo orden y su propio perfeccionamiento.

Por ello puede con toda razón afirmar un autor: «desde la más natural y estable de todas, que es la familia, hasta la más artificiosa y fugaz, toda colectividad tiende a un fin propio suyo, que, con pleno derecho, puede llamarse su bien común»[3].

Inagotables son las controversias acerca de ese fin que la sociedad ha de cumplir, y que, sin entrar en polémica, en general se sigue llamando el bien común. Se discute, por ejemplo, si el Estado debe limitarse a proveer a sus asociados beneficios materiales o su acción ha de comprender objetivos de orden cultural y moral. Se discute y se discutirá acerca de si el Estado (la sociedad política perfecta, la sociedad civil por antonomasia) ha de erigirse en productor, en distribuidor, en administrador de los recursos naturales; de si debe ser él directamente responsable de la educación y de la salud, de si debe ejercitar una función paternal o por lo menos tuitiva, como gerente de la felicidad general; se controvierte ardorosamente la cuestión de si al ciudadano ha de garantizársele, con la libertad, la iniciativa para buscar su propio mejoramiento a través de sus propios esfuerzos para lo cual el poder público debe asegurarle condiciones propicias; o si por lo contrario, la responsabilidad misma de la felicidad de cada ciudadano debe hallarse en manos del Estado.

La función del Estado se ha de proyectar en el campo cultural y moral

Yo soy de quienes creen que la función del Estado para procurar el bien común no puede limitarse a las circunstancias económicas, sino que ha de proyectarse ampliamente en el campo cultural y moral. Estoy entre quienes sostienen que la libertad individual y los derechos fundamentales de la persona humana son el verdadero motor de la historia. El Estado debe garantizar a cada uno la más amplia esfera de acción, dentro del aseguramiento del orden, de la convivencia armónica y del acceso de todos a la generalidad de los recursos. Creo que como gerente del bien común, el Estado debe asegurar la paz, la libertad, la salud, el conocimiento y la ciencia, el acceso a los medios sin los cuales el hombre no podría cumplir su fin propio. Creo que, igualmente, tienen derecho a una amplia y libre esfera de acción las comunidades intermedias existentes dentro de la gran sociedad civil que es el Estado: los derechos de la familia, del municipio, del sindicato, de la comunidad cultural y, naturalmente de las comunidades religiosas deben ser reconocidos y garantizados por el Estado.

Por ello y para ello la sociedad existe, como un hecho natural que no resulta de un propósito deliberado del hombre sino de su propia existencia. «Y el bien común como paz social es todo esto. No es la tranquilidad en la servidumbre coactivamente mantenida; no es la seguridad de una clase sobre la opresión de los demás, ni el orden en la tiranía que inmoviliza. El bien común es tranquilidad en el disfrute de todos los derechos humanos para todos los ciudadanos; es unidad en la caridad. Francisco de Vitoria insinuó la fórmula: es convivencia pacífica para la prosperidad y el bienestar de todos»[4].

El Bien Común y la Justicia

Para realizar el bien común, el Estado ha de ordenar su conducta, la de sus súbditos, la de los grupos intermedios, a través del Derecho. El Derecho, a su vez, ha de realizar los imperativos de la justicia.

La justicia, según la división aristotélica, puede ser de tres clases: conmutativa, a saber, la justicia de las igualdades matemáticas, de las equivalencias absolutas, de los ojos vendados, de la espada en la mano, dispuesta a caer para tronchar la controversia sin consideración ni reparo ante las personas discrepantes; la justicia legal o general, expresada en la potestad legislativa del Estado para imponer lo necesario al mantenimiento y desarrollo de la comunidad, y la justicia distributiva, a través de la cual el ciudadano, en su condición de sujeto activo frente al Estado, debe reclamar lo que le corresponde tanto en las cargas como en los beneficios establecidos por la comunidad.

Predominó, en todos los tiempos del individualismo, la justicia conmutativa, igualitaria, inflexible, considerada el summum de la perfección. A la usanza de1 derecho quiritario romano, la codificación napoleónica se inclinó a legislar sólo para resolver las disputas entre los individuos, mirando al Estado cual mero árbitro para dirimir conflictos. La autonomía de la voluntad elevó la norma contractual, resultando, en teoría, de una libre deliberación y consenso, a la condición de la ley suprema de las relaciones sociales; el postulado de la igualdad jurídica se entendió como si todos tuvieran iguales posibilidades para negociar; con lo que el hecho de tener mayor poder y la voluntad de ejercerlo venían en definitiva a destruir hasta la raíz la posibilidad de libre deliberación por parte de quienes disponían de menores recursos; todo ello en nombre de la libertad.

La justicia igualitaria, formalmente comprometida a dirimir con imparcialidad las cuestiones surgidas entre los hombres, ignoró los altos fines de la sociedad y la realidad misma de ésta y sirvió más al bien individual que al bien común.

La Justicia Social

Frente a esta situación, la humanidad vuelve los ojos hacia la justicia social. Ya en el propio medioevo, Tomás de Aquino «tuvo el acierto de atribuir a la justicia social su objeto propio distinto de los objetos de las otras virtudes: el bien común»[5].

Pero es a partir de la mitad del siglo xix cuando se va generalizando esa expresión. No considero pertinente en el presente análisis, plantear el debate acerca de si se trata de una nueva rama de justicia, no comprendida en la división tripartita de la filosofía clásica, o si comprende a uno o dos de los términos de aquella clasificación. Por interesante que sea la polémica, que al fin y al cabo ha contribuido para ir precisando mejor el concepto de justicia social, pienso que ella se vuelve un tanto inoficiosa; ya que, en definitiva, versa más acerca de las interpretaciones que pueden atribuirse o se atribuyen a las expresiones «justicia legal», «justicia general», de la filosofía antigua, que a una discrepancia profunda sobre concepto y contenido de la denominación «justicia social».

El lenguaje inequívoco de la historia ha ido señalando mejor el ámbito de la justicia social. Ella rompió con el esquema de una igualdad conmutativa, de una equivalencia aritmética entre las obligaciones de dos partes, dotadas de derechos iguales en el plano teórico, pero colocadas en situaciones de grave desigualdad en el terreno de los hechos. Ella hizo valedera la observación estampada par Bolívar en el Discurso de Angostura: «Si el principio de la igualdad política es igualmente reconocido, no lo es menos el de la desigualdad física y moral. La naturaleza hace a los hombres desiguales, en genio, temperamento, fuerza y caracteres. Las leyes corrigen esta diferencia porque colocan al individuo en la sociedad para que la educación, la industria, las artes, los servicios, las virtudes le den una igualdad ficticia propiamente llamada política y social».

Se apela a la justicia social, porque se experimentan los efectos nefastos de aplicar meramente la justicia individual. Entre el fuerte y el débil, la desigualdad no debe producir en favor de aquél mayores ventajas, sino mayores responsabilidades.

El Bien Común exige que se dote a los que carecen

El bien común exige que cada uno tenga acceso a la vida económica, a la vida cultural y a la vida moral; el bien común reclama que se corrijan las desigualdades irritantes en la distribución de los recursos; el bien común exige que se dote a quienes carecen de suficiente fuerza para defender sus derechos (los «hiposuficientes» en la terminología de Cesarino Junior) de la adecuada protección para que puedan, dentro de condiciones razonables, alcanzar sus propios fines y desarrollar su propia personalidad.

Esta idea de justicia social que se abrió paso a través de una de las etapas más interesantes en la historia de la humanidad engendró nuevas ramas del Derecho, comenzando por el Derecho del Trabajo; transformó arcaicos sistemas jurídicos basados en el individualismo; abrió caminos al establecimiento de un nuevo equilibrio y protegió la organización solidaria de los débiles para que pudieran equipararse, en la celebración de los negocios jurídicos, a quienes habían concentrado en sus manos mayor fuerza, especialmente en lo relativo al poder económico.

La Justicia Social se halla confinada al derecho de cada país

Pero la marcha victoriosa de la justicia social está incompleta, confinada a los límites del derecho interno de cada país. Hay una legislación comparada universal; hay un código internacional compuesto por acuerdos celebrados para aplicar a las distintas jurisdicciones nacionales normas iguales, o condiciones similares de trabajo; pero todavía las obligaciones de los sujetos en la relación internacional se siguen considerando en forma sumamente parecida a la que estuvo prevaleciendo en la época del individualismo, para resolver las situaciones establecidas entre particulares teóricamente equivalentes y condicionados por el yugo de una asignación conmutativa de los derechos y deberes derivados de los actos jurídicos.

Frente a la justicia individual, la justicia social, sin negar aquélla pero presente para complementarla y corregirla, ha tomado cuerpo en el Derecho Interno, justicia social para realizar el bien común en la sociedad civil, o sea el Estado, lo mismo que los otros grupos sociales organizados y, concretamente, en la sociedad universal; justicia social expresada en la defensa de los trabajadores, pero también en todo lo que el bien común exija para realizarse y en la protección de todo aquel que se encuentre en situación desventajosa o en situación de marginamiento dentro de la vida social.

Preciado Hernández, hace ya algunos años definió con precisión de términos y condición aguda la justicia social, como «la noción genérica de la justicia, referida a lo social (…), distinguiéndola así de la justicia metafórica que nosotros preferimos llamar justicia individual». Y agregó: «en este sentido, la justicia social no es un ideal exclusivo de la clase obrera, sino que es el principio de armonía y equilibrio racional que debe imperar en la sociedad perfecta, en el Estado y en el orden internacional»[6].

Lo que nos trae a la memoria la afirmación de Brunner: «Permanece, pues, en pie, la tarea de configurar un orden internacional justo, un orden en el que ya no haya la presente anarquía, ni tampoco la desigualdad actual en cuanto a riqueza y pobreza de las naciones»[7].

El Bien Común Universal

¿Existe, acaso, el reconocimiento del bien común como fin de la comunidad internacional? Así lo creo. Más aún, aseguraba Delos ya en 1926: «Cada siglo ha tenido su concepción política de un organismo de orden y de paz internacional. Si hubiera que caracterizar la nuestra —la del siglo xx, cuya lenta elaboración vemos, aquella, sobre todo, cuyos legítimos intereses tiene la Semana Social la ambición de servir pro viribus— yo diría de buena gana que su nota distintiva es el relieve dado a la idea de Bien Común Internacional»[8].

Cierto, no nos hallamos todavía en un estado pleno de desarrollo, y de allí las mismas imperfecciones de terminología que no hemos alcanzado a superar. Cuando hablamos de comunidad internacional y no de sociedad internacional es porque, a nuestro pesar, reconocemos que todavía falta trecho por andar para que la vida de la humanidad esté suficientemente organizada como fenómeno asociativo, como sociedad y no meramente comunidad.

Cuando hablamos de bien común universal y de bien común internacional renunciamos, al menos provisionalmente, a dilucidar si el bien común de todos los hombres debe plantearse como una aspiración total o ha de confinarse, al menos por ahora, a aquel bien común que resulta precisamente de las relaciones entre los Estados soberanos, circunscrito a los aspectos que derivan de esa misma relación internacional.

Colocándonos en la posición más realista (y renunciando también aquí a ocupar el tiempo de la presente exposición en el debate terminológico o aun en las proyecciones que le imprimen las distintas concepciones ideológicas) venimos a insistir en que la relación entre Estado y Estado, en el momento actual, se desarrolla, a los ojos del ordenamiento jurídico y de la política internacional, de manera muy similar a aquella en que se celebran las relaciones jurídicas entre particulares en el Derecho Quiritario romano o en el Derecho Civil de la codificación napoleónica. Los Estados celebran tratados que difieren muy poco de la contratación privada en el derecho individual. Las consecuencias de esos mismos convenios suelen regirse por disposiciones o interpretaciones similares a las que se aplican en el Derecho Privado contractual. La soberanía de los Estados y la tesis legítima de la igualdad jurídica de los mismos ha sido traducida, en los negocios jurídicos del individualismo, como situación supuestamente libre en la cual, de hecho y en forma reiterada, la parte que tiene mayor poder lo ejerce para asegurarse mayores ventajas, cuando lo correcto debería ser que esas preeminencias se tradujeran para ella en una mayor responsabilidad.

La lucha por la justicia social en el campo de derecho interno de los pueblos tuvo mucho que ver con el fenómeno económico-social de la división del trabajo. Los sectores encargados de aportar mano de obra se encontraron con que la retribución de la misma se fijaba, de hecho, conforme a la voluntad del empleador, el que, a su vez, fijaba a los consumidores el precio del producto terminado.

En el seno de la comunidad internacional, el fenómeno de la división del trabajo existe y autoridades doctrinales de los países desarrollados insisten en su conveniencia para la humanidad; pero también los países a los que la tradición colonial asigna la tarea de aportar productos primarios, han venido estando sujetos, bajo apariencia de la ley de la oferta y la demanda, a las condiciones impuestas por los compradores; los cuales, a su vez, para vender sus productos industriales, han venido imponiendo el precio de los artículos manufacturados.

Elementos del Bien Común

La Justicia Social Internacional exige de la comunidad internacional y de cada uno de sus integrantes, todo lo necesario para el bien común y sus elementos constitutivos han de ser similares a los elementos constitutivos del bien común dentro de la comunidad nacional. Este supone: (1º) su relación en sociedad, mediante la paz social, la seguridad en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes, la máxima libertad e independencia para el desenvolvimiento de familias e individuos; (2º) el máximo bienestar material y espiritual posible; (3º) el desarrollo y perfección de cada uno, mediante el acceso de todos a los recursos indispensables para alcanzar su destino; y (4º) el orden jurídico que establezca la debida coordinación.

Estos mismos requisitos, aceptados en grado mayor o menor por los pensadores que se ocupan de la noción del bien común, tienen que aplicarse a la vida internacional para que se realice, en verdad, la solidaridad humana, la idea de que todos los hombres integramos una sociedad. Una sociedad dentro de la cual cada nación debe tener libertad e independencia para lograr sus fines específicos, en medida igual y aun mayor que la que cada ciudadano como persona humana ha de tener dentro de su propia comunidad nacional.

Ese bien común internacional no supone la responsabilidad paternalista de la sociedad internacional para conducir, orientar e imponer a cada país su propio proceso de desarrollo; esta responsabilidad ha de ser de cada uno; pero a la comunidad internacional le corresponde el ineludible deber de permitir posibilitar, facilitar y garantizar a cada nación el derecho de realizar sus propios fines en armonía con la realización de los justos fines de los demás.

No es, pues, a través de actos caprichosos de benevolencia o filantropía internacional como se cumple el deber de solidaridad. Esos actos, sin negarle su valor práctico han de realizarse a través de la Justicia Social Internacional. Manteniendo siempre presente que, como lo ha señalado elocuentemente Eugène Duthoit:[9] «Toda Economía regional, nacional, internacional, tiene por objeto el servicio del hombre (…) En una palabra, estando lo económico, por definición subordinado a lo humano y a lo social, la Comunidad de los Estados debe promover, en todo aquello en que interviene, el bien de los hombres y de las sociedades, sin distinción de color, de raza, de nacionalidad».

La Justicia Social Internacional

De allí resulta, con meridiana claridad, nuestra tesis de que la máxima exigencia de los pueblos en este crucial momento de la historia es la de que en las relaciones internacionales se dé reconocimiento y preeminencia a la justicia social.

La Justicia Internacional hasta ahora ha sido la transposición de la justicia individual al plano de las relaciones entre los pueblos. El Derecho Internacional parece en gran parte el esfuerzo por trasladar la teoría jurídica de las obligaciones inspirada en el Derecho Romano a los tratados y acuerdos de Estados soberanos. Algunos atisbos de buscar otros caminos surgen a veces, como ocurre en algunos momentos de la Organización Internacional del Trabajo. En el seno de la unctad ha sido planteada con crudeza la injusticia de los términos del intercambio comercial en escala mundial. Lo incorrecto de esos términos puede discutirse tal vez a la luz de la justicia conmutativa, pero es patente a la luz de la justicia social.

Los países industrializados se desarrollaron en una época en que la justicia social no era reconocida desde el punto de vista interno: por ello se explotó con salarios miserables la mano de obra a través de interminables jornadas de trabajo, se utilizó con saña la mano de obra infantil y juvenil, se aprovecharon con avaricia las dramáticas condiciones en que se ahogaba el inmigrante extranjero. Así mismo, se supo aprovechar el fenómeno de la esclavitud, que proveyó mano de obra abundante y barata proveniente de pueblos a los que se calificó como inferiores y continuó valiéndose de la regulación del comercio antes existente entre las metrópolis y las colonias, para recibir la aportación de los países subdesarrollados y retribuirla en forma caprichosa, muy por debajo de todas las exigencias morales.

Por ello, la riqueza cada vez ha generado más riqueza, mientras que la pobreza y la dependencia no han hecho sino aumentar, a pesar de los esfuerzos de los pueblos en vías de desarrollo. La distancia entre los países desarrollados y los países subdesarrollados ha venido aumentando así constantemente y no ha habido en el mundo industrial comprensión para la justa queja del llamado Tercer Mundo, para el que cada día ha venido haciéndose más intolerable la situación.

Mientras no se reconozca la Justicia Social Internacional, puede asegurarse que no existe la comunidad internacional. Porque esta, al organizarse aunque sea de manera imperfecta, supone como su fin el bien común universal y para que el bien común universal se realice, a lo menos en una medida similar a la que es posible aspirar dentro del ámbito de cada Estado, es necesario que sus actos se orienten y rijan por las normas de la justicia social.

Esto lo he venido diciendo con claridad desde hace algunos años. En 1948 al escribir el programa de la organización política a la que pertenezco, reclamamos «la aplicación de los principios de la Justicia Social que implican la defensa del más débil, en el campo de las relaciones económicas internacionales». Al transcurrir el tiempo, la meditación en el problema y el enfrentamiento de soluciones concretas me ha ido llevando más y más a una constante y decidida convicción en favor de la Justicia Social Internacional.

He señalado el hecho de que todos los esfuerzos por la justicia social dentro de cada país se estrellan ante las dificultades derivadas de la falta de justicia social en las relaciones internacionales.

La idea se ha abierto paso a través de las más variadas circunstancias y puede considerarse como un hecho histórico el que Su Santidad Pablo VI haya escrito al Secretario General de las Naciones Unidas, con motivo de la Asamblea General Extraordinaria destinada al estudio de los problemas de las materias primas y del desarrollo, lo siguiente: «La Iglesia está firmemente convencida de que toda solución aceptable debe basarse en la justicia social internacional y en la solidaridad humana que han de hacer la aplicación práctica de tales principios».

Para un nuevo orden todos los pueblos deben contribuir al Bien Común Internacional

No se trata solamente de que se establezca un nuevo orden económico internacional: se trata de que ese nuevo orden arranque de la convicción de que todos los pueblos deben contribuir al bien común internacional mediante el cumplimiento de los deberes que la justicia social exige.

Las declaraciones que con frecuencia se formulan ya aisladamente, ya dentro de un contexto integrado, no deben quedar en e1 aire como mera expresión de una supuesta generosidad de los que más tienen en favor de los que tienen menos. Eso mismo se pretendió hacer en el seno de cada país, cuando el movimiento sindical irrumpió, cuando los derechos derivados de la justicia social se reclamaron, hasta que las leyes inspiradas en la justicia social aparecieron y cobraron vigencia.

No es por simple generosidad por lo que los países industrializados deben reconocer las preferencias generalizadas para que puedan integrarse mejor al comercio internacional los países en vías de desarrollo: es por exigencia de la Justicia Social Internacional.

No es por una equívoca tolerancia por lo que los tratados bilaterales de comercio deben renunciar a las tradicionales cláusulas que, en favor de los países desarrollados y como contrapartida de la garantía de un mercado más o menos seguro a las materias primas, imponían a los países subdesarrollados condiciones que les impedían su industrialización: esos tratados o esas cláusulas deben abrogarse y establecerse normas que impongan obligaciones diferentes, en virtud de la situación diferente que las partes ocupan y ella por mandato de la Justicia Social Internacional.

El pago de un precio remunerador a las materias primas es una exigencia imperativa de la Justicia Social Internacional.

El acceso de los países en vías de desarrollo a la tecnología y al capital en condiciones razonables no constituye una ilusión irrealizable ni una súplica mendicante: es un reclamo que se formula de acuerdo con la Justicia Social Internacional.

La proscripción de cláusulas restrictivas para la concesión de créditos o para la realización de programas comunes es un imperativo categórico derivado de la Justicia Social Internacional.

Cuando se dicen estas cosas, cuesta trabajo aceptarlas

Entendemos que cuando estas cosas se dicen, cuesta trabajo aceptarlas en el primer momento. He discutido en diversos ambientes, en los Estados Unidos de Norteamérica y en países de Europa, esta tesis, la he argumentado con abundantes razones y he encontrado al inicio la resistencia natural de quienes, estando en situación privilegiada, se sienten inclinados a achacar los problemas que los otros enfrentan a su incompetencia, negligencia o incapacidad para el trabajo y para la acción.

También le costó trabajo a los industriales más progresistas de la burguesía liberal del siglo xix sentarse en una mesa de discusión con los representantes de los trabajadores, admitir que las leyes podían inmiscuirse en la duración de la jornada laboral o en el establecimiento de condiciones mínimas del trabajo y, en su fuero íntimo, les era difícil no pensar en que la mala situación de los obreros se debía a su propia incapacidad y no a las condiciones vinculantes del proceso social y económico.

Fue un camino arduo el que tuvo que andarse. No es fácil que a primera intención se reconozca la validez de nuevos planteamientos.

Cuando países del Tercer Mundo asumen solidariamente una actitud para que se pague por el petróleo un precio justo, después de haber estado largos años entregando ese tesoro por un precio insignificante, que no sólo no aumentaba, sino que tendía a bajar, mientras todos los artículos producidos por el mundo industrial subían escandalosamente y la moneda perdía progresivamente valor; cuando, repito, países productores de petróleo, todos del Tercer Mundo, encontraron en su unión el camino para exigir mejores condiciones de intercambio económico, el escándalo formado por los países industrializados ha sido mayúsculo. Hasta han pretendido erigirse en defensores de los otros países consumidores, los que se encuentran en vías de desarrollo. Esa defensa jamás la intentaron cuando subieron sin medida los precios de los tractores, o de cualquier maquinaria agrícola, o de los tantos artículos superfluos que una propaganda desbordada metía por los ojos de los habitantes del Tercer Mundo, haciéndoles sacrificar, para adquirirlos, recursos que debían invertir en necesidades prioritarias.

Ello puede ser explicable, pero la fuerza de la razón es invencible; y el ejemplo felizmente dado por los países de la OPEP a partir de la conferencia de Caracas de diciembre de 1970, tiene que conducir a la revisión de las estructuras actuales. Es comprensible que los países desarrollados se resistan a pagar lo que en justicia corresponde a las países productores de materias primas, pero el hacerlo es lo que puede abrir nuevas vías para el mundo, mientras que no hacerlo sería acelerar la angustiosa preparación de una catástrofe.

Nuestro planteamiento no persigue fomentar conflictos

Nuestro planteamiento no se basa en odios ni persigue fomentar conflictos o aumentar tensiones. Se basa en los principios claros de la más sana filosofía, se orienta hacia la búsqueda de la armonía efectiva entre las naciones; hacia el establecimiento de una verdadera amistad.

Ya han pasado unos cuantos años desde que el mundo celebró la afirmación de un Pontífice de que la paz es obra de la justicia. Ese Pontífice dijo en su mensaje de navidad de 1942 que el Bien Común Internacional y el Bien Común Interior están íntimamente unidos; y en la navidad de 1948 que también entre las naciones debe haber una justa ordenación y una nivelación de las excesivas diferencias económicas. Muchos textos suyos y de quienes le precedieron o sucedieron en el Pontificado podrían citarse e invocar su autoridad moral, ya que nadie se atrevería a señalarlos como promotores de guerras o conflictos, como propagandistas de tensiones y de odios.

En 1932, en plena situación de una crisis mundial sin precedentes cuyo recuerdo estremece en el día que vivimos a la población de las grandes naciones industriales, la xxiv Semana Social de Francia fue inaugurada con un largo análisis de Eugène Duthoit, en el cual se pronunciaron palabras que podrán resultar dolorosamente proféticas, al referirse al gran desarrollo económico que contrarresta el bien común, como causa de aquella crisis, con las grandes y rudas lecciones que comportaba: «El bien común, que la Comunidad de los Estados debe procurar, no se alcanzaría si, al salir de esta crisis sin precedente, el mundo volviera a tomar su marcha acostumbrada sin sacar de los acontecimientos, tan mortificantes para toda la especie humana, razones para enderezar el rumbo».

Es tiempo todavía

Se han perdido cuarenta años, pero quiero creer que es tiempo todavía. Las naciones de América Latina somos amantes de la paz. Sabemos que fuera de la paz ningún beneficio efectivo y duradero podremos conquistar. Tenemos una triste experiencia de los conflictos que han retardado el proceso de nuestro desarrollo. Cuando reclamamos nuestro derecho y asumimos con firmeza las posiciones que nos corresponden, no pretendemos ofender a nadie ni causar heridas a ningún pueblo.

Nuestro deseo vehemente es cooperar con los demás pueblos, de este y del otro hemisferio, en la búsqueda de la paz. Queremos la verdadera paz, que es la que se basa en la justicia. Debemos recordar que una Justicia Internacional, convencionalmente así llamada a secas y que sólo remeda lo que el mundo abominó del individualismo, no puede ser el instrumento de la paz.

La verdadera paz habrá de conseguirse para el mundo a través del bien común universal, el cual sólo podrá lograrse cuando el espíritu de los hombres y de las naciones se disponga a acatar las normas de la Justicia Social Internacional.

[1] La Justicia, traducción de L. Recasens S., México, 1961.

[2] Éthique Sociale, I, p. 107, Éditions Universitaires, Friburgo, 1968.

[3] Rafael González Moralejo, Pensamiento Pontificio sobre el bien común, Madrid, 1956, p. 26.

[4] Luciano Pereña, Hacia una Sociología del Bien Común, Madrid, p. 30.

[5] Utz, obra citada, I, p. 141.

[6]Lecciones de Filosofía del Derecho, México, 1947, p. 229.

[7]Obra citada, p. 317

[8]«El. Bien Común Internacional: necesidad de órganos para asegurar su gestión», XVIII Semana Social de Francia, Le Havre, 1926.

[9]Eugène Duthoit, Curso de Apertura de la XXIV Semana Social de Francia, Lille, 1932.