Para presentar La Venezuela civil

Por Rafael Tomás Caldera

Caracas, 24 de enero de 2014

En nombre de mis hermanos, y en el mío propio, quisiera agradecer —primero que nada— a Elías Pino Iturrieta por la magnífica presentación que ha hecho del libro, con tanto acierto, y por sus palabras en este acto.

Pienso que el autor de los textos, que Elías conoció bien, estaría muy complacido.

Resulta, pues, un estupendo regalo de cumpleaños en la ocasión del aniversario de su nacimiento, hoy hace noventa y ocho años.

Agradecer también la buena mano de Sergio Dahbar en su edición.

Sergio es hombre de libros y, en cierto modo, para los libros: produce, evalúa, divulga.

Es persistente en su empeño por dar a conocer todo lo que afirme lo humano. Podría decir de él aquello de Saint-Exupéry: que quería fundar el respeto por el hombre.

Miguel Henrique Otero ha sido nuestro anfitrión. Agradecemos su generosidad al permitirnos presentar este libro aquí en El Nacional, cuya significación en la vida civil del país nadie puede desconocer ni minimizar.

Ningún sitio mejor para este acto donde queremos recordar la vigencia de la Venezuela democrática.

Permítanme ahora, por unos minutos, yuxtaponer a las significativas palabras de Elías y de Sergio unas breves reflexiones sobre la tarea que nos ocupa.

La constitución real de una sociedad, el modo como es gobernada, depende de su tradición. Para bien o para mal, nada resulta más difícil que cambiar esa forma consuetudinaria, donde valores, actitudes y maneras de comportarse vienen a veces de un pasado remoto. No parecía un buen presagio aquella declaración de un manifestante entusiasta en la Plaza Tahir cuando, al elegir a Mursi, decía que por primera vez en siete mil años habían escogido a su gobernante. A lo que añadía otro: es la primera vez en la historia de Egipto que hemos tenido un presidente civil. Duró poco el contento.

En Venezuela hemos tenido dos tradiciones, no una sola.

Afirmaba Rafael Caldera al presentarse el proyecto de constitución a la Asamblea Nacional Constituyente en 1946: «Se ha observado muchas veces la injusticia de aquellos equivocados sociólogos para quienes la del Gendarme Necesario ha sido la legítima tradición venezolana. Yo creo que ha habido, como lo señala en un valioso ensayo Augusto Mijares, la lucha entre dos tradiciones: la tradición civil que se ha visto siempre renacer a través del combate contra las tiranías, la tradición civil que ha consignado los anhelos de organización digna y legítima del pueblo venezolano, y que ha hecho frente a esa otra tradición caudillesca, que fue el subproducto de la guerra, que nos afligió durante muchos años y que debemos hacer todos los venezolanos un compromiso de honor para desterrar definitivamente».[1]

Por eso fue posible intentar una república civil. Por eso fue posible construirla.

Los caudillos civiles —podríamos decir— se empeñaron en gobernar conforme a la ley, con respeto a los derechos de los ciudadanos. Se empeñaron en el desarrollo del país: esa promoción de su gente, que se apoya en vivienda, salud, educación, trabajo, y se traduce en una creciente participación en la vida social y política. Desarrollo para vencer la marginalidad y edificar la Venezuela civil.

Podemos sacar entonces la siguiente conclusión, clara lección de nuestra historia: si queremos vivir en democracia, tenemos que rescatar la tradición civilista venezolana, cultivar los valores y las actitudes que la conforman. De otra manera, prevalecerá la corriente autocrática y militarista que ha signado nuestro pasado y marca nuestro presente.

Conocemos esos valores: la justicia, que se fundamenta en la verdad y hace posible el ejercicio de la libertad en la paz.

Al mismo tiempo, ellos determinan unas actitudes sin las cuales todo quedaría en buenos deseos o en palabras al viento: el respeto a cada persona a través del imperio de la ley; la promoción del bien común; la solidaridad con los más necesitados.

Pero no podemos olvidar que el orden de la sociedad se construye cada día. A diario hemos de renovar nuestra adhesión a los valores y nuestras actitudes democráticas. Por haber descuidado esa vitalidad interior, al pensar quizá que nuestra república democrática ya era sólida —fue en verdad ejemplo en el Continente—, hemos retrocedido en el tiempo de nuestra historia.

No puede haber democracia si cualquiera que tenga una posición de fuerza en la vida social —sea banquero, sindicalista o empresario de medios de comunicación— se vale de su poder para imponer su voluntad a los demás. No puede haber democracia si el afán por construir el bien común no es mayor que las rencillas para obtener el mando. Oigamos esta sencilla reflexión de Tocqueville en sus inéditos sobre la revolución: «cuando los grandes partidos políticos empiezan a entibiarse en sus amores sin ablandarse en sus odios, y llegan al punto de desear menos su triunfo que el fracaso de sus adversarios, hay que prepararse a la servidumbre: el amo está próximo».[2]

La existencia de esas dos tradiciones en nuestra sociedad requiere un discernimiento constante, sobre todo por parte de la dirigencia del país. Identificar las actitudes y valores democráticos y separarlos de los antivalores, de las actitudes autocráticas. Cuando tras un atropello, o una imposición injustificada, oímos decir «así se gobierna», debemos caer en cuenta de que hemos perdido el rumbo. Esas son prácticas autocráticas. Cuando vemos a los integrantes del más alto tribunal de justicia de la nación corear consignas de adhesión a quien ocupa el poder ejecutivo, no podemos ignorar que hemos perdido el rumbo. Hay que oponerse a ello con firmeza.

Se ha dicho que la conciencia es la primera libertad, precisamente porque la libertad se apoya en su ejercicio y se nutre de la verdad. Es también la primera tarea ante las manipulaciones de un lenguaje que se usa para confundir: desde modificar el nombre de la república hasta hablar de «amor» en una política de división, imposición y predominio.

Volvamos a la sencillez del lenguaje y a la claridad en las actitudes.

La democracia necesita de sus partidos políticos, los partidos necesitan sus líderes. El discurso de la antipolítica y las campañas sostenidas contra partidos y dirigentes no podían sino dejarnos expuestos de nuevo a la tradición autocrática, ahora con una marcada inclinación totalitaria.

La democracia como forma política, en un país autoritario, de tradición caudillista, fue posible por la calidad de unos hombres, constructores de la República Civil. Porque —como enseña Hauriou al tratar de la institución— la subordinación de la fuerza armada al gobierno civil no habría podido ser obtenida nunca por simples mecanismos constitucionales. Es el resultado de una mentalidad, creada por el ascendiente de una idea, la idea del régimen civil unida a la de la paz, considerado como el estado normal.[3]

De allí la importancia de meditar en el ejemplo de esos hombres que nos han precedido, considerar sus trayectorias vitales.

«Las horas siempre retornan en el gran cuadrante de la historia», pudo escribir Karol Wojtyla, inspirado por la experiencia de Polonia, su nación. A nosotros toca retomar el rumbo de la Venezuela civil. No será una tarea fácil. Pero la tradición está vigente.

Sirvan las páginas que hoy presentamos como estímulo para la lucha y señal en el camino.

Muchas gracias.

Referencias

[1] Diario de Debates de la Asamblea Nacional Constituyente, de fecha 11 de febrero de 1947, página 22, 2ª columna.

[2] Inéditos sobre la Revolución, Madrid, Seminarios y Ediciones, Colección Hora H, 1973, p. 171.

[3] Cf. Au sources du Droit, Paris, Librairie Bloud & Gay, 1933, p. 104.