Para presentar Los desafíos a la gobernabilidad democrática

Por Rafael Tomás Caldera

Caracas, 7 de noviembre de 2014.

 

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El 6 de diciembre de 1958, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Wolfgang Larrazábal, candidatos presidenciales en la primera campaña electoral tras la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, suscribían una Declaración de principios y un Programa mínimo de gobierno. Ante el país que acudiría a las urnas para votar el domingo siguiente, los candidatos significaban con esos textos, complementarios del Pacto de Puntofijo, que la implantación de la democracia en el país estaba sustancialmente unida a su desarrollo.

Así, vivienda, educación, trabajo, salud, seguridad social, reforma agraria, dominio de la riqueza petrolera: todo lo que —proyectado en el tiempo— se haría para elevar el nivel de vida de nuestro pueblo constituía una meta tan importante como el propio sistema político, que debía asegurar la libertad, la igualdad y la participación de los ciudadanos en la orientación de la cosa pública.

Parte esencial y como soporte de ese programa era un compromiso ético, con dos manifestaciones principales: la voluntad de administrar en forma honrada, limpia y transparente el patrimonio público; el empeño por realizar la justicia social, esto es, de gobernar no para provecho de un grupo sino para el bien común.

Esa entraña ética resultó clave en el momento de vivir por primera vez en nuestra historia la plena alternabilidad pacífica en el ejercicio del poder, cuando en 1968 el partido de gobierno reconoció el triunfo electoral de un candidato opositor, y Raúl Leoni entregó en marzo siguiente la Presidencia a Rafael Caldera.

A casi sesenta años de la firma de aquel Programa mínimo se puede decir que las metas sustantivas allí trazadas están todavía por conquistar. A pesar de nuestro avance en muchas áreas, no hemos alcanzado el desarrollo.

En los cincuenta años que van de 1960 al 2010, en parte por su mismo progreso, Venezuela ha pasado de ser un país exportador de recursos naturales a ser también exportador de capital y exportador de sus recursos humanos, incluso altamente calificados. Además, sin negar lo realizado, en particular en la etapa ascendente de nuestra república democrática, hemos de reconocer nuestro retroceso en los indicadores sociales del desarrollo.

Ello apunta, me atrevería a decir, a una falta de continuidad en las metas de la nación y, quizás más grave, a la pérdida del compromiso ético inicial, que abrió la puerta a la corrupción y al reparto oligárquico de lo público.

Por otra parte, ha habido y hay una dificultad estructural de importancia: sin la integración de la América Latina para formar una verdadera comunidad de países, resulta muy difícil, por no decir imposible, contrarrestar la fuerte succión ejercida sobre la región por el poderío económico del Norte, que termina por absorber nuestros mejores recursos.

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El orden social no se realiza ni se preserva por sí solo. Hay sí en toda sociedad una cierta inercia, mayor que en la vida de cada individuo, que tiende a mantener las formas instituidas cuando ya se ha perdido el espíritu que las animaba.

Es lo que hemos visto y lo que padecemos en el sistema político.

La fuerza hecha a las instituciones del Estado de derecho en el año de 1999 les ha quitado su vigencia. A diario presenciamos cómo —según la célebre frase— «la Constitución sirve para todo». Cómo los tribunales están en falta en la administración de justicia. Cómo la Asamblea Nacional no respeta las diversas corrientes de opinión o cede insensible sus competencias.

Ese desorden institucional ha traído consigo un gran desorden en la vida social y en la actividad económica. Cuando todo se orienta al provecho fácil de algunos, no puede haber producción nacional. La carestía es su consecuencia, apenas mitigada por subsidios. Prolifera la violencia: robos, secuestros, asesinatos.

Bastaría mirar el aspecto físico de nuestras ciudades, con sus vías en mal estado, la basura, un urbanismo perturbado, la precariedad de los servicios de luz y agua, de transporte, para intuir el enorme desarreglo espiritual que ahora padecemos. La condición del medio ambiente es un reflejo directo de lo que ocurre en las cabezas y en los corazones de la gente.

No resulta exagerado decir que la tarea es reconstruir la vida del país: su espíritu, sus instituciones, su medio ambiente. La política, la economía, la vida social.

Hemos de tener claro para ello que la democracia no es tan solo un régimen político ni se reduce a la realización de comicios y al ejercicio del voto. Es una forma de vida en la cual prevalece el respeto a la persona y, en consecuencia, se establece un Estado de derecho, donde el gobierno no es fruto de la arbitrariedad sino de un consenso fundamental de la población en torno a los derechos humanos.

Por eso resulta tan importante considerar —como hicieron los constructores de la república civil— que todo régimen democrático tiene unas condiciones existenciales para su realización y su mantenimiento. En concreto, el vínculo decisivo entre vida democrática y desarrollo humano.

A ese desarrollo político, que significa la democracia, debe corresponder un desarrollo social, sustentado en un desarrollo económico.

Desarrollo social que es, ante todo, promoción del pueblo. No un aumento de la riqueza de un grupo privilegiado sino la elevación de las condiciones de vida de la ciudadanía. «El desarrollo de las personas —digamos con Juan Pablo II— y no solamente [de] la multiplicación de las cosas, de las que los hombres pueden servirse».

Por lo contrario, cuando la población de un país no es sino una masa depauperada, sin trabajo estable ni oportunidades para educarse, sin esperanza en el futuro, dará con facilidad base al poder de un autócrata.

Ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia.

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Los textos que componen este libro recogen la experiencia de lo vivido por uno de los actores fundamentales de nuestra república democrática, pero tienen una clara intención de futuro.

Están dirigidos a la generación de relevo, a la que tocará —lo podemos decir sin duda— la reconstrucción de la vida democrática.

Por eso resulta tan afortunado que se haya podido presentar en el marco de este evento, que es semilla de futuro, y ante un grupo calificado de jóvenes que representan la esperanza de la patria.

En el primero de ellos, se nos hace reflexionar sobre los desafíos que las limitaciones de la realidad presentan a la instauración de una democracia o al ejercicio democrático del gobierno. Sobre este tema disertó, con acierto y elocuencia, Fernando Luis Egaña en la exposición que acabamos de oír. A él se debe también la presentación del libro.

El segundo y el tercer texto nos colocan ante los problemas de la gestión del gobierno cuando se quiere servir al bien común; y ante el sentido vital que ha de tener una constitución para articular los poderes y orientar la acción del Estado al respeto y la promoción de los derechos de los ciudadanos.

El cuarto y último nos recuerda los objetivos a largo alcance de la lucha política democrática y reafirma la convicción, ya comentada, de que no puede haber democracia sin desarrollo de la nación. Y es un mensaje de libertad y de esperanza.

Se ha repetido mucho —con acento desengañado quizás— que la política es el arte de lo posible. Desde su juventud, Rafael Caldera y los hombres y mujeres que lo acompañaron pensaban que la política es más bien el arte de hacer posible lo bueno. Que se trataba siempre de luchar «por la justicia social en una Venezuela mejor». Así pudo decir de sí mismo que era un luchador. Y con plena confianza en esa «misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia» (Cf. Centesimus annus, n. 59), no se cansó de luchar por sus ideales hasta el final de su larga y fecunda vida.

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Como en otros momentos críticos de su historia, Venezuela está a la espera de jóvenes que se entreguen a reconstruir el país.

Esa tarea es un gran reto para todo aquel que comprenda que las cosas pueden y deben ser de otra manera, una manera mejor en la cual la nación retome el camino de su desarrollo en libertad.

Una tarea para muchachas y muchachos generosos, movidos por el deseo de servir, conscientes de que en ello consiste la verdadera grandeza de un ser humano.

Un reto para jóvenes bien preparados. Para toda una generación que ame el país y se capacite para llevarlo adelante, con un verdadero propósito de largo alcance.

Jóvenes con un compromiso ético de rectitud, que no vean en la política un negocio ni una ocasión de negocio sino una oportunidad y una llamada a realizar el bien de todos.

Esa nueva generación debe recoger el legado de los constructores de la república civil. Aprender de sus experiencias, asimilar sus reflexiones. Meditar en sus fracasos y ponderar bien las limitaciones que debieron enfrentar. Debe sobre todo retomar su voluntad de lucha y, ante una situación nacional que invita a la deserción y fomenta el pesimismo, empinarse en la esperanza.

El país espera que estén a la altura del compromiso.

Entonces, como ha escrito Laureano Márquez, «esta tierra nuestra florecerá, y tendremos museos y bibliotecas públicas; y vendrán turistas y nuestros hospitales salvarán vidas y nuestros hijos tendrán universidades de primera y caminaremos felices, seguros, por las amplias alamedas de la libertad luego del teatro, luego de cenar, agarrados de la mano de la persona que amamos, en un país de esperanza que solo tendrá futuro, en que el pasado solo será un mal recuerdo que nunca olvidaremos».

Venezuela podrá ser de nuevo Venezuela y, reconciliada consigo misma, dar su aporte a la construcción de la comunidad latinoamericana.

Muchas gracias.