Para presentar Ganar la Patria
Por Rafael Tomás Caldera
Caracas, 21 de octubre de 2016
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Hace unos años, al presentar la primera edición del libro De Carabobo a Puntofijo, decía Teodoro Petkoff con perspicacia y acaso un toque de humor: «Probablemente su mayor interés brote de que su autor ha tenido la fortuna de ser, desde muy joven, un protagonista fundamental de lo que cuenta, al menos de los últimos sesenta años y por ello es uno de los pocos venezolanos que puede relatar la historia política contemporánea casi como parte de su vida personal».[1] En verdad, como hemos señalado en diferentes ocasiones, no podría entenderse la historia política venezolana del siglo veinte sin la figura —los hechos y las palabras— de Rafael Caldera.
De madurez temprana, a los veinte años, en 1936, como subdirector de la recién creada Oficina Nacional del Trabajo, participa en la elaboración de la primera Ley del Trabajo venezolana efectiva. Al mismo tiempo, está entre los fundadores de la Unión Nacional Estudiantil, agrupación que constituye en cierta manera como el origen de lo que será el movimiento social cristiano en el país. A los treinta años ya ha sido diputado al Congreso Nacional cuando se funda el Comité de Orientación Política Electoral Independiente, conocido luego siempre como Copei. Le toca además asumir la candidatura presidencial y competir, a los treinta y un años, con don Rómulo Gallegos, que lo doblaba en edad. Razón tenía Teodoro para quien, cuando se inicia en la lucha política, Caldera era ya un veterano líder.
De esa larga trayectoria dan testimonio los textos recogidos en este libro, bien enmarcados por el prólogo de Gehard Cartay. Esos textos van desde la fundación del Copei hasta el último mensaje de Año Nuevo a la nación en 1999, cuando se iniciaba un nuevo ciclo en la vida del país. Son textos que tienen un enorme valor testimonial —son historia—. Pero tienen también valor de admonición y guía para la reconstrucción de la vida democrática. Quisiera detenerme un momento en este punto, de mucha importancia.
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Los libros de esta colección, la Biblioteca Rafael Caldera, son semillas de futuro.
En especial, el volumen que hoy presentamos (pero lo mismo pudiera decirse de todos los otros, con sus temas propios). Estos discursos encarnan y expresan una experiencia histórica: el esfuerzo por construir una república civil y democrática en una país de tradición autocrática y militarista.
Desde sus inicios como nación independiente, Venezuela había sido gobernada por autocracias, muchas veces de manera despótica. Para el conjunto de la población, mandaba el jefe y el jefe era aquel que comandaba la fuerza armada (o la mayor fuerza armada). En otros términos, la articulación del gobierno en nuestro país se apoyaba (con todos los matices que sea preciso introducir) en la fuerza. Ello tuvo su expresión teórica en la tesis positivista del gendarme necesario.
Implantar una república civil y democrática no era pues simple cuestión de establecer el sufragio secreto, universal y directo. Era necesario dar al país una nueva articulación, de tal modo que las órdenes emanadas del gobierno —electo, ahora sí, por el pueblo— se llevaran a cabo en toda la extensión del territorio nacional.
Resultó determinante para ello el papel de los partidos políticos, no limitado a una simple función electoral, sino como modos de afiliación a un programa, unas convicciones, un liderazgo nacional que debía ser seguido. Con los partidos políticos se juntarían las organizaciones sindicales y las organizaciones profesionales. En definitiva, se generó una conciencia de pertenecer y participar. De algún modo, de estar en la construcción de una nueva manera de organizar la convivencia.
Por ello fue tan importante la lucha —imperfecta, con muchos tropiezos— por un Estado de derecho. Por ello fue tan importante la reducción de la disidencia a los canales de la lucha cívica, dejadas las armas de la guerrilla urbana y rural.
Las ideas están vigentes. Su manifestación en las circunstancias de cada momento —a veces muy dramáticas, por no decir trágicas—, vividas en esa larga lucha por la república civil, resulta doblemente elocuente e instructiva.
Porque estamos ante el mismo reto, quizás agravado por el poder de la mentira amplificada a través del control de los medios de comunicación.
Ayer nos preguntaba una joven periodista, al ver el título del libro —Ganar la Patria—, «pero, la palabra «Patria», ¿no está muy manoseada, muy desgastada? Casi habría dicho: pervertida. Lo mismo ocurre con las palabras ‘derecho’, ‘constitución’, ‘pueblo’, ‘trabajo’… Al oírla recordé una anécdota de Confucio que se narra en las Analectas, cuando le preguntaron cuál sería su primera medida si le confiaran el gobierno: —Restituir el verdadero sentido de las palabras, respondió el Maestro. Porque de ello depende la salud del pueblo.
Tenemos que rescatar las palabras clave en la vida de la nación. La democracia se apoya ante todo en un gran consenso. Para lograr el consenso, las ideas deben estar claras, las aspiraciones bien definidas. Los actores de la (mal) llamada «revolución bolivariana» se empeñaron, desde el primer momento, en romper el consenso democrático. Quizás por aquello de divide y vencerás.
Para lograrlo se apoyaron en el discurso de la antipolítica, que corría en nuestro medio, sobre todo en los años de la última década del siglo pasado. En lugar (de tratar) de corregir las deficiencias de nuestra democracia para tener más y mejor democracia, como lobos con piel de oveja usaron el lenguaje para camuflar su proyecto de dominación.
Ahora actúan sin embozo, sin disfraz.
No es posible enfrentar esto sin restablecer el consenso: luchar por la unidad de los venezolanos, con los medios de la unidad. Es absurdo —me disculpan— estar anunciando candidaturas presidenciales cuando el pueblo parece que no tiene voz para expresar sus quebrantos.
Con el consenso democrático, resulta necesario reconstruir los partidos políticos como formas de participación. Y el movimiento sindical, que ha desaparecido como verdadera representación de los intereses de los trabajadores, para ser un instrumento más del proyecto de dominación que se nos ha impuesto.
Pero un punto crucial es que los militares han de estar en el sitio que les corresponde.
Como todos los ciudadanos, han de estar subordinados al poder civil.
No les corresponde gobernar sino preservar el ejercicio del gobierno civil.
Ha sido eso que llamó Luis Castro Leiva la ideología bolivariana lo que ha pretendido justificar el uso ancestral de la fuerza como base y como modo de gobierno.
Por eso no es oportuno que los militares tengan función deliberante. Como no le toca tampoco a los sacerdotes actuar en la vida política del país.
Darles el voto fue un error, fomentado por algunos voceros políticos. Fue un error no porque no estén capacitados para votar, como cualquier otro ciudadano venezolano, sino porque introduce la política en los cuarteles. Por nuestra tradición, es ahora preferible que renuncien a ese derecho, para ser los garantes de la vida institucional.
La democracia, sin embargo, no tendrá sustento si el pueblo está sumido en la miseria. Si no hay trabajo ni empresa ni vivienda; ni salud ni educación ni seguridad en las calles. Aquí son muchas las mentiras sembradas por los que ocupan el poder. Llamar ‘trabajo’ por ejemplo a estar inscrito en una misión para recibir una ayuda. Llamar ‘educación’ a lo que se pretende impartir en las nuevas universidades. Contar las viviendas construidas por cientos de miles, sin atención a los servicios necesarios.
Algunos han reprochado a Caldera decir que la democracia no se mantiene con hambre. Lo dijo siempre. Tenía la clara conciencia de que la democracia no era un fin en sí misma sino un modo de gobierno y de vida para hacer posible la elevación del pueblo.
La democracia que debemos reconstruir debe tener, en el ejercicio de la libertad —personal, social, política y económica— un hondo sentido de justicia. De justicia social.
Esa democracia tiene que apoyarse en una ética del trabajo que subraye dos aspectos clave: la importancia del trabajo para la realización de la persona, de tal manera que la aspiración no sea un enriquecimiento fácil o una vida provista por el poder público; y la necesidad de trabajar bien para atender, con los productos y frutos del trabajo, al desarrollo del país.
Repitamos entonces con Andrés Eloy: «trabajo es lo que hay que dar/y su valor al trabajo».
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A veces se usó la expresión «curarnos con los mismos pelos»[2]. No podrá ser así. Acaso tengamos un gobierno de transición que afronte, con firmeza, la descompuesta situación que vivimos. Pero a mediano plazo, no habrá de nuevo democracia en Venezuela si las generaciones jóvenes no se comprometen a dar un sentido ético a la política, a procurar el desarrollo del país, tan descuidado, y a renovar el valor de las instituciones.
Ello debe ser posible aun en este tiempo de predominio de las técnicas de comunicación. Ello debe ser posible a pesar del peso del dinero en la vida de las sociedades.
Las crisis que hemos sufrido en el mundo, las crisis que se anuncian, reclaman una renovación de los principios de la vida. Renovar la civilización. «Se trata de llegar —decía Jacques Maritain— a una primacía vital de la calidad sobre la cantidad, del trabajo sobre el dinero, de lo humano sobre la técnica, de la sabiduría sobre la ciencia, del servicio común a las personas humanas sobre la codicia individual de enriquecimiento indefinido o la ambición estatista de poderío ilimitado».[3] Juan Pablo II lo resumía en tres frases: prioridad de la ética sobre la técnica, primado de la persona sobre las cosas, superioridad del espíritu sobre la materia.[4]
No es menos lo que se exige, si hablamos en verdad de vida democrática, de respeto a las personas, de supremacía de la ley, tal como lo encontramos plasmado en las páginas de este libro.
En otros términos, nos hace falta una generación formada en sus cualidades personales. Venezuela requiere de una renovada visión de las cosas, una nueva vigencia de los valores, un cambio en las actitudes ciudadanas.
Se ha dicho, de maneras diversas, que el despotismo no forma ciudadanos libres. Pero la generación de la Independencia se hizo bajo el dominio colonial. No hay determinismos en la historia. No los hay, sobre todo, cuando los jóvenes responden con generosidad al llamado de su tiempo.
Ello será posible «con la ayuda divina, el don de la gracia, que viene de Dios. Por medio de ella —dijo el venerado papa Juan Pablo II —, en colaboración con la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia».[5]
La generación que hizo la república civil y la Constitución de 1961 invocó para nuestro pueblo la protección de Dios Todopoderoso. Con su auxilio y bajo su protección podremos retomar el rumbo y reconstruir el país.
Referencias
[1] De Carabobo a Puntofijo, Caracas, Libros Marcados, 7ª edición 2013, p.8.
[2] Cf. Rómulo Gallegos, «Las tierras de Dios» (1931), en Una posición en la vida, Caracas, Centauro, 1977, I, p. 139: «Hasta ahora la hemos buscado por los caminos de la revuelta armada, poniendo en práctica aquello de que las mordeduras del lobo se curan con los mismos pelos, oponiéndole al déspota de turno el caudillo de las promesas, aun a sabiendas de que éste hubiera sido antes aquél y viceversa; pero hemos tenido que proceder así —hablo de los hombres de sana intención, desde luego— porque en manos de los caudillos militares ha residido hasta ahora toda la fuerza disponible».
[3] Humanisme intégral, París, Aubier-Montaigne, 1968, p. 212.
[4] Cf. Redemptor hominis, n. 16,
[5] Centesimus annus, n. 59.