Después del crimen
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 13 de noviembre de 1950.
No ha salido todavía de su estupor la ciudadanía venezolana. El crimen cometido en la persona del Coronel Delgado Chalbaud ha causado una sensación extraña y penosa. Es como si hubiéramos descubierto en el bajo fondo de nuestra vida nacional algo que nunca habríamos sido capaces de imaginar. Porque en la dolorosa serie de circunstancias que nos ha tocado vivir, no habíamos sufrido nunca la experiencia de una atrocidad semejante.
Nunca podrá decirse que el pueblo venezolano ha ignorado sus propias miserias. No hemos tenido –y quizás nos ha faltado en muchas ocasiones para impulsar nuestro desarrollo– complejos de superioridad nacional. Otros pueblos los han aprovechado, forjándolos frecuentemente con argumentos artificiales. Nosotros, más bien, hemos sido en el concierto internacional un pueblo humilde, satisfecho sólo de saber que a través de su sacrificio realizó la parte mayor en la tarea emancipadora, pero dolido de los males internos que fueron consecuencia del mismo sacrificio.
Hemos padecido de un complejo de inferioridad, que a veces nos ha traído la sorpresa de encontrar que no estábamos tan mal como nosotros mismos creíamos y que podíamos presentar sin rubor cosas dignas de ser apreciadas en cualquier parte.
En esa conciencia de nuestra realidad, hemos sido los primeros en reconocer los defectos nacionales. Sabemos que hemos sido inconstantes, dados a la violencia, pocos dispuestos a concebir reflexivamente y a construir metódicamente el futuro que nos corresponde. Pero en medio de todo, podíamos llenarnos la boca para afirmar que el atentado frío y alevoso era un hecho ignorado en el curso de nuestra turbulenta historia. Nos parecía imposible que ocurriera. De ahí, esa misma confianza que vino a facilitar el monstruoso hecho de que fuera víctima el Presidente de la Junta Militar.
Por ello, entre los sentimientos penosos que provoca el crimen, quizás el que más se ha manifestado es el de unánime vergüenza nacional. Estamos avergonzados del crimen. Ha desaparecido de nuestros labios el alegato de que en medio de nuestras desazonadas convulsiones, se hallaba ausente el atentado. Por primera vez en nuestra historia, la alta investidura que cubría los hombros de un Magistrado ha caído arrancada por la vesania criminal. Y para reforzar esa vergüenza, el crimen tuvo los peores caracteres que podría revestir. No fue, siquiera, la explosión de un fanatismo suicida lanzado –como ha sucedido en otras partes– sobre el pecho de un estadista. Hubo tal combinación de circunstancias, que cada una por sí sola fue bastante para causar aquella sensación de oprobio nacional.
Nunca el atentado ha sido fórmula para solucionar ningún problema. La experiencia siempre confirmada ha venido a dar a este aserto, caracteres de axioma. Y si ello es principio general, mucho más habría de serlo en este caso, en el cual las características del horrendo atentado obligan a excluir todo fin noble. No pudo haber en ello sino barbarie y nada más. Y es deber nacional la inmunización y profilaxis contra ese brote de barbarie, que de no provocar las defensas orgánicas de la reflexión y la prudencia, podría tomar nefastos caracteres.
Después del crimen, ante el dolor nacional originado en la magnitud de la tragedia, la obligación de todos viene a ser, precisamente, la de tomar valientemente el camino de la reflexión y la prudencia. Ahora, más que nunca, se hace imperioso meditar con patriotismo sobre la realidad nacional, desoír los consejos de los filósofos de la violencia. Soluciones simplistas, alimentadas en los comentarios del escepticismo perenne, son la peor droga que podría administrarse el corazón maltratado de la Patria.
Dios ha de iluminar la conciencia de todos, para tomar con claridad el camino mejor a los intereses nacionales. La unánime reprobación del atentado es síntoma favorable a una sensata actitud nacional. El camino del crimen debe quedar sellado por la voluntad, en robusta concordancia, de los distintos sectores de la vida venezolana. Más que nunca, ahora exige el nombre de la Patria que sepamos construir una vida ordenada, como seres civilizados.
Sobre la tumba del Coronel Delgado Chalbaud, salvo alguna estridencia, el gesto colectivo ha correspondido a la tradicional hidalguía venezolana. Los venezolanos llevamos en las venas sangre hidalga que supo siempre honrar a los caídos. Delgado Chalbaud fue hombre inteligente, comprensivo y por todos los relatos que se han hecho supo morir valientemente. Inteligencia, comprensión y valentía han sido, precisamente, las cualidades que ha tenido siempre a más orgullo el gentilicio. Desaparece en plena juventud y en la cumbre de su carrera política. Que su recuerdo sirva de acicate para que la condenación del crimen que le segó la vida nos impulse, en un esfuerzo creador y responsable, a construir una decorosa realidad nacional, inspirada por el patriotismo e iluminada por una humana y estable convivencia.