En defensa del legado de un fundador de nuestra democracia
Por Sandra Caula, publicado originalmente el 5 de noviembre de 2020 en el portal Cinco8.
Desde aquel discurso tras el intento golpista de febrero de 1992, a Rafael Caldera se le ha atribuido parte de la culpa por la emergencia del chavismo. Pero la mala interpretación de sus palabras no solo le hizo daño a su figura
Imposible dejar de ver que sin seguridad social, sin vínculos institucionales estables de solidaridad social, el liberalismo del programa de ajustes, del «paquete», resultará en el fracaso de un «liberalismo a medias»
Luis Castro Leiva
Caldera, dos discursos
El viernes pasado se publicó en este medio un artículo de Héctor José Pantoja cuyo fin era advertir, en caso de una transición en Venezuela, sobre la necesidad de que todos los partidos y factores de poder refrenden la estabilidad de un nuevo gobierno, a pesar de las dificultades económicas que este seguro deberá enfrentar.
Preocupa al autor, con razón, la tentación de optar por lo que llama una legitimación económica de la democracia para atacar a este esperado gobierno, sembrar divisiones y justificar una ruptura del orden constitucional. Y por legitimación económica, se refirió a considerar, por encima de la libertad, las expectativas de alcanzar una justicia social y un crecimiento económico que seguramente tardarán en llegar.
Para exponer sus argumentos, sin embargo, Pantoja partió del análisis de un fragmento del discurso de Rafael Caldera en el Congreso de la República de 1992. Ese discurso es una de las piezas cuya lectura descontextualizada ha llevado a asociar al expresidente a la debacle que hemos vivido desde 1998. Pero analizadas sus palabras a fondo, y atendiendo al momento histórico y a los fundamentos de la democracia cristiana, esa asociación se ha revelado bastante difícil de sostener, aunque se siga remachando. Ella descubre además una visión insólita sobre la capacidad de convencer de un único líder al que supuestamente se habría opuesto todo el estamento político de entonces.
El análisis del articulista se basa en la interpretación del discurso que hacen dos profesores de Harvard (Levitsky y Ziblatt), la cual se ha esgrimido en los últimos tiempos como pieza académica, pero tiene un carácter de propaganda. Funciona en su artículo esta interpretación como un argumento de autoridad (magister dixit), que probaría la responsabilidad de las palabras de Rafael Caldera en la deriva autocrática venezolana, como si el resto de los ciudadanos hubiesen sido una suerte de niños engañados por un político ambicioso.
Pero tal interpretación desestima aristas bastante complejas del asunto: la explicación de lo sucedido en 1998, y la deriva posterior, supone la intervención de diversos actores políticos, económicos y sociales. Y es innegable que esos actores, con poder efectivo, no comprendieron el peligro que vivíamos y actuaron en defensa de sus intereses más que en favor de la democracia.
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Pienso que sería preferible acudir a académicos venezolanos que han analizado la figura de Caldera y su discurso con un conocimiento específico de nuestra historia y del momento, pues la cita de Levitsky y Ziblatt tiene como función imponer un criterio sobre lo que se entiende por liberalismo.
Entre los mejores trabajos que recuerdo están estos artículos de Guillermo Tell Aveledo y Juan Cristóbal Castro. Y una muy buena aproximación al discurso en cuestión es el Prólogo del filósofo Luis Castro Leiva a Caldera, dos discursos, donde se reproducen por extenso las palabras del político el 27 de febrero de 1989 y del 4 de febrero de 1992.
En todo caso, lo procedente cuando se intenta comprender a un autor es examinar su obra en conjunto. El pensamiento del expresidente está recogido en la Biblioteca Rafael Caldera, publicada por el grupo editorial Cyngular. En esos libros y documentos es evidente que para el político e intelectual fue importante pensar y actuar en coherencia con sus principios, esté uno o no de acuerdo con ellos. La colección contiene un volumen específico que explica la posición de Caldera frente a Chávez, reseñado también por J. C. Castro y prologado por Rafael Tomás Caldera, filósofo y ensayista. Respecto a los valores democráticos del expresidente, y a su respeto por sus adversarios políticos, es una gran pieza el prólogo de Elías Pino Iturrieta a La Venezuela civil y todo ese libro. Recomiendo esta bibliografía a quienes consideren útil deshacerse de la versión desmoralizante que convierte a uno de los fundadores de nuestra democracia en un quinta columna del chavismo.
Quiero comentar tres problemas del artículo de Héctor J. Pantoja respecto a la cita del discurso del expresidente que usa para ilustrar su advertencia, una advertencia que es absolutamente pertinente y con la que el pensamiento socialcristiano estaría de acuerdo.
La primera: dice que esas palabras «en su contexto original fueron interpretadas, casi al unísono, como un abrazo a la causa de los rebeldes».
Una revisión de la prensa y los documentos de la época demuestra que eso no es verdad. El discurso de Caldera se entendió como una crítica al paquete económico aplicado en el Gobierno de Carlos Andrés Pérez que luego, dado el desastre, se ha idealizado.
En aquella Venezuela había un enorme malestar, desigualdad y pobreza, escasez e inflación, corrupción y fasto (recuérdese, por ejemplo, la toma de posesión de Pérez, primer acto político realizado en el Teresa Carreño, que fue llamada «la coronación»). Se había impuesto un programa de ajustes que requirió sacrificios de la población, e hizo más ricos y poderosos a los ya ricos y poderosos. Tal paquete se aplicó con firmeza, sin consultas ni acuerdos sociopolíticos que lo sustentaran. Eso produjo malestares y un debate que no fue favorable al Gobierno.
La afirmación desestima además otros hechos que niegan la lectura de un Caldera que abraza la causa rebelde. Una, su participación en un evento en el Aula Magna de la UCV, días después de sus palabras en el Congreso, donde es abucheado cuando condena el golpe y manifiesta su preocupación porque la población no saliera a defender la democracia. Este video no circula tanto como el que se usa para inculparlo. Otro hecho son las críticas de la extrema izquierda al expresidente en esos días, recogidas también en la prensa. Recuérdese que solo la izquierda moderada (democrática) apoya entonces a Caldera, el resto se suma a la alternativa de Andrés Velásquez. Por último, se olvida que en su discurso en 1989, cuando los sucesos del Caracazo, Caldera expresa una angustia similar por el rumbo de nuestra democracia.
Si la cita que trae Pantoja se analiza en contexto, es evidente que Rafael Caldera habla en coherencia con la doctrina socialcristiana, que se distancia del materialismo propio del marxismo y del liberalismo económico. Su posición entonces fue apoyada por buena parte de la opinión pública y muy en especial por sectores progresistas democráticos, que luego formaron parte de su segundo Gobierno. Basta para comprobarlo revisar los escritos en medios de importantes articulistas de entonces. El Caldera que supuestamente apoyó a los golpistas es una construcción posterior, producto de intereses, resentimientos, fracasos políticos, libros como La rebelión de los náufragos y varias simplificaciones binarias de las enormes dificultades que ha enfrentado la aspiración democrática en Venezuela.
El segundo problema es este: el autor toma como cierta la afirmación de Levitsky y Ziblatt según la cual «en lugar de denunciar a los líderes golpistas por constituir una amenaza extremista…[Caldera] les manifestó su simpatía en público y, con ello, les permitió acceder a la política general».
Pero esa lectura es anacrónica, porque 1992 no era 1998. No estaba planteado entonces que los golpistas accedieran a la política ni mucho menos era de esperarse que tuvieran éxito si lo hacían. Hubo pequeños partidos en la democracia venezolana con propuestas disruptivas que solo alcanzaron votaciones mínimas, ese ha podido ser el caso. Nadie sabía lo que pasaría después. Y lo que pasó no se puede explicar como efecto de un discurso.
Las palabras de Caldera se escucharon como una explicación de lo sucedido y una advertencia de lo que podría suceder. Y leídas en contexto, revelan una posición similar a la que sostiene hoy la democratacristiana Angela Merkel en Europa, por ejemplo: si la política no mejora la vida de la gente, si supone solo sacrificios y ratifica injusticias, los votantes van a volcarse a apoyar aventuras populistas. En la Venezuela de entonces esas aventuras solo podían ser golpes militares, una variable recurrente en nuestra historia.
La intentona de 1992 fue en ese entonces, para muchos, poco más que un buen susto, y alguna gente en las calles celebró por su hartazgo con las inconsistencias del Gobierno y los partidos. Y en verdad ha podido no ser más que eso, como sugiere el artículo de Juan Cristóbal Castro que cité. De otra manera, es inexplicable que se liberara a la mayor cantidad de los involucrados durante los gobiernos de Carlos Andrés Pérez y de Ramón J. Velázquez, y que Caldera solo completase un proceso iniciado, sobre el cual había un consenso. Era necesario un cambio de rumbo, aunque este no debiera imponerse mediante las armas. Había que considerarlo y había que tranquilizar al estamento militar, que durante muchos años no había perturbado la alternabilidad democrática.
El tercer problema del artículo es esta afirmación: «Quizá en esto haya estado el error de oportunidad atribuido al discurso del expresidente Caldera: porque es cierto que la democracia se legitima por lo económico, por lo igualitario y socialmente justo del sistema; pero también se reivindica defendiendo la libertad. El pan es importante, pero no era el mejor momento para argumentarlo».
De nuevo la realidad dice otra cosa: el discurso fue tan oportuno que favoreció que el expresidente ganara las elecciones poco después, con una alianza de sectores diversos de centroizquierda, y su gobierno dio estabilidad a las FFAA y tuvo otros logros poco reseñados (a ellos se refiere el análisis de Juan Cristóbal Castro y Guillermo Tell Aveledo ha mencionado en varias intervenciones la necesidad de estudiar seriamente ese período).
Lo principal, sin embargo, es que al afirmar que Caldera optó por la justicia social o el bienestar antes que por la libertad política se desconoce el punto central del pensamiento y la obra del político. Su coherencia con el ideario socialcristiano niega tal cosa. De nuevo: las críticas de Caldera se referían a toda medida de mercado que no se sustentase en acuerdos sociopolíticos, impuesta desde una perspectiva nada más económica, porque el economicismo atenta también contra la libertad democrática.
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La posición de Caldera se basaba además en las sólidas ideas filosóficas de la época, que han demostrado hoy total pertinencia. Hay que recordar que el debate de esos años, tras el derrumbe de las justificaciones ideológicas para las acciones económicas y políticas propias de la Guerra Fría, se centró en los conflictos entre ética y economía, entre ética y mercado. Aparecen entonces críticos del utilitarismo y del liberalismo económico, tales como Martha Nussbaum y Amartya Sen (premio Nobel de Economía 1998), entre otros, cuya obra llevó a revisar las mediciones del progreso basadas solo en el PIB, de manera que se consideraran más aspectos del desarrollo que lo convirtieran en desarrollo humano.
Como democratacristiano, Caldera sabía muy bien que la libertad económica puede entrar en conflicto con la libertad política; que el orden económico, el orden ético y el orden político tienen finalidades muy distintas. Pero además temía el daño que habían causado las recetas del FMI en muchos países.
Por las urgencias de estos años hemos olvidado esas advertencias que hoy vuelven a ser relevantes. La idea de que el mercado se autorregula no la sostiene ya nadie, entre otras cosas porque la desigualdad mundial ha crecido desde entonces, tanto como los líderes populistas de diversos signos políticos, tipo Donald Trump, que recuerdan mucho a Hugo Chávez.
Nos falta comprender muchas cosas sobre cómo Chávez llega a convertirse en un factor político fundamental en nuestra historia, pero también tenemos que preguntarnos si hubieran podido encontrarse maneras más eficaces para detener su avance, más respetuosas de nuestra frágil institucionalidad y de nuestras dos constituciones. Ello requiere reparar en nuestra fallida cultura democrática, en nuestra tradición autoritaria, en nuestra naturalización de injustas relaciones jerárquicas heredadas y en nuestra insensibilidad ante el sufrimiento de buena parte de nuestra sociedad.
De nada sirve convertir en demonios invencibles a factores cuya fuerza fue potenciada por errores políticos y tampoco buscar chivos expiatorios para cegueras bastante extendidas. Hay que reconocer la prepotencia que llevó a despreciar las demandas de muchos sectores para profundizar la democracia. Comprender todo esto será imprescindible para que en el país alguna vez tenga lugar una transición sólida a una democracia, que cuente realmente con el apoyo de la gente.
Los años que vinieron después de 1998 han llevado a un debate binario, como si hubiera que elegir entre libertad o justicia, bienestar o democracia, libertad positiva o negativa. Lo cierto es que desde entonces no hemos tenido ni más progreso, ni más equidad, ni tampoco libertad. Recordemos entonces que para los partidos de la Venezuela que comenzó en 1960, y para Rafael Caldera en especial, no cabía ninguna duda sobre la necesidad de conjugar ambas cosas y que justo por eso nunca consideraron las armas como alternativa para enderezar rumbos perdidos.