La Constitución y la Reforma del Estado

Palabras de Rafael Caldera en el auditorio del Colegio de Abogados, por invitación de la Universidad del Zulia, en las Jornadas con motivo del XXV aniversario de la Constitución Nacional, 6 de mayo de 1986.

La hospitalidad que me brinda esta tarde este hermoso auditorio del Colegio de Abogados del Zulia, la he disfrutado en otras ocasiones y la sé apreciar en alto grado. Y en este caso con mayor razón, porque ha sido la Universidad del Zulia, de la cual me honra ser profesor honorario, la Facultad de Derecho de esta institución que tanto brilla en el mundo de la cultura y de la educación en Venezuela, la que me ha invitado a participar en las Jornadas que se están librando con motivo de cumplirse el XXV aniversario de la Constitución de la República. Estas jornadas constituyen un gran evento y la Universidad del Zulia una vez más se ha puesto a la cabeza de quienes en el país se preocupan por analizar sus instituciones y estudiar a fondo sus problemas, por abrir caminos y ofrecer orientaciones a las generaciones jóvenes.

Tengo que darle las gracias también, desde el fondo de mi corazón, a mi distinguido amigo y colega el profesor Humberto La Roche, de las personalidades más distinguidas y más reconocidas en Venezuela en materia de Derecho Público. La exposición que acaba de hacer, los términos tan generosos con que ha hecho referencia a mis actividades de la vida pública de Venezuela, compromete mi gratitud y fortalecen los vínculos de amistad que con mucha honra para mí existen entre nosotros.

Se me ha pedido esta tarde referirme a la Constitución y a la reforma del Estado: dos temas estrechamente vinculados. Se habla con mucho interés acerca de la reforma del Estado, y el Presidente de la República ha designado una Comisión especial para estudiar los distintos aspectos de este tema; pero al mismo tiempo se plantea ante el país la digna conmemoración que debe tener, y no solamente en aspectos meramente simbólicos y retóricos, sino en aspectos de análisis, de estudio y de verdadera preocupación por su significación en la vida colectiva, el XXV aniversario de la Constitución vigente, la que podríamos decir que ya para este momento ha tenido una vida más larga en la historia de nuestro país. Porque es cierto que la Constitución de 1830, la primera que se dictó al constituirse la República por la disolución de la Gran Colombia, tuvo una vigencia formal hasta 1857, es decir 27 años, pero no sólo sufrió una embestida de la llamada Revolución de Reformas en 1835, que derrocó al presidente Vargas y que perturbó gravemente la institucionalidad republicana en el país, sino que, repuesta por la acción militar del general José Antonio Páez, se encontró después en 1848 con el grave acontecimiento que la historia ha denominado «el fusilamiento del Congreso», y una vez que el Congreso de la República fue objeto de un asalto cuando se proponía usar atribuciones constitucionales para enjuiciar al Presidente de la República, la vigencia de la Constitución se convirtió en un hecho más formal que real, por lo que el célebre patricio don Fermín Toro, que vino a brillar después con luz singular en la Convención de Valencia en 1858, contestó a quienes lo invitaron a concurrir de nuevo al Parlamento, que le avisaran al Presidente que su cadáver podrían llevarlo al Congreso, pero que Fermín Toro no se prostituía.

Fueron, pues, los 27 años de esta primera Constitución muy accidentados y su vigencia, como antes decíamos, fue más aparente que real. La Constitución actual, promulgada el 23 de enero de 1961, cumple 25 años de vigencia, y es necesario que el país, el país pensante, el país responsable, pero principalmente las nuevas generaciones, tengan conciencia exacta de su significado, de su origen y de su proyección, y más todavía, precisamente, en relación con este asunto que tanto a todos nos preocupa, que es la reforma del Estado.

Como es bien sabido, la experiencia democrática en Venezuela, de la cual nos sentimos muy orgullosos (sin ignorar sus carencias, sus fallas, sus errores, que es necesario rectificar; sus deficiencias, que es necesario superar) empezó el 23 de enero de 1958 con jornadas cívico militares, jornadas populares, jornadas a las cuales hubo el concurso de todos los sectores de la vida nacional, y que fueron inspiradas y dominadas por la idea del consenso. No quiere decir esto que el año 58 haya sido un año tranquilo y que del 23 de enero en adelante todo marchó sobre rieles. Algunos tienen la tendencia de considerarlo así, pero se olvidan que en el propio año de 1958, el 23 de julio, hubo un movimiento militar que estuvo a punto de dar al traste con el nuevo experimento democrático. El 7 de septiembre hubo un nuevo movimiento que fue encabezado nada menos que por las fuerzas que custodiaban el Palacio de Miraflores y que garantizaban la seguridad del Ejecutivo Nacional. Y que aun posteriormente, ya iniciada la vida constitucional, después del proceso de elecciones, hubo una serie de acontecimientos que pusieron en serio peligro esa institucionalidad democrática, iniciada hace ahora 27 años.

Debo recordar la invasión del general Castro León por el Táchira; debo recordar el atentado contra el presidente Betancourt, en el que murió el jefe de su Casa Militar y el propio Presidente salió severamente lesionado. Podemos recordar los movimientos que recibieron los nombres de «el Porteñazo», «el Carupanazo», «el Barcelonazo», todo lo cual no es ocioso rememorar para que lo tengamos presente los que a veces alegremente gastamos el tiempo en estar inculpando y estar desacreditando a las instituciones democráticas, sin recordar que la libertad se pierde a veces con facilidad y que una vez perdida es necesario un gran esfuerzo y mucha angustia para recuperarla.

El 23 de enero de 1958, pues, empieza la vida democrática del país, y después de unas elecciones en diciembre, el 19 de enero de 1959 se instalan las Cámaras Legislativas. Uno de sus primeros actos es el de designar una Comisión Bicameral para redactar la nueva Constitución. Me cupo, como presidente de la Cámara de Diputados, el altísimo honor de copresidirla junto con el Dr. Raúl Leoni, presidente del Senado y quien sería, en el quinquenio 1964-1969, Presidente de la República.

Dos años de trabajo, en gran parte sin publicidad, en reuniones continuas de la Comisión Bicameral, culminaron en la elaboración de un proyecto que ha sido el que en Venezuela, en toda su historia, ha logrado el mayor consenso nacional. Yo pienso que es difícil que en cualquier circunstancia pueda lograrse una concurrencia tal de corrientes ideológicas y políticas disímiles y acordarse para echar las bases de la vida constitucional del país. Esa labor terminó a los dos años y me correspondió proponer que el día de la sanción fuera precisamente el 23 de enero, para que de esta manera aquella fecha, que en 1958 dio inicio al experimento democrático felizmente en vigencia, quedara asociada a la vida jurídica del país marcando la partida de nacimiento de la Carta Fundamental que debe unirnos y motivarnos a todos los venezolanos.

Ustedes me van a permitir que lea, aunque pudiera parecer un poco monótono, los nombres de los firmantes de la Constitución de la República en vigencia, para que se pueda relacionar con lo concreto de esas personas, de esos nombres que voy a leer, el concurso de las posiciones políticas, de las corrientes ideológicas, de los sectores de la vida venezolana que concurrieron para darle nacimiento a la Carta Fundamental de la República.

El Presidente, Raúl Leoni, senador por el estado Bolívar; el Vicepresidente, Rafael Caldera, diputado por el Distrito Federal.

Anzoátegui. Senadores: Juan Mogna, José Ramón Hernández Camejo, Rafael Domínguez Chacín. Diputados: Octavio Lepage, Elpidio La Riva Mata, Jaime Lusinchi, Pedro Ortega Díaz, Alirio Gómez Cermeño, Pedro Manuel Vásquez, Raúl Monteverde.

Apure. Senadores: Cristóbal Azuaje, Julio C. Sánchez Olivo. Diputados: Isabel Carmona de Serra, Freddy Melo.

Aragua. Senadores: Miguel Otero Silva, J.A. Medina Sánchez. Diputados: Humberto Bártoli, Pablo Cova García, Jorge Pacheco, Leonardo Arias, Cástor José Torres, Godofredo González.

Barinas. Senadores: Rafael Octavio Jiménez, Víctor Mazzei González. Diputados: Samuel Darío Maldonado, Argenis Gómez, Gonzalo García Bustillos.

Bolívar. Senadores: J.M. Siso Martínez (el Dr. Leoni ya fue mencionado). Diputados: Said Moanack V., Pedro Miguel Paredes, Olivo Campos.

Carabobo. Senadores: Francisco Melet, Alfredo Celis Pérez. Diputados: Enrique Betancourt y Galíndez, Carlos Felipe Alvizu, Rafael Peña, Héctor Vargas Acosta, Renato Olavarría Celis, Armando Rafael González, Enrique Acevedo Berti.

Cojedes. Senadores: Estanislao Mejías S., Isidoro Hernández. Diputados: Eneas Palacios Palacios, Federico Reyes Pereira.

Falcón. Senadores: Rolando Salcedo D’Lima, Rómulo Henríquez, Francisco Faraco. Diputados: Antonio Léidenz, Rafael Vicente Beaujon, Andrés Hernández Vásquez, Raúl Lugo Rojas, Luis Miquilena, Arístides Beaujon.

Guárico. Senadores: Francisco Olivo, Alberto Turupial. Diputados: Jorge Dáger, Francisco Salazar Meneses, Jesús Villavicencio, Saúl Ron.

Lara. Senadores: Argimiro Bracamonte, Ambrosio Oropeza, Froilán Álvarez Yépez. Diputados: Manuel Vicente Ledezma, José Manzo González, Juan Tamayo Rodríguez, Luis Eleazar Solórzano, Antonio José Lozada, José Herrera Oropeza, Luis Herrera Campíns, Jesús Pérez Lias.

Mérida. Senadores: Carlos Febres Poveda, Ramón Vicente Casanova. Diputados: Luciano Noguera Mora, Hugo Briceño Salas, Edilberto Moreno, Rigoberto Henríquez Vera.

Miranda. Senadores: Bonifacio Velásquez, César Gil Gómez, Luis Alejandro González. Diputados: José Octavio Henríquez, Teófilo Moros, Amílcar Gómez, Victoriano Santaella, Guillermo Muñoz, José Camacho, Eduardo Machado.

Monagas. Senadores: J.S. Núñez Aristimuño, Luis Tovar. Diputados: José Ángel Ciliberto, Luis Alfaro Ucero, Edmundo Yibirín, Manuel Joaquín Aristimuño.

Nueva Esparta. Senadores: Luis Beltrán Prieto Figueroa, Luis Hernández Solís. Diputados: Guillermo Salazar Meneses, Julio Villaroel.

Portuguesa. Senadores: Cipriano Heredia Angulo, Antonio Delgado Lozano. Diputados: Gonzalo Barrios, Jesús María Casal, René Rivero Pérez.

Sucre. Senadores: Carlos D’Áscoli, Pedro Pérez Velásquez. Diputados: Luis Manuel Peñalver, Régulo José Gómez, Aníbal Lairet, Dionisio López Orihuela, Hermán Brito.

Táchira. Senadores: César Morales Carrero, Abel Santos Stella. Diputados: Rodolfo José Cárdenas, Arístides Calvani, Valmore Acevedo Amaya, Ceferino Medina Castillo, Rosa García de Groscoors, José Jesús Álvarez.

Trujillo. Senadores: Elbano Provenzali Heredia, Rafael Ángel Espinoza. Diputados: José Antonio Espinoza Lares, Juan de la Cruz Durán, Amabilis Quiñones, Arturo Ramón Áñez, Felipe Montilla, Pedro Pablo Aguilar.

Yaracuy. Senadores: Raúl Ramos Giménez, Catalino Gómez M. Diputados: Marcial Mendoza Estrella, Baudilio Rodríguez, Pedro Pérez Méndez.

Zulia. Senadores: Octavio Andrade Delgado, Héctor Cedeño Pérez, Alberto Levy Romero, Enrique Méndez Romero, Jesús Faría. Diputados: Jesús Ángel Paz Galarraga, Juan José Delpino, César Rondón Lovera, Ítalo Boscán, Gualberto Fermín, Adelso González Urdaneta, Elio Chacín Reyes, Luis Adolfo Romero, Hugo Soto Socorro, Omar de Jesús Rumbos, Ángel Emiro Govea, José Bosquet, Hens Silva Torres, Pedro Barrios, Hugo Parra León, Joaquín Araujo Ortega.

Territorio Federal Amazonas. Diputado: Dionisio Álvarez Ledezma.

Territorio Federal Delta Amacuro. Diputado: Martín Antonio Rangel.

Distrito Federal. Senadores: Arturo Uslar Pietri, Ramón Escovar Salóm, Pompeyo Márquez, Pedro del Corral. Diputados: Fabricio Ojeda, Gustavo Lares Ruiz, Jesús A. Yerena, Ramón Tenorio Sifontes, José Vicente Rangel, Vicente Piñate, Vidalina de Bártoli, Orlando Tovar, Sixto Guaidó, Juan B. Moretti Garantón, Petra de Aranguren, Gustavo Machado, Guillermo García ponce, Eloy Torres, Miguel Ángel Landáez, Dagoberto González, Domingo Alberto Rangel, José González Navarro, Augusto Malavé Villalba, Carlos Del Vecchio (yo ya fui incluido al comienzo).

Un poco larga la lectura, pero la creo muy importante porque refrescándola se nota que allí está representada la totalidad del pensamiento político venezolano en sus más variadas manifestaciones. Los únicos que estuvieron ausentes fueron los personeros de la Dictadura, pero de resto todo el espectro político venezolano mostró un consenso de tal significación como difícilmente podría lograrse en el futuro y como, sin duda, no se logró antes en el país. Muchos de esos nombres corresponden a personas que ya están lamentablemente fallecidas. Creo que lo indicativo en todos esos nombres es que hubo ese acuerdo, ese consenso, esa idea de que en medio de la inmensa variedad de puntos de vista y de la libertad que consagramos para que cada uno defendiera sus posiciones, todos estuvimos de acuerdo en que la orientación, los principios y las normas formulados en la Constitución representaban el sentir general de la República.

Tal vez por esto, en esta materia, podríamos citar como un punto de vista muy respetable y muy actual el del Ministro de Justicia, doctor Manzo González, quien acaba de decir en un discurso pronunciado en la Asamblea Legislativa del estado Miranda, que es una de las constituciones más democráticas, más avanzadas, no solamente en el Continente sino de todo el mundo, que es también «un producto del acuerdo de todas las fuerzas políticas que en un momento dado estaban representadas en el Congreso de la República». De aquí que al hablar de la reforma del Estado, uno de los primeros problemas que nos tenemos que plantear es el de si la reforma del Estado plantea un cambio de la Constitución, o si la reforma del Estado que se está reclamando y prometiendo encuentra su punto de partida en la misma Constitución de la República.

El Procurador General de la República, doctor Luis Beltrán Guerra, declaró hace poco tiempo: «a nuestro juicio el esquema de planificación económica previsto en la Constitución es saludable y por lo tanto debe mantenerse». Pero, en general, tendríamos que preguntarnos ¿qué es lo que se reclama, qué es lo que se exige, qué es lo que se busca con la reforma del Estado? Es indudable que muchas de las estructuras actuales tienen que ser objeto de esta reforma, pero tengo la sensación de que lo primero que el país quiere cuando habla de la reforma del Estado es que el Estado sea más eficiente, que el Estado modernice sus cuadros, que el Estado corrija los errores en la distribución de las competencias y en los procedimientos, que el Estado responda de una manera más satisfactoria a los requerimientos de los ciudadanos en cuanto a las funciones que le corresponden.

Desde luego, no descarto el que la reforma del Estado tenga consigo la posibilidad de enfrentar algunas enmiendas constitucionales. Yo quisiera observar aquí como uno de los aciertos, a mi modo de ver, de la Constitución vigente, el mecanismo establecido en materia de enmiendas y reformas a la Constitución. Se suele decir que Venezuela tiene 25 constituciones en 150 años de vida republicana, mientras que los Estados Unidos, en más de 200 años, tiene una sola Constitución. Sin embargo, cuando entramos a estudiar esto en concreto, vemos que muchas de las supuestas constituciones distintas en Venezuela han implicado apenas leves modificaciones de algunos aspectos funcionales y que, en cambio, la Constitución Norteamericana, que es la misma establecida por los fundadores de aquella gran unidad política, ha experimentado 25 o más enmiendas, algunas de las cuales son tan importantes como la libertad de los esclavos, la libertad religiosa, la libertad de expresión del pensamiento y de otra serie de aspectos esenciales de la vida social.

En Venezuela, el récord de modificaciones caprichosas de la Constitución la tuvimos durante el período de 27 años de hegemonía del general Juan Vicente Gómez. La Constitución que estaba en vigor cuando él como Vicepresidente de la República asume a plenitud el poder por el viaje del presidente Castro (y para asegurarse más se le dicta por la Corte Federal un auto de detención al Presidente, de manera que no pueda regresar a la República y pierda sus derechos políticos) empieza a sufrir un juego de modificaciones que es verdaderamente bochornoso para el país. Pero, en definitiva, no puede entenderse que haya habido modificaciones a fondo en la Constitución. Cuando el general Gómez no asumía la Presidencia, el Congreso lo elegía Comandante en Jefe del Ejército Nacional, que era el título oficial, y la Constitución establecía que el Presidente de la República ejercería facultades, por ejemplo la de nombrar ministros, la de nombrar embajadores, la de decidir una serie de cuestiones fundamentales, en acuerdo con el Comandante en Jefe del Ejército. Y cuando el Congreso elige al general Gómez como Presidente de la República, establece la norma de que el cargo de Comandante en Jefe del Ejército Nacional desaparecerá tan pronto como él asuma la Presidencia.

Sin embargo, se dio el lujo de pasar siete años completos como Presidente electo y Comandante en Jefe del Ejército, mientras ejercía como Presidente provisional el doctor Victorino Márquez Bustillos. En 1922 el general Gómez decide asumir la Presidencia y para ese momento la Constitución prevé dos Vicepresidentes: para primer Vicepresidente se nombra a su hermano, el general Juan Crisóstomo Gómez, y para segundo Vicepresidente a su hijo, el general José Vicente Gómez. Asesinado por una oscura confabulación de palacio el Vicepresidente Juan Crisóstomo Gómez, se reforma la Constitución para que haya un solo Vicepresidente, que va a ser su hijo, el general José Vicente Gómez, que a su vez tenía el cargo de Inspector General del Ejército. Cae en desgracia el hijo, porque al Presidente le dicen que tiene impaciencia por adelantar la sucesión, y se reforma la Constitución para suprimir la Vicepresidencia, cosa que por lo demás yo he considerado favorable para el país, porque el Vicepresidente, en éste y en otros países, no ha sido sino una fuente de problemas y de inconvenientes. Uno de los primeros artículos que, todavía estudiante, publiqué después de la muerte de Gómez, fue oponiéndome a que se crearan de nuevo las Vicepresidencias, en un momento en que unos generales muy distinguidos de las antiguas guerras civiles estaban lanzando sus candidaturas para que los eligieran Vicepresidentes del Presidente López Contreras.

Esta simple mención basta para darse cuenta de que eso de que nosotros hayamos tenido 25 constituciones es una apariencia. En la Constitución vigente establecimos la posibilidad de dictar enmiendas, que dejan intacta la Constitución pero que modifica algunos de sus aspectos. Ya en estos 25 años se han aprobado dos enmiendas, que de acuerdo con lo pautado han recibido el nombre de Enmienda número 1 y Enmienda número 2.

La Carta deja abierta la puerta para una reforma substancial de la Constitución. Por cierto que cada vez que se propone una enmienda, hay algunos comentaristas que les gusta sostener que es materia importante, es materia fundamental y tiene que ser sometida a reforma. Yo considero que no hay materia constitucional que no sea importante, que no sea trascendente. Las enmiendas a la Constitución Norteamericana son sobre materias de tanta significación como la abolición de la esclavitud o las otras que mencioné. La idea del constituyente venezolano es la de que una reforma supone un cambio radical del sistema, por ejemplo, la eliminación de los estados, un sistema territorial distinto, la eliminación del sistema democrático y su reemplazo por otro sistema distinto, que al fin y al cabo para que fuera aceptado tendría que basarse también en los principios de la democracia. Una reforma substancial, es decir, que sustituya la Constitución por una nueva, tiene que realizarse por un proceso especial que termina en un referéndum. Tiene el pueblo que ser llamado a pronunciarse sobre el cambio.

Esta Constitución tiene entre sus características la de establecer un pluralismo muy amplio. Pocos países le dan tanta representación a las minorías como Venezuela. En la República Federal Alemana, para que un partido tenga representación en el Parlamento tiene que sacar por lo menos el 5% de la votación del país. En Venezuela, basta que un partido obtenga en todo el país un número de votos que alcance al cociente nacional para elegir un diputado (que equivale más o menos a ½%) para que tenga representación en el seno del Congreso, con los mismos derechos y las mismas garantías que cualquier otro. Yo creo que esto es importante destacarlo, porque muchos de los que critican alegremente la democracia no se dan cuenta de que son los mayores beneficiarios, porque son voceros de minorías que no han podido pasar más allá de bajos porcentajes en la votación y que, sin embargo, tienen el derecho a participar activamente en la dirección de la vida pública, especialmente a través de esos diputados llamados adicionales que se eligen en proporción a la cantidad de veces que el total de votos representa el cociente nacional.

Pero aún más demostrativo a este respecto, desde el punto de vista de la técnica jurídica, es el caso de los senadores adicionales. Se habrá observado, cuando leí la lista de los firmantes de la Constitución, que algunos estados tienen más senadores que otros. De suyo, según el principio federal, cada Estado tiene dos senadores y el Distrito Federal, dos. Sin embargo, se admite que los partidos que hayan tenido suficientes votos para sobrepasar el cociente nacional, tengan además senadores adicionales, por lo que algunas entidades como el Zulia tienen cinco o más senadores, ya que se reconocen senadores adicionales a los partidos que no lograron la elección directa.

Por otra parte, el Preámbulo de la Constitución es todo un programa. Cuando yo oigo a algunos decir que el proyecto político de 1958 está agotado, me sorprendo, porque el proyecto político que está en el Preámbulo de la Constitución todavía espera mucho para que se realice a plenitud. Es un programa para varias generaciones, una orientación fundamental en la vida del país y yo creo que tiene que ser la que nos guíe en la materia de la reforma del Estado.

Por supuesto, la Constitución deja un amplio margen al legislador. Muchas de las normas programáticas que allí se establecen deben ir siendo realizadas a través de la ley, con la idea de que sea el propio legislador, de que sea la opinión pública, de que sea el transcurso de los tiempos el que vaya dándole verdadera significación a las instituciones que la Constitución define.

Yo de todas maneras estaría de acuerdo con la posibilidad de algunas enmiendas más. Por ejemplo, creo que estamos en deuda con los venezolanos por naturalización. Se inició un proceso para darles a los naturalizados el derecho a ser electos senadores y diputados o para ocupar cargos importantes, un ministerio del Ejecutivo, por ejemplo. Una última fórmula limitaba la exigencia de la ciudadanía por nacimiento para el Presidente de la República, el Ministro del Interior, los del Exterior y Defensa y el Presidente de la Corte Suprema de Justicia, pero indudablemente que estamos en una posición mezquina en relación a un porcentaje muy importante y muy significativo de la población, con un agravante, que por inadvertencia llevó demasiado allá la limitación, porque cuando se fijó la integración de las Asambleas Legislativas se dijo que para ser diputado a una Asamblea Legislativa había que tener las mismas cualidades que la Constitución exige para ser diputado al Congreso. Involuntariamente se llevó hasta donde no tenía razón esta exigencia de la ciudadanía originaria. Esa sería una Enmienda que yo con gusto propiciaría, porque creo que hicimos un papel un poco melancólico cuando iniciamos con mucho entusiasmo y prometimos con mucha amplitud resolver este problema y lo dejamos a un lado al aprobarse la Enmienda número 2.

Hay algunos otros aspectos. Por ejemplo, el «ballotage». Cuando consideramos la elección del Presidente de la República se nos planteó este problema: ¿vamos a exigir que para que un ciudadano sea electo Presidente de la República, haya obtenido la mayoría absoluta de los votos? ¿Sí o no? Llegamos a la conclusión de que en un régimen como el nuestro con amplia representación de las minorías sería sólo excepcional el caso de que el Presidente obtuviera en una primera votación más del 50% de los votos. Y, entonces, ¿qué salida le íbamos a dar?

La tradición de muchos países latinoamericanos era el de encomendar el perfeccionamiento de la elección al Congreso. Pero, ¿qué sucede?, que cuando el Congreso no confirma al candidato que ha obtenido la mayoría relativa, se crean conflictos, algunas veces de suma gravedad. El caso de Chile fue típico. El Dr. Salvador Allende obtuvo la primera pluralidad, el segundo lugar lo obtuvo el señor Jorge Alessandri, y el tercer lugar el doctor Radomiro Tomic. Al concretar la elección entre Allende y Alessandri se creó un estado tal de tensión en Chile, que si el Congreso le hubiera dado la elección a Alessandri y no a Allende, eso habría significado prácticamente una guerra civil. Por eso llegamos a la conclusión de que era preferible aceptar la mayoría relativa.

Pero cuando la Constitución se redactó, no habían los franceses introducido el sistema de «ballotage». La idea de una segunda elección parecía imposible y hasta aventurada. Las circunstancias han demostrado que esto se puede realizar, aunque no sin inconvenientes. En este momento en el Perú se está planteando el problema de que uno de los candidatos ha obtenido el 48% y otro algo más del 20%. Parecía innecesario ir a una segunda votación. Sin embargo, parece que la fórmula constitucional tendrá que cumplirse: tendrá que realizarse el segundo acto para confirmar la elección que ya tiene asegurada Alán García como Presidente de la República.

Francia está echando atrás en este momento el «ballotage». El gobierno socialista, ante los problemas políticos que le han planteado, quiere eliminar el segundo turno, pero creo que es porque fue demasiado lejos al establecer el sistema para la elección parlamentaria, lo que obligaba a una serie de coaliciones, de componendas políticas que no son necesarias en el caso de la elección presidencial.

Recuerdo, sin embargo, que cuando se planteaba la Enmienda número 1, la cuestión se consideró, y que mi partido sostenía la conveniencia de establecer esa segunda vuelta para que el país decidiera definitivamente la situación, porque algunos tenían el temor de que un antiguo gobernante autocrático pudiera obtener una mayoría relativa, pero, desde luego, todos estábamos seguros de que en una segunda vuelta la mayoría del país se volcaría por el otro candidato, porque no le darían investidura a quien hubiera ejercido autocráticamente la jefatura del Estado. Sin embargo, recuerdo que el presidente Betancourt fue muy categórico en rechazar la idea del «ballotage», porque a su juicio daría lugar a pactos políticos, a combinaciones que no serían convenientes para el país. En todo caso, esta es una de las materias que podría considerarse como enmienda constitucional para la reforma del Estado.

Yo creo, por otra parte, con vistas a la experiencia, que sería muy deseable una enmienda constitucional que exigiera las dos terceras partes de los votos del Congreso para elegir a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, al Fiscal General de la República y al Contralor General de la Nación. Hasta la oportunidad anterior estos funcionarios habían sido elegidos por consenso. En oportunidad reciente, el partido mayoritario hizo uso de su mayoría para realizar sin consenso esta elección. Yo creo que hay que forzar a negociar con las otras fuerzas políticas para escoger los candidatos que vayan a ocupar esas posiciones, porque ello contribuye a darle una independencia de criterio a los magistrados, no sólo frente a ellos mismos sino frente a la opinión pública en general, lo que sería sumamente conveniente.

Quisiera observar que una de las proposiciones que llevé a la Constitución fue la de que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia tengan un período de nueve años y se renueven por terceras partes cada tres años. Cada tres años se renueva una tercera parte, para tratar de sustraer en la medida de lo posible al más alto Tribunal de la República de los vaivenes de las oscilaciones políticas. Tradicionalmente la Corte se elegía por cinco años y estos cinco años coincidían con el período constitucional. Pero creo que sería conveniente y deseable para darle mayor fuerza al Poder Judicial, que tanto lo está reclamando el país, el que se estableciera como se establece para los independientes del Consejo Supremo Electoral el requerimiento de una mayoría calificada de las dos terceras partes para la elección que el Congreso debe hacer de estos altos funcionarios.

Pienso que una enmienda constitucional podría precisar también, y corregir, los aspectos relativos al Consejo de la Judicatura. En la Constitución de 1947 yo fui el proponente del Consejo de la Judicatura. Estaba impresionado por la inclusión de esta institución de la Constitución francesa y en la Constitución italiana de post-guerra. Cuando desapareció la Constitución del 47 desapareció la institución, y en 1959 la propuse de nuevo para la Constitución actual, pero no se aceptó como una fórmula constitucional sino como una previsión que quedó en manos del legislador. Y es curiosa la paradoja increíble de que, habiendo sido yo el proponente inicial del Consejo de la Judicatura en el proyecto de Constitución, vetara como Presidente de la República la ley aprobada por el Congreso, por considerar que esa ley no correspondía a los propósitos del constituyente y que podría causarle grandes perjuicios a esta rama fundamental del Estado como es la administración de justicia. El tiempo me ha dado la razón. Muchos de los que fueron propiciadores del proyecto se han quejado de que la ley ha conducido a la partidización y a la parcelación de la administración de justicia. Pienso que una enmienda constitucional bien concebida, que establezca bases más claras, más firmes, sobre lo que debe ser el Consejo de la Judicatura, podría ser oportuna.

Hay un tema que me parece de gran importancia y es el de las facultades extraordinarias permitidas al Presidente de la República en materia económica y social. Esta previsión, que viene de la reforma parcial de la Constitución en 1945, en tiempos del presidente Medina, ha sido aplicada a mi entender con deformación del texto constitucional. Yo no creo que el Presidente de la República, al recibir facultades extraordinarias por un año, puede usar esa facultad para convertirse en poder legislador, para reformar las leyes, para destrozarlas en algunos casos. Leyes de naturaleza económica: la Ley del Trabajo, hasta en la redacción tiene incorrecciones increíbles porque se dice en un artículo de la ley que tal o cual institución debe comenzar a funcionar «desde la fecha de este Decreto».

Yo pienso que las facultades extraordinarias autorizan al Presidente a tomar medidas por encima del ordenamiento legal, pero limitadas al tiempo por el cual se le otorgan esas facultades extraordinarias. Cuando se vence el plazo esas facultades desaparecen. Yo no creo que la potestad legislativa del Congreso sea delegable; no creo que esas facultades extraordinarias pueden significar la concesión al Presidente de la República de un poder para modificar las leyes, algunas veces en una forma que no corresponde a las exigencias de la técnica jurídica. Por eso me parece que una enmienda constitucional que enfocara de una manera clara, que estableciera el alcance exacto de esta previsión de las facultades extraordinarias, pudiera ser conveniente.

Creo también que es tiempo ya de llevar a una enmienda constitucional el concepto de la región. Estoy muy preocupado, porque creo que todo lo que avanzamos en el proceso de la regionalización puede hallarse en este momento seriamente comprometido. Yo creo que la región es una institución a la cual tenemos que reconocer y fortalecer. Cuando me fue otorgado el título honorario de profesor de la Universidad del Zulia, el tema que escogí para mi discurso fue precisamente ese. Y cuando me correspondió ejercer la Presidencia de la República, tuve la satisfacción de dictar el primer decreto de creación de las regiones administrativas y promoví la creación de Corpozulia, de Corporiente, de Corpoccidente, de todas las corporaciones de desarrollo relativas a las regiones en las cuales no habían sido creadas todavía. Esto me parece que no debía quedar en manos del gobierno o del simple legislador, sino que debíamos pensar en una enmienda constitucional que llevara el concepto de región en sus líneas fundamentales a la Carta Fundamental de la República.

En cuanto a la materia municipal, que está llena de buenas intenciones pero también de dificultades prácticas para aplicar el texto de la Constitución, quizá también pueda ser motivo de enmienda. Pero creo que lo esencial para la reforma del Estado es desarrollar toda la fuerza potencial que la Constitución tiene y que no se ha realizado todavía. El país está necesitando y reclamando, por ejemplo, una ley sobre derecho de amparo. Vi introducido en estos días un proyecto que debe considerarse, pues ha pasado demasiado tiempo sin que esta norma se haya precisado.

El país está reclamándonos ahora la ley sobre elección popular y directa de los gobernadores de Estado. Materia ésta que ha sido objeto de largas discusiones desde la Constituyente de 1947. Creo que ya está reclamando una consideración y un análisis serio y ponderado. El país nos está reclamando también las leyes sobre la actividad económica para que podamos dar el paso de restitución a las garantías económicas, estableciendo cuáles son las áreas reservadas al poder público y al sector privado, así como cuáles son las normas que deben guiar la planificación, control, orientación y fomento de la economía por parte del Estado.

El país está reclamando la ley sobre incorporación de los indígenas al proceso de desarrollo nacional, previsto también por la Constitución. El país está reclamando la ley de jubilaciones que prevé la Enmienda número 2 y que todavía está como en suspenso. Serían mucho más los temas a los cuales podríamos hacer referencia, pero llegamos a la siguiente conclusión, que es la que quiero plantear esta tarde: la reforma del Estado puede envolver y conviene quizás que envuelva algunas modificaciones a través del proceso de enmienda del texto constitucional, pero supone principalmente el desarrollo, a través de las leyes previstas en la Constitución, de los principios inscritos en la misma Carta Fundamental.

Pero más que todo, nosotros que nos pegamos tanto a las palabras; nosotros, que le damos tanto peso a la reforma, tenemos que llegar a la conclusión de que cuando el país nacional habla de reforma del Estado, lo que quiere es un Estado más eficiente, un Estado más respetuoso, un Estado que sepa la nación cuál es su radio preciso de acción y cuál es el campo que debe dejarle a los particulares para estimular la iniciativa privada, para garantizar la libertad.

La reforma del Estado está más que todo en la administración y en esta materia hay estudios serios, realizados por gente valiosa a través de varios períodos constitucionales, y es necesario ponerlos en funcionamiento. Yo designé una Comisión de Reforma Administrativa que presidió el doctor Allan Randolph Brewer Carías y, después, cuando él fue a desempeñar una cátedra en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, el doctor Manuel Rachadell. En el período siguiente, una Comisión presidida por el doctor Pedro Tinoco. Creo que en el siguiente período también se llevaron adelante estos estudios.

Claro que la reforma del Estado es una reforma hecha sobre un cuerpo viviente. No es un traje para una figura ideal. El país vive y crece. Los servicios públicos han estado aumentando por dos factores: uno, porque las necesidades del momento van imponiendo la aceleración aquí y allá de un servicio u otro, para atender determinadas necesidades; otro, porque el Estado en Venezuela ha sido el gran empleador. Y si el petróleo, que es la riqueza fundamental, no le da ocupación permanente sino al 1% de la fuerza del trabajo del país, el Estado, con el dinero del petróleo, le da ocupación al 20 o 25%, para lo cual ha estado aumentando las posiciones ofrecidas sobre lo que ya está saturado, pues ya ha llegado al techo de su capacidad como empleador. Pero el país no tendría inconveniente de cargar con el peso de la burocracia si la burocracia fuera realmente eficiente, si los servicios públicos se prestaran de una manera satisfactoria, si el ciudadano se sintiera garantizado en su vida, en sus movimientos, en sus propiedades. Porque aquí está el meollo de la cuestión. Y cuando se habla de otros tipos de reformas, se cae muchas veces en lo incongruente.

Recuerdo que durante la campaña electoral, uno de los candidatos importantes a la Presidencia de la República se lanzó por la idea de la reforma del Estado y solicitó entrevistas con los otros candidatos. A mí me habló, por ejemplo, de cómo la división político-territorial de Venezuela era irracional. Y yo le dije, sí, pero que es el resultado de la historia, porque si tú vas a eliminar el estado Cojedes porque te parece poco poblado, vas a encontrar una gran resistencia emocional, y si dices que toda la Costa del Lago debe pertenecer al estado Zulia, a lo mejor estás diciendo una cosa racional, pero el estado Mérida, que tanto ha luchado por su derecho a tener un pedacito de la Costa del Lago, se va a sentir traicionado y no lo va a tolerar. Muchas cosas aparentemente irracionales son el resultado de la historia y de las circunstancias. La Costa oriental del Lago está partida por un enclave, que es la participación de Mérida en el Lago de Maracaibo. Y seguramente, si se quiere hacer una distribución lógica entre los estados Apure y Barinas, se trazaría no una línea fronteriza horizontal de oeste a este, sino vertical de norte a sur, y entonces el distrito Arismendi del estado Barinas, que está más cerca de Apure, le pertenecería al estado Barinas. Pero esto significaría enfrentar la realidad de un proceso que comenzó con la Colonia y que culminó con la ley de División Territorial de 1856 y con la Constitución Federal de 1864. Guzmán Blanco y Crespo modificaron la Constitución y hubo trece estados, nueve estados, once estados, pero Juan Vicente Gómez, que no era un letrado pero sí un astuto gobernante y además profundamente penetrado de la realidad venezolana, una de las primeras cosas que hizo cuando llegó fue restablecer los veinte estados y dejarlos así para que quedara satisfecho el sentimiento de los habitantes de esas respectivas circunscripciones.

De manera, pues, que esta materia hay que enfrentarla de acuerdo con los mejores deseos, pero sobre todo con el conocimiento de la realidad. Reformemos el Estado, hagámoslo más moderno, más eficiente, distribuyamos mejor las competencias, respondamos a las exigencias de la vida moderna, preparémonos para las exigencias del siglo XXI, pero no ignoremos los imperativos de la realidad. Llevemos adelante  el proyecto político contenido en el Preámbulo de la Constitución de la República, de cuyos veinticinco años nos sentimos muy orgullosos, porque hemos demostrado que sí podemos ser gobernados democráticamente, que sí podemos vivir de acuerdo con las instituciones y son las instituciones las que le dan carácter, las que le dan fuerza y las que le dan prestigio a las naciones.

Muchas gracias.