Si la paz es nuestra meta, trabajemos para que la justicia le sirva de sustento
Discurso pronunciado en la 49 Asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York, en horas de la mañana.
Señor Presidente, señor Secretario General, señores delegados:
En nombre del gobierno y del pueblo de Venezuela, felicito al señor Amara Essy, Ministro de Relaciones Exteriores de Costa de Marfil, por su elección como Presidente del Cuadragésimo Noveno Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas. Confío en que bajo su dirección, esta importante reunión contribuya a dar pasos firmes en la tarea fundamental que incumbe a la Organización: la búsqueda incesante de la paz.
Me es grato también saludar al señor Boutros-Ghali, Secretario General de la ONU. Su inteligente y experto liderazgo hace concebir nuevas esperanzas al mundo en el camino que nos lleva a iniciar dentro de poco un nuevo milenio, hacia una perspectiva cargada de optimismo, pero también signada de preocupaciones.
Señores delegados:
El siglo XX, que está llegando a su fin, fue escenario de grandes acontecimientos para la humanidad. Dos guerras mundiales, que costaron un inmenso caudal de vidas humanas y una cifra astronómica de pérdidas físicas, económicas y culturales, demostraron hasta dónde el hombre era capaz de destruir y sobre todo, de destruirse a sí mismo. El mapa político de la tierra se modificó muchas veces, con las predecibles consecuencias.
La ciencia y la tecnología hicieron avances increíbles. El descubrimiento de los antibióticos abrió a la cirugía posibilidades insospechadas. Los cirujanos convirtieron el cuerpo humano en campo fecundo de intervenciones capaces de corregir defectos de la naturaleza o traumatismos ocasionados por factores actuantes en una sociedad cada vez más compleja. La expectativa de vida sube continuamente y terribles endemias que contaban innumerables víctimas han desaparecido casi por completo.
Las comunicaciones han constituido prodigio máximo de esta centuria. El siglo XX ha sido la era de la radiodifusión y de la televisión. Los acontecimientos importantes ocurridos en cualquier lugar del globo son conocidos de inmediato en todos los más lejanos ambientes. El telefax ha descartado al correo y superado al telegrama y el télex. Son las comunicaciones las principales responsables de que los habitantes del planeta se reconozcan progresivamente como integrantes de una sola y vasta comunidad de naciones.
El orden institucional, necesariamente, ha tratado de ponerse a tono con la marcha veloz e incontenible de los acontecimientos. Las normas jurídicas, internas e internacionales, sufren una transformación incesante. Se revisan las nociones fundamentales de nacionalidad y soberanía, y se buscan fórmulas capaces de armonizar los valores irrenunciables e imprescriptibles, con las exigencias de la comunidad supranacional. Dentro de esos valores están la autodeterminación de los pueblos y la no intervención, inscritos en el preámbulo de nuestra Constitución.
Conforme a lo señalado allí, Venezuela ha estado y está permanentemente dispuesta a favorecer pacíficamente la extensión de la democracia a todos los pueblos de la tierra y especialmente de nuestro continente. Por eso, hemos apoyado el esfuerzo tendiente a devolver la plenitud del sistema democrático a las naciones latinoamericanas que no la tienen, cuya suerte nos preocupa y tiene que preocuparnos por razones de historia y de afinidad espiritual. Pero, por la misma razón, Venezuela no dio su apoyo a la intervención militar en Haití, aun reconociendo que la ONU le invistió un soporte multilateral e institucional.
Por otra parte, los procesos integracionistas regionales se extienden en ámbitos cada vez mayores y penetran más profundamente en el propio ejercicio de los derechos de cada pueblo. Este proceso marcha aceleradamente hacia objetivos de integración hemisférica y universal. Para los latinoamericanos es propicia la oportunidad por el bicentenario de Antonio José de Sucre, el joven que refrendó la independencia en Ayacucho para reafirmar los vínculos indestructibles de nuestra solidaridad.
Vemos en la próxima reunión de Jefes de Estado y de Gobierno del Hemisferio a que ha invitado el Presidente de los Estados Unidos, el propósito de fortalecer en el Continente y en el mundo un sistema democrático sincero, en el cual aspiramos a que se comprometa una lucha sin tregua contra la pobreza y un acuerdo efectivo para erradicar la corrupción.
Las Naciones Unidas han logrado sortear la mayor parte de los inconvenientes que hicieron fracasar a su antecesora directa: la Sociedad de las Naciones. El año próximo celebrará sus primeros cincuenta años de existencia, durante los cuales, en medio de contradicciones y de insatisfacciones, ha ofrecido espacio insustituible para el diálogo continuo, en todos los idiomas y en los más distintos tonos. El progreso en su camino es incesante, y se ha revelado dispuesta a los cambios estructurales que la dinámica del tiempo demanda. Por eso esperamos modificaciones como la ampliación de la representación permanente, dándole un puesto seguro al Brasil, en el Consejo de Seguridad. Latinoamérica tiene derecho a esta posición por su fortaleza espiritual y su actitud constante en pro de la libertad y amistad entre los pueblos.
No obstante los avances realizados, es imposible, sin embargo, negar que estamos todavía muy lejos de una paz universal estable, de una convivencia armónica entre diferentes Estados, de un nivel de vida que permita a los sectores sociales de los diversos continentes una existencia humana y digna, un grado satisfactorio de equidad con alcance mundial en las relaciones sociales.
La lucha por los derechos humanos se ha extendido de manera notable y se han celebrado tratados internacionales que colocan su defensa por encima de las fronteras, pero el derecho humano elemental, el derecho a la vida, el derecho al trabajo, el derecho a comer lo indispensable para una existencia sana está muy lejos de haberse asegurado para considerables porciones de la humanidad.
El trascendental evento internacional celebrado recientemente en El Cairo sobre población y desarrollo parecía tener como telón de fondo la convicción de que no se puede garantizar el desarrollo, entendido como la participación de todo el hombre y de todos los hombres y mujeres en el proceso económico y social, si la población sigue creciendo: porque pareciera no haberse encontrado todavía la manera de asegurar a todo ser que nace, como es indispensable, los medios para su digna subsistencia. En mi país, todavía a principios de siglo, en medio de una pobreza y de un atraso inocultable, un refrán afirmaba que todo niño al nacer «traía su arepa debajo del brazo» (la «arepa» es un pan de maíz, ingrediente popular indispensable de la dieta diaria). Hoy ese refrán ha desaparecido del habla popular.
No se ha logrado la paz, a pesar de la inmensa repercusión de los acontecimientos sucedidos a partir de la caída del muro de Berlín. Cuando se preparaban los corazones a vibrar con emoción por la llegada de la paz universal, la guerra del golfo Pérsico vino a despertarnos de ese sueño. Los conflictos recientes en la antigua Yugoslavia y Ruanda, países tan diferentes, han despertado residuos de barbarie que se consideraban desaparecidos. Conflictos religiosos y antagonismos étnicos que se daban por definitivamente superados han reaparecido con increíble encono. Los hechos nos traen a la memoria la exégesis bíblica de un ilustre latinoamericano, que gozó de gran aprecio en el ambiente de las Naciones Unidas, el peruano Víctor Andrés Belaúnde, quien afirmaba que la sociedad soportaba el peso de una maldición implícita que el Creador le impuso al echarla del Paraíso Terrenal: «Hombre, no has querido que yo te gobierne: de ahora en adelante te gobernarás tú mismo».
La Organización de las Naciones Unidas tiene ante sí como permanente desafío la búsqueda de la paz. Es evidente que ella no se podrá obtener solamente en el terreno de las discusiones políticas y de las negociaciones diplomáticas; menos aún con el mero ejercicio de la fuerza. Muchas veces se ha dicho, y por voces muy autorizadas, que la paz es fruto de la justicia, vale decir, que sin alcanzar en alguna medida la justicia es inalcanzable la deseada paz. Así lo entendieron los negociadores de Versailles, al final de la Primera Guerra Mundial, cuando incorporaron a su Tratado de Paz una extensa cláusula dedicada a la Organización Internacional del Trabajo, inspirada en la Justicia Social. Pero es indudable que el requerimiento de la justicia va mucho más allá de las convenciones y recomendaciones internacionales en materia de trabajo y que cada vez hace más perentoria su observancia.
El proceso acelerado de mundialización que estamos viviendo es indetenible e irrechazable. Los pasos dados en esta dirección corresponden a las condiciones del mundo actual y a las exigencias del futuro inmediato y mediato. La finalización de la Ronda Uruguay, la creación de la Organización Mundial de Comercio, constituyen un innegable avance en el camino de la humanidad. Los acuerdos bilaterales como los multilaterales en todos los continentes, han representado y representan factores de progreso y estimulan la creación e intercomunicación de la riqueza. Ello no obstante, es obligante introducir en las relaciones entre los Estados, consideraciones que impidan que el intercambio comercial se convierta en una guerra a muerte en el campo de la economía. No es pertinente trasladar a las relaciones sociales la tesis de la lucha por la vida, en el sentido de que la propia naturaleza impondrá a través de esa lucha la supervivencia de los más aptos, vale decir el predominio absoluto de los más fuertes y la desaparición de los más débiles. Aceptarlo sería un delito de lesa humanidad.
Hay que reconocer que la Organización de las Naciones Unidas y las importantes entidades que de ella dependen se han esforzado por aliviar las penas y carencias de los grupos humanos cuyas condiciones de vida se encuentran en un nivel inferior al indispensable desde un punto de vista humano. Estimula observar que instituciones relacionadas directamente con Naciones Unidas, como lo son el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, admiten la lucha contra la pobreza como una primera prioridad. Pero no basta la asistencia humanitaria a aquellos que más la necesitan y que menos tienen. Es indispensable ofrecer a las naciones el espacio necesario para permitir a todos sus habitantes la posibilidad efectiva de competir eficientemente, asegurar una supervivencia sana y alentar su progreso.
Las medidas de liberalización en las economías de los países subdesarrollados han producido, es cierto, resultados positivos en el orden macroeconómico. Pero en algunos que muestran con satisfacción altos logros en el terreno de la economía, se observa al mismo tiempo un crecimiento preocupante del porcentaje de población en situación de pobreza y, lo que es más angustioso todavía, de pobreza crítica y de pobreza extrema.
Comparto con el Presidente de Colombia, la aspiración a un nuevo modelo de desarrollo para nuestros países, un modelo alternativo, como él dijera ante este mismo auditorio, que les proponga «la creación de un nuevo ciudadano, un ciudadano más productivo en lo económico, más participativo en lo político y más solidario en lo social».
Mi país, Venezuela, ha enfrentado en los últimos años una difícil situación económica y una preocupante situación social. La culpa es en gran parte de nosotros mismos, no podemos negarlo: errores graves en la conducción del Estado y el morbo funesto de la corrupción son los principales responsables de la grave crisis que hemos atravesado. Pero también han influido factores externos. No vengo a plantear un juicio en torno a lo pasado. Debo, es mi compromiso con mi pueblo, encontrar caminos para recuperar la confianza, indispensable para que las nuevas generaciones puedan aprovechar debidamente, con capacitación y trabajo, las posibilidades que ofrece el país.
Graves problemas institucionales, como el juicio seguido a dos ex Presidentes de la República, que conllevó la suspensión de uno de ellos en ejercicio activo de su cargo, se han realizado dentro del orden jurídico y de la más absoluta normalidad constitucional. El comportamiento del pueblo ha sido realmente ejemplar. Los recursos naturales que la Providencia nos ha dado y las perspectivas favorables que garantizan nuestros recursos humanos, los cuales, a través del tiempo, han hecho gala de inteligencia, audacia creadora y de coraje ante el peligro, nos inducen hacia el optimismo. Sabemos que es en lo propio nuestro donde debemos encontrar los elementos indispensables para ganar la batalla del desarrollo, en la que estamos seriamente comprometidos.
Hemos presentado, con general aceptación, un Programa de Estabilización y Recuperación Económica que traza una orientación viable y decidida hacia la definitiva superación de la crisis. Pero nos consideramos obligados a plantear en los foros internacionales, y de manera muy especial en este foro mundial, la necesidad que se abran perspectivas favorables para que nuestros esfuerzos no fracasen, sino que obtengan el necesario éxito y con él contribuyan a un destino mejor para la humanidad.
Cuando se considera, por ejemplo, que hay que intensificar las relaciones comerciales en el ámbito mundial, reclamamos que se nos garantice sinceramente el acceso a los mercados de los países desarrollados, en los cuales a veces predominan mecanismos usados hábilmente para eliminar nuestra competencia. Estamos conformes en aceptar el propósito de defender un ambiente sano para las poblaciones y decididamente dispuestos a contribuir a él; pero no podemos menos que decir que en más de una ocasión la lucha ecológica por un ambiente sano se usa hipócritamente para cerrarle el paso a los países en vías de desarrollo en los mercados de los países ricos.
Sostenemos, por otra parte, que la transferencia de tecnología debe ser amplia y genuina, porque, de no serlo, la brecha que nos separa de los países desarrollados y que crece todos los años, terminará por ser insuperable y conducirá a una división aguda y amarga entre dos segmentos de la humanidad, con consecuencias impredecibles pero funestas.
El acceso al capital, cuya necesidad se acentúa a medida que la revolución tecnológica hace el proceso de la producción más capital-intensivo y menos trabajo-intensivo; la justa retribución de las materias primas, que constituyen la mayor aportación de los países subdesarrollados al mercado internacional y que pierden continuamente relevancia para el resultado final, debe hacerse en condiciones de equidad, que protejan a los productores forzados con frecuencia a aceptar cláusulas de verdaderos contratos de adhesión. Esa lucha por mejores precios para las materias primas, sujetos casi siempre a las condiciones impuestas por los países consumidores sin participación real de los productores y el establecimiento de términos razonables para los préstamos internacionales, forman parte de la lucha por la justicia, inseparables de la verdadera lucha por la paz.
El problema de la deuda externa de los países en vías de desarrollo está lejos de haberse resuelto. Es cierto que ha habido negociaciones de reestructuración que han aliviado momentáneamente el peso terrible que ella representa para los países deudores; pero a medida que transcurren los lapsos, cada año se hace más insoportable la carga para los pueblos que la llevan. En mi país, concretamente, el servicio de la deuda para el próximo año representa el 35% del presupuesto nacional y se agudizará en los subsiguientes. Con la baja de los precios de nuestro principal producto de exportación, se hace más fuerte la dificultad de atender las necesidades esenciales de la población. No tenemos, ni por un momento hemos tenido, intención de desconocer compromisos. Estamos decididos a honrarlos; pero consideramos que este tema no puede estar ausente del diálogo internacional y que debe intentarse la búsqueda de una vía amplia que abra horizontes de justicia y de paz.
Considero, señor presidente de la Asamblea, señor Secretario General y señores delegados, que al aproximarse la iniciación de la segunda mitad del primer centenario de la Organización de las Naciones Unidas, el propósito fundamental de la ONU debe orientarse hacia la búsqueda de la justicia en las relaciones entre los pueblos.
La justicia social ha sido una de las conquistas más importantes en este siglo XX que está por terminar. Ella reclama, de cada individuo y de cada grupo, lo necesario para el bien común. Por encima de las igualdades matemáticas de la justicia conmutativa, ella pide que cada uno aporte en proporción a su capacidad para los fines de la comunidad. Esta concepción no ha prevalecido todavía en el ámbito internacional. Ha habido, es cierto, pequeñas concesiones a los países más necesitados, pero hace falta una orientación franca hacia el logro del bien común universal. Los sujetos, por cierto, no han de ser solamente los Estados. Después de abierta la puerta por la OIT, los organismos internacionales han dado acceso a sus tareas a entidades no investidas de autoridad. Las grandes empresas económicas internacionales, que tienen y ejercen verdadero poder, deben ser implicadas en la orientación de los programas de búsqueda en la paz a través de la justicia; de la justicia económica, en cuanto a ellas concierne, y del respeto a la soberanía de los Estados grandes y pequeños.
Quienes amamos la libertad; quienes hemos luchado sin reparar costos ni sacrificios para establecerla; quienes colocamos la democracia y el respeto a los derechos humanos como objetivos primarios; quienes sinceramente anhelamos la amistad y el entendimiento fecundo entre todas las naciones; quienes tenemos fe en el diálogo y respaldamos decididamente la acción de las Naciones Unidas para propiciarlo, anhelamos una disposición firme de la ONU, para que la búsqueda de la justicia -no me canso de repetirlo-, sea tarea prioritaria en la construcción de la paz.
Si la paz es nuestra meta, trabajemos para que la justicia le sirva de sustento. Así conseguiremos el ideal que nuestro Libertador Simón Bolívar colocaba como el principal de los fines del mejor sistema de gobierno: la mayor suma de felicidad posible, vale decir, la felicidad general.