Discurso en el Colegio San Ignacio como antiguo alumno

Palabras de Rafael Caldera como antiguo alumno del San Ignacio, en el acto de premiación de Fin de Curso. Noviembre de 1938.

Señores:

Cada año, en noche como ésta, el Colegio se viste de sus mejores galas. Profesores y alumnos, familiares y amigos, hacen un solo esfuerzo de solidaridad para estimular a aquellos que han merecido premios. Ni una leve sombra de mezquindad fluye en estos momentos. Los vencedores no aceptan mezcla de pequeñez en su júbilo. Los que no lo son, saben rendir tributo a la justicia y sentir la alegría del compañero que convive en las aulas.

Noche es solemne en que ha sido costumbre llamar a personalidades de verdadera valía para que digan el discurso de orden. Hoy aquella costumbre se ha roto. Por una flaqueza paternal, el Colegio ha preferido traer aquí a un antiguo alumno; para que represente a quienes en estas aulas se formaron, oyendo la palabra orientadora y admirando el ejemplo de vidas integérrimas.

Es, pues, total concepto el de esta repartición de premios. Yo vengo con sincera emoción a recoger el mío. A falta de otro mérito, se ha querido recompensar mi cariño infinito por esta casona caraqueña. Por lo que ella representa de trabajo, que es esperanza, y de sacrificio, que es amor y redención. Por el ideal noble y puro que ella encarna. Por la abnegación inquebrantable de estos obreros de Dios que aquí trabajan momento tras momento, sin hacer caso de que a veces la gente enseguida se revuelve contra la mano que la bendice y la levanta.

No he de hablar, aunque bien lo quisiera, de la santa misión del maestro. Tampoco me pondré a disertar sobre la elevada eficacia de estos torneos de sana emulación. Hablaré sin rebusques de retórica a condiscípulos de los cuales los mayores empezaban a estudiar primaria cuando yo terminaba la vida del Colegio. Sin el brillo de los poetas, cuyos versos recitaba en oportunidades similares, mi palabra será un llamado de sinceridad a condiscípulos obligados a marchar por un camino recto. Obligados a cumplir un deber cuya traición comería las entrañas con hiel amarga de remordimiento.

A ustedes, pues, mis compañeros de colegio, va a hablar otro colegial. Otro muchacho que a pesar de serlo ha conocido ya los sinsabores de la lucha. Que ha podido palpar la comprensión de quienes más obligados están a comprender; la cobardía de quienes más obligados se encuentran a luchar. Yo he venido a hacerme eco de una realidad de dolor y esperanza. Dolor por la traición y esperanza en la juventud, es lo que siempre ha venido sintiendo nuestro pueblo; y las generaciones que nos precedieron se han encargado cada vez de añadir más sufrimiento a su tortura y de restar más optimismo a sus precarias ilusiones.

Hoy se siente con mayor arrebato la llamada de la Patria que gime y que espera. Porque son más graves sus problemas y más trascendental su encrucijada. Hay épocas en que la humanidad satisfecha se entrega al regodeo de lo que considera pináculo de la civilización. A esas épocas suceden otras en las cuales se siente la angustia de los males que produce cada etapa de abandono y egoísmo. Como aquéllas era el siglo pasado, como éstas, el momento nuestro. Al leer los escritores de hoy es imposible dejar de notar un dejo de amargura y un sentido de inconformidad.

Estamos en un instante histórico en que una transformación va a operarse, y el quietismo es un crimen. Se contempla el problema horroroso que afecta el mundo entero y que se ha designado con el nombre de cuestión social. Horroroso problema de ateización y descristianización, de injusticia para la mayoría inmensísima de la humanidad. La mayor parte de los hombres padecen abandono y miseria: y si empezó por negárseles la idea de un Dios que ama y redime, de un Cristo que murió por el pueblo, ha acabado por hurtársele el mendrugo que sostiene una vida dolorosamente irracional.

Estamos en momento que reclama el esfuerzo. En el mundo entero se sienten tremendas convulsiones. En Venezuela, la Nación busca ansiosamente el camino de reconquista de su destino histórico. Va a resolverse allá y acá, el problema máximo del universo actual. De los hombres habrá de depender que predomine la solución atea y bárbara del odio o la cristiana y humana del amor. Canalla y criminal será quien se encierre en el círculo de su propio egoísmo. Quien se niegue a integrarse en una responsabilidad colectiva. Quien ceda el paso por miedo, o por conveniencia, o por las dos cosas a la vez, a las corrientes que quieren destruir la base misma de nuestra civilización.

En una grave obligación está empeñada la juventud venezolana. Y nosotros, colegiales del San Ignacio, no somos los menos obligados. Dios nos ha traído a un Colegio donde se pone empeño en formar la conciencia. Donde no se plasman inteligencias veletas, dispuestas a girar con la brisa. Donde no se dan conocimientos de mercado listos para empacarse a quien mejor los pague o a quien por las malas se imponga.

Algún día compañeros, sentiréis asco y dolor al mismo tiempo ante la insignificancia moral de elementos perdidos que hubieran podido hacer el bien. Algún día comprenderéis que Venezuela no se ha perdido por falta de hombres talentosos, sino por falta de hombres reciamente probos. Por falta de voluntades heroicas que no sepan flaquear ante el halago fácil que compra la conciencia al mero precio de dejar hacer. En nuestra Patria ha habido malos de verdad, pero su fama demuestra que no han sido la especie más corriente: lo más corriente ha sido una caterva interminable de hombres que han claudicado o se han vendido; que han prestado sus nombres hasta entonces honrados, para la defensa de los asesinatos de la Patria; que han echado sus talentos mercenarios como alfombra para que se patee y se atropelle la moral.

Por eso, repito, gracias debemos al Supremo por habernos traído donde se pone empeño en formar ciudadanos honrados. Por eso, no somos nosotros los menos obligados a atender la llamada de la Patria.

Nos emociona, es cierto, oír cómo en países afortunadamente lejanos, ante el espectro de la guerra, no hay quien se estremezca al escuchar la llamada a las filas y acuda a darle todo en servicio de su propia nacionalidad. Ante el clarín que los conjura, negligencia sería deserción. Traidor sería el científico que quedara encerrado en su laboratorio y no saliera con sus retortas y su microscopio y con su voluntad de sacrificio, a ofrendarlas en el ara común. Traidor el padre que no dejara ir a su hijo; traidor el comerciante o artesano que enfrascado en sus propios negocios se olvidara de la primera obligación de todo ciudadano.

Nosotros oímos el clarín. El clarín nos llama a una guerra más difícil, que no se nos hace todavía con ametralladoras y cañones pero sí con propagandas venenosas y traidoras. Podemos escuchar los cánticos guerreros de los enemigos de la Patria que marchan jactanciosos de su fuerza y seguros del triunfo. Oímos el «rum-rum» de los motores que van bombardeando los cerebros y corazones indefensos de nuestro pueblo ingenuo y bueno. Podemos oír el escandaloso derrumbe de la armazón moral de Venezuela. ¿Seremos nosotros los cobardes que no acudamos a la primera línea? ¿Seremos los que agachemos la cabeza, para pasar inadvertidos ante el pregón que menciona nuestros nombres llamándonos a filas?

Dios y la Patria nos reclaman y no podemos vacilar. Dios y la Patria no se contentan con el tributo lánguido de una oración oculta, ni el propósito de aprender un arte y una ciencia con el solo deseo de ganar más dinero y de vivir mejor. Dios y la Patria piden acción. Piden energía y constancia; y es necesario que ustedes, compañeros, se forjen desde hoy la convicción de que sería un crimen negarlas y de que hay que atender la llamada.

Desgraciadamente, muchos han traicionado esa responsabilidad. Quizá aún dentro de los actuales mayores del Colegio, haya quienes tengan el concepto de que la vida es para el trabajo individual y tranquilo. Dentro de nuestros mismos compañeros ha habido Pablos que persiguen a Cristo pero sobretodo Pedros que lo niegan. Aquéllos a quienes el error o la pasión han torcido, manifiestan siquiera una preocupación por la Patria. Una preocupación que traducen en acciones perversas; pero al menos puede esperarse que cambie de sentido cuando caigan las escamas que los ciegan. Esos Pablos, torcidos como están, han tenido siquiera la intención de hacer algo más allá de su propio egoísmo. Pero los Pedros se empeñan en no llorar su culpa. Siguen obstinados en el camino de las negaciones. Y la negación está reñida con nuestra misma escuela. Somos jóvenes y como tales debemos arder en deseos de luchar. Somos venezolanos y debemos responder al espíritu incansable de nuestros mayores.

No podemos nosotros ser de quienes niegan. Y negaríamos si presentáramos oídos duros al menosprecio de los mercenarios del pretorio por el sublime ideal del Galileo. Si rehuyéramos nuestro aporte a las empresas colectivas que persigan la regeneración de la Patria. Si fuéramos incapaces de hacer nada – como en la poesía de Benavente – más allá de los intereses del yo: mi carrera, mi comodidad, mi diversión y mi descanso, yo, yo, yo, yo.

Estamos obligados a darnos a la Patria. Y con nosotros obligados están –  propicio es recordarlo – nuestros padres. A los padres de familia aquí presentes esperando el premio de sus hijos hay que recalcar que el premio es símbolo de recompensa y prenda de responsabilidad. Loable es su presencia en el entusiasmo y el júbilo: pero obligada también en el estímulo a la labor social. Padres hay que extienden el concepto de una tranquilidad egoísta hasta imponer el abstencionismo a sus hijos. Que les prohíbe mezclarse en nada que pueda traerles sinsabores y dificultades. Forman así seres cobardes y asociales que el día del remordimiento lamentarán la inclinación que se les dio. Yo espero que no sean de esos los que aquí me oyen. Que en los aquí presentes no germine ese retraimiento criminal.

Ya debo terminar. Ahora – según las palabras del ritual – vendrá el momento en que «para honor de la virtud, esplendor de las ciencias, cultura de las letras y estímulo de los alumnos del Colegio San Ignacio, se proclamen los nombres de los que por su ejemplar conducta , aplicación constante y aprovechamiento, previo certamen literario, han merecido las insignias de premio y honorífica mención».

Esa mención de honor es mención de responsabilidad. Tú, el que vas a obtener la Excelencia o el premio de conducta, debes saber que de nada serviría ese premio si fuere posible ganarlo a fuerza de pasividad y de abstención. Que obtenerlo supone crédito de obras positivas que logren ejemplarizar.

Tú, el que recibirás el premio de puntualidad, endereza ese tesón que has demostrado hacia el propósito de ser perseverante en el trabajo por la Patria, sin que te aflijan las derrotas ni te detengan los obstáculos.

Tú, el que has ganado el de Filosofía, obligado estás a comprender que el hombre es un ser intelectual y volitivo que no logra su fin mientras no ejercite sus facultades hacia el bien.

Tú, el que sobresales en Literatura, recuerda que la palabra es vehículo de acercamiento humano y las letras algo que no tendría objeto si no se empleara hacia una alta finalidad social.

Tú, en fin, el que vas a recibir premio o mención honorífica en Instrucción Primaria o en Bachillerato, en matemáticas o en ciencias naturales: jamás olvides que todas las cosas forman un sistema de armonía; y que un conocimiento aislado es una nota discordante en el grandioso himno que la naturaleza tributa al Autor del Universo.

Pero especialmente, tú, premio de geografía, conmuévete cada vez que veas esparcidas sobre el mapa, en nuestro inmenso territorio, pequeñas manchas de población humana; convéncete de que poco harán sin una corriente espiritual que dinamice y que lleve a la acción. Y tú, premio de Historia, ¿no has sufrido el dolor del presente al mismo tiempo que se hincha tu entusiasmo ante las epopeyas del pasado? ¿No has comprendido que la Gesta Magna presupone tres siglos de labor perseverante y abnegada? ¿No te has convencido de que ella fue un inmenso y glorioso sacrificio colectivo?

Sí, compañeros todos. Los que subirán a este escenario con los pechos cargados de cruces y los que desde sus puestos sabrán ser soldados insobornables de nuestra nacionalidad. Compañeros todos que habéis llenado los pulmones para echar a vibrar por los aires las notas del himno nacional. Es necesario que se inflame nuestro patriotismo al recordar que la epopeya gloriosa de la independencia fue la obra de un pueblo que avanzó decidido a la conquista de un destino histórico. Fue una labor de superación, primero, en la preocupación y en la cultura; y luego, en los días de la lucha, un inmenso movimiento colectivo que no retrocedió ante el sacrificio. Fue el esfuerzo de toda Venezuela electrizada por una corriente de incontenible misticismo, encendida por la chispa fulgurante de Bolívar. No es creación de nuestros literatos la historia de esas hazañas portentosas. No es mentira ni leyenda que un ejército de llaneros flacos y andrajosos cruzó los Andes en una sucesión de triunfos y triunfó en lugares de difícil acceso.

La Independencia fue cruzada que tuvo en Bolívar su predicador y su caudillo. Hoy, insensato pesimismo pretende que no podrá nada Venezuela; y cuando sólo tenía un millón de habitantes sembró de gloria medio Continente.

Es necesario predicar una nueva cruzada de optimismo. Dios se vale de los pueblos como de los hombres. Muchas veces los pueblos pequeños con su ejemplo y aún con su acción hacen más para la humanidad que los grandes colosos. Para ello deben empezar por sanearse. Por erguirse. Por lanzarse en una ambición incontenible de futuro.

Recojamos la misión de regenerar esta tierra dolorida. No hurtemos energías a esa obra que a las nuevas generaciones reclama. No traicionemos lo que la juventud significa en obligación de optimismo y de impulso. Y no vacilemos, en nuestra cruzada de desbordante amor por Venezuela.

Ni ante la incomprensión – mala yerba que por doquier florece -.

Ni ante el insulto y la emboscada.

Ni ante la traición y la calumnia.

El alma puesta en Dios, mantengamos firmísimos esta inmensa obsesión: «Venezuela será lo que nosotros queramos que sea».

¡Arriba Venezuela!