Rafael Caldera a los quince años con las condecoraciones recibidas en el Colegio San Ignacio de Loyola. De fondo, esas condecoraciones en la actualidad.

Ese medio siglo

Discurso con motivo de cumplirse el cincuentenario del Colegio San Ignacio de Loyola, fundado el 8 de enero de 1923.

Si cincuenta años constituyen un trecho decisivo en la vida de una persona, también pueden constituirlo en la vida de una institución, sobre todo si corresponden al proceso de su formación, de su transformación y de su afirmación, y si al mismo tiempo se han realizado mutaciones profundas en el ambiente dentro del cual esa institución ha surgido y al cual está empeñada en servir.

Cincuenta años en la vida del Colegio San Ignacio de Caracas corresponden a toda una historia en la vida del país. Ellos comprenden la actividad más importante que la Compañía de Jesús ha tenido en Venezuela en el presente siglo. Cuando llegó, la Compañía ponía fin a una ausencia desde los días de la colonia, y su retorno a Venezuela fue de un profundo impacto. Había gran expectativa por el papel que desempeñaría, y no era pequeña la suspicacia que por muchas razones y en diversas formas se manifestó ante su venida. Son cincuenta años para dar gracias a Dios, para recordar bondades recibidas, para proclamar un deber de agradecimiento, para reafirmar los nobles propósitos que dieron ser a este Colegio y que él se ha empeñado en cumplir a lo largo de medio siglo.

Antiguo alumno fundador

Yo no quisiera limitarme a decir en este acto unas simples palabras de circunstancia. Quisiera entrar un poco en el análisis de lo que este cincuentenario significa, y no quiero hacerlo de otro modo más que como antiguo alumno. Antiguo alumno fundador, Vicepresidente de la primera Junta Directiva de la Asociación de Antiguos Alumnos, cuyo Presidente, el gran compañero y excelente ciudadano Alfonso Vidal Martí, fue llamado hace años a la morada eterna. El se empeñó, cuando la Asociación de Antiguos Alumnos fue fundada, en que yo llevara la palabra, en uno de los actos anuales de distribuciones de premios del viejo Colegio. En aquella ocasión dije, con una invitación que está vigente, dirigida a todos los jóvenes de Venezuela a través de los alumnos del Colegio: «Venezuela será lo que nosotros queramos que sea».

Con aquel carácter quisiera hacer memoria de los primeros años del Colegio. Ya que prefiero invocar la calidad de testigo a la condición de historiador, perdonarán ustedes que incurra en algunas aclaraciones con tintes de autobiografía, porque quisiera trasmitir lo que yo sentí, lo que yo vi, lo que para mí fue el Colegio en aquellos años de la Caracas pequeña y modesta, a partir de 1923.

Había nacido en la provincia. En los días en que se creó el Colegio, yo iba a cumplir siete años de vida. Tenía apenas cinco meses en Caracas. Nos habíamos venido porque mi padre adoptivo, estudiante en los días de la crisis universitaria de 1912, aspiraba a reanudar sus estudios, a completarlos, a hacer un gran esfuerzo para coronar su carrera y obtener en la universidad el grado en una profesión liberal.

Yo había aprendido a leer en el hogar, al cuidado de la madre que la Providencia me dio cuando perdí la mía, y había asistido a las aulas modestas pero profundamente venezolanas del Colegio Montesinos, en San Felipe, en el Estado Yaracuy. Cuando llegamos a Caracas, la gran novedad era la llegada de los jesuitas, era la apertura del Colegio, y mi padre tuvo que vencer resistencias, opiniones y prejuicios familiares, para tomar la decisión de llevarme al San Ignacio.

Él invocaba la frase de un maestro suyo, educador de gran trayectoria, libre pensador, buen ciudadano, noble maestro, gran patriota, que vivió en la ciudad del Tocuyo: el afamado don Egidio Montesinos. Según refería mi padre, su discípulo en una de las últimas, quizás la última promoción del Colegio «La Concordia», Egidio Montesinos decía: «Cuando encuentren un libro cuyo autor después de su nombre, ponga las iniciales S.J., léanlo, porque en él encontrarán sabiduría».

Evocación sentida

El Colegio fue establecido en la esquina de Mijares, en una casa humilde. Nos causa risa ver las fotografías y la literatura ampulosa con que se le presentó entonces. «Cuatro patios para recreación de los alumnos», «Sala de máquinas (un pequeño cuarto con unas «Underwood» viejas en las cuales enseñaba el Hermano Oñaderra), «vista de Caracas» (panorama con unos cuantos techos de los que hace ya mucho desaparecieron)… Allí tuve por mi primer preceptor al Hno. José Marquiegui, cuyos restos llevamos ayer a la tierra venezolana. Lo llamábamos, con respeto, a pesar de sus 23 años el «Hno. Marquiegui»; después, con el tiempo se convirtió en el Hno. «Pepe», el Hno. «Pepito», y finalmente, para nuestros hijos y para los nietos de algunos antiguos alumnos, ya era «Pepito».

Nos contaba de su tierra, de Durango, su pueblo, de su gente, de su familia, y así empezamos a tomar contacto con los vascos, esos señores que para nosotros se habían perdido en nuestra historia, a pesar de que mi pueblo —que llevó en un tiempo el nombre de San Felipe El Fuerte—, había sido poblado por vascos, que se entremezclaron, y de quienes descendía en gran parte su población. Los vascos mostraban firmeza, dureza, resistencia ante las dificultades, voluntad fuerte y se empeñaban más que todo en forjar el carácter, preocupación predominante en la orientación del Colegio.

Allá conocimos al Padre Gastaminza: vino de maestrillo, nos enseñaba geografía con dibujos (era un principio de educación audiovisual); amó la geografía venezolana, y yo me atrevería a afirmar (lo recuerdo montado en una motocicleta por las arenas y por los cardonales de la Península de Paraguaná) que de él sobre la geografía venezolana se podría decir como en el Evangelio, del maestro y sus discípulos: «la amó hasta el fin». Era maestro de solfeo. ¡Los trabajos que pasaba el pobre para enseñarnos a cantar el himno nacional o el himno de Loyola! Y nos inculcaba esta letra, esta letra que nunca deberíamos olvidar:

Es la ley que nos rige y nos gobierna,

la de ser ante todo caballeros,

ni por ser en la lucha los primeros,

despreciar al valiente contendor.

Y en medio de aquellos recuerdos aparece también Luis Arrizabalaga. Ya asomaba como autor dramático, apóstol misional, historiador y luego convertido, con el transcurso de los tiempos, en el más vivo anecdotario del Colegio, en el más rico depósito de recuerdos y en el símbolo más constante de la permanencia de los primeros ideales. Zumalabe, el Rector, figura majestuosa; Epifanio Aguirre, generoso siempre; el Padre Puig, rubio y corpulento Prefecto, que en medio de su aparente dureza me repetía ante mi precaria salud: «Rafaelito, más vale burro vivo que doctor muerto».

Pero mi primera estancia en el Colegio se confinó a la esquina de Mijares. En 1925 volvimos a la provincia. Razones familiares por una parte; por otra, el padre ya graduado quería ejercer la abogacía. De nuevo en San Felipe, asistí a la escuela Padre Delgado, donde completé mi educación primaria elemental y mi educación primaria superior. No había liceo en San Felipe; el Colegio Montesinos había desaparecido, y creo que el deseo de que yo me educara en estas aulas el principal motivo que nos hizo volver a Caracas. No quisieron que yo pasara por el trauma de un internado.

Segunda etapa

Llegué de nuevo, y me encontré el Colegio en la casa de Andueza Palacios. Soberbia mansión, vagos recuerdos de que tal vez estuvo una vez ocupada por una escuela normal de niñas, de lo que nos dábamos cuenta por las pelotas que caían de un lado a otro durante las horas del recreo. Majestuosa parecía la sede. Mi primer encuentro fue con dos maestrillos que iban a la cabeza y a la cola de las filas que los alumnos de bachillerato formábamos para ir al recreo: Francisco Corta, matemático brillante, después inmerso dentro de la mole impresionante de China y hoy nuevamente en el país; y Manuel Aguirre, inquieto, dinámico, apasionado de Venezuela; trataba de buscar en los alumnos la promoción de una inquietud, que después trasmitió en el seminario al joven clero y en el Círculo Obrero de Caracas a valiosas promociones de dirigentes sindicales. López Davalillo era el Rector. Mi recuerdo más profundo de él es el de su ilimitado afecto por mí, hasta el punto de quebrantar alguna vez la disciplina del Colegio, que como Prefecto trataba de imponer con reciedumbre el Padre Iriarte. Víctor Iriarte: difícilmente he encontrado en mi vida una inteligencia más clara, más armónica, y una voluntad más recia. Apenas lo vi flaquear cuando lo vine a visitar aquí, ya enfermo, yo como Presidente. Le dijo al Edecán: «ahora él nos manda, pero antes lo mandaba yo a él». Su ánimo, por primera vez, lo vi dominado por la emoción.

Y en el Colegio conocí otros hombres extraordinarios: José Errasti, austero, profesor de castellano y de inglés, listo para estallar en una carcajada ante cualquier travesura nuestra, meticuloso hasta el punto de llevar en una latica (que fue en un tiempo depósito de bicarbonato) pedacitos de tiza con los cuales hacía los ejercicios en el pizarrón. Hermógenes Basauri, un sabio, un profesor brillante que nos cautivaba con sus conocimientos: creo que él sembró la vocación de investigar en muchos de los que fueron sus discípulos. Modesto Arrázola, de la Villa de Oñate (la cuna del Tirano Aguirre), exigente en sus clases de Filosofía, gran confesor, modelo en el cumplimiento del deber. Y maestrillos: Teodoro Fernández, Francisco Doussinague, Guillermo Larrañaga, Ignacio Fernández de Pinedo, Díaz Pardo, Pedro Aguirre, el Padre Espiritual Miguel Izaguirre, el Prefecto muy adusto Martín Muruzábal y antes, por breve tiempo, el elegante Aguirre-Ceciaga.

Y sobre todo, los hermanos coadjutores: porque yo pienso que si hay santos en la Compañía —y no hay razón para que en esta época no se produzcan como se han producido a lo largo de más de cuatro siglos— los más santos son los hermanos: Pepe Marquiegui, Oñaderra, el Hno. Julián Aranzábal, que se quedó como símbolo en la Universidad Católica, el Hno. Francisco Javier Bonet, fundador después de Villa Loyola y prefecto de Jesús Obrero, Casimiro Pérez, Francisco Aguirre, Abad, y los que sobreviven, entre los cuales sólo voy a mencionar al Hno. Lanz y al Hno. Sabino. Y encontré, también, amigos, que no fueron nuestros profesores, pero con los cuales departíamos y a los cuales admiramos en su etapa de maestrillos: Jenaro Aguirre, Villelabeitia, Castresana, Urrutia, a la par de algunos seglares como Jones Parra, profesor de gimnasia en los días iniciales del Colegio, Santos Rauseo en mi segunda etapa y Jesús Antonio Cova en las clases de historia de Venezuela y de América.

Aulas adentro

En aquel ambiente encontramos muy cerca, pero muy cerca, a Dios. Ejemplos de pureza, de rectitud, de abnegación, de fortaleza, de patriotismo. Nos llevaron a los campos de deporte. Era nuevo el deporte en la educación venezolana. Nos hacían recitar: Manuel Aguirre me conminaba contra el «tonillo» tradicional de nuestros oradores del tiempo del romanticismo, mientras de manera implacable Víctor Iriarte tachaba y tachaba adjetivos, luchando contra los epítetos del llamado «tropicalismo» literario. Uno y otro insistían en que la primera virtud del hablar o el escribir era la claridad, el lograr ser entendido, el quitar galas superfluas, el tratar de expresar la idea, de establecer comunicación con el auditorio; y esto lo hacían a través de actos, un tanto criticados hoy y sin duda obsoletos para el tiempo actual, pero que obligaban al esfuerzo de enfrentarse al público, de coordinar ideas, de expresarlas, y de esta manera iban completando la formación humanista. Había, además, actos para despertar el patriotismo.

En aquel año 28, con nuestros doce años en el segundo de bachillerato, vimos que algunos de nuestros compañeros, ya de pantalón largo, fueron al Castillo Libertador por haber firmado una carta al Presidente pidiéndole libertad. Vivimos intensamente el Centenario de la muerte de Bolívar para identificarnos con su figura y oímos recitar versos de Villoslada:

Sublime predestinado de la gloria

Y del martirio

Que ayer creaste una patria

Y hoy de ella proscrito estás.

O aquellos otros en que decía:

 

El alma de toda la patria se encierra,

oh símbolo santo, en tu sangre, tu azul

y tu oro.

A tu sombra queremos vivir.

Bajo el sol de la paz

semejan tus pliegues tendidos

al viento sonoro

el árbol florido de la libertad.

El país estaba en marcha. Se reclamaba una nueva presencia y en medio de aquella especie de gestación callada, el patio de la casa de Andueza, llamado «salón de actos» (y pomposamente después «Paraninfo de la Universidad Andrés Bello»), nos miraba crecer y nos hacía sentir la responsabilidad que tendríamos que cumplir ante nuestro pueblo. Todo, dentro de un profundo cuidado, con un absoluto respeto y en un ambiente predominantemente hostil. Presentábamos exámenes en el Consejo de Instrucción, ante profesores, muchos de los cuales no querían a los jesuitas. A veces, algunos de los alumnos de planteles oficiales, que en general eran nuestros amigos, nos hacían la jugarreta de darnos sinopsis que  en realidad no eran las verdaderas sinopsis del examen y que necesitábamos porque aquellos programas enciclopédicos de entonces hacían imposible sin ellos la presentación de las pruebas. Existía un ambiente que hubo que vencer.

Se llegó en un momento al enfrentamiento ideológico, que tratamos de llevar como en el Himno de Loyola, como caballeros, en tono de altura, diciendo lo nuestro, defendiendo nuestras convicciones, pero respetando a los adversarios; presentando a Dios en una universidad que en aquel momento querían jactarla de atea; defendiendo lo que para nosotros era fundamental y diciéndonos, en un momento de negación, «discípulos agradecidos de la Compañía de Jesús».

Y debo decir aquí que, en la lucha que vino después, en el arduo ajetreo, en la controversia muy cálida que presenció el país, en la que nos sirvieron de guía y de aliento motivos espirituales adquiridos en el Colegio San Ignacio, nunca tratamos de usar el Colegio para nosotros, nunca. Así como debo decir en este momento, porque la circunstancia es muy propicia, que si hemos defendido la religión y la iglesia, jamás la hemos querido usar como instrumento para una finalidad política ni para un interés parcial.

Significación del Colegio

Pero ¿qué significación tuvo el colegio? No fue el mío, no, un colegio de niños ricos. Esto lo puedo asegurar. La mayoría de los padres de quienes íbamos a sus aulas eran gente de escasos recursos económicos, que luchaban por completar los Bs. 25 mensuales de pensión, o para darnos los 50 céntimos que costaba el desayuno cuando comulgábamos en el Colegio o los 25 céntimos de la merienda cuando teníamos necesidad de ella, porque se prolongaba el día. Al Colegio íbamos a pie, en aquella Caracas que todavía conocía la neblina de los meses de diciembre, enero y febrero, o en tranvía. Eran muy pocos los que llegaban en automóviles. Si había hijos de ricos, serían minoría, y no se notaban. Era un Colegio para gente sencilla, para gente humilde, donde se predicaba y se practicaba la austeridad.

Ese Colegio tomó prestigio, y quizás la mejor recomendación que puede hacerse del instituto, fue la solicitud que amigos nuestros, de diferentes convicciones filosóficas y hasta personalidades connotadas de corrientes cuya ideología es muy contrapuesta a la que aquí se enseña, nos pidieran que encontráramos puesto para sus hijos aquí. Si trajeron sus hijos al Colegio es porque lo creían lo mejor para ellos. Y ese testimonio es bueno lo tengan en cuenta los alumnos actuales, que forzosamente tienen que sentir la inquietud de los nuevos tiempos, la necesidad del cambio, la presencia de una transformación. Cambio indispensable y necesario, pero que no debe destruir aquello que precisamente le dio ser, le dio fisonomía, autoridad y respeto en el país a este Colegio.

Aquí se nos dio fe, constancia, disciplina, se nos enseñó —a costa de grandes esfuerzos y de muchos castigos— una virtud difícil de adquirir para los venezolanos, que entre las virtudes nacionales, que son muchas, no la tenemos, y es la puntualidad. ¡Cuánto nos costó aprender la puntualidad! Muchos la perdieron al salir del Colegio; otros la conservan todavía; era como un signo de responsabilidad, de presencia, de obligación, de deber, de servicio. Pero sobre todo aprendimos a ver el ejemplo de aquellas vidas, ignoradas para la gran mayoría, anónimas para la muchedumbre, entregadas de lleno a cumplir una tarea por el deber y sin esperar otra recompensa que la paz de Dios.

El colegio cambió. De Mijares pasó a Jesuitas, a la casa de Andueza. Tuvo que crecer. Incorporó otra casa, donde viviera muchos años el doctor José Gregorio Hernández. Luego se trasladó a Chacao; cambió el Colegio, cambió la gente. El Colegio pequeño se convirtió en un edificio espacioso, repleto de nuevos alumnos. Quizás, en algunos momentos, fue tomando carácter masivo. Mucha masa; no había suficiente personal para darle a todos los alumnos todo lo que los alumnos requerían.

La ciudad crecía; era necesario venir en autobús o en automóvil; los precios subieron; apareció una nueva clase económica que podría ya denominarse burguesía; la gente comenzó a disfrutar de una abundancia de bienes que les hacía olvidar las cuestiones fundamentales derivadas de la disciplina y del deber. Ha sido difícil la vida del Colegio desde que creció al trasladarse aquí a Chacao. Pero había un enlace permanente. Entre los eslabones de ese enlace estaban Pepe Marquiegui, Arrizabalaga, Bonet y muchos otros, así como nuevas figuras que vinieron para trasmitir el mensaje fundamental.

Y si yo vengo aquí hoy, no solamente como ex alumno, sino como padre de tres antiguos alumnos, a expresar el agradecimiento de los cuatro al Colegio, muy vivo y nunca satisfecho, nunca recompensado con cualquier esfuerzo que hagamos a favor de él, agradecimiento por lo que nos dio en formación, en optimismo, en voluntad de luchar y de vencer por un noble ideal, debo también hacerme eco de la inquietud, de la preocupación, de la angustia en todo sentido, que surge ante un mundo nuevo, estremecido en convulsiones de un nuevo alumbramiento, requerido más que nunca de la función de iluminar, de orientar y de fortalecer, con una gimnasia física y espiritual, los mejores recursos y los mejores alientos de las nuevas generaciones venezolanas.

Discurso en conmemoración del 50 aniversario del Colegio San Ignacio. Caracas, 14 de enero de 1973.

De cara al futuro

Creemos que el Colegio ha sido lo que fue, durante cincuenta años, porque ha sido profundamente cristiano. Y creemos que la solución, en el mundo de hoy, no es descristianizar el cristianismo sino cristianizar a los que todavía no han recibido el mensaje de Cristo.

Y si los antiguos alumnos se organizan, y si hoy mismo se está clausurando la Conferencia Regional del Caribe de Asociaciones de Antiguos Alumnos de los jesuitas, yo creo que ese intercambio no es sólo para recordarnos lo que debemos hacer y aquello que nos enseñaron como lo más valioso de la vida, sino también para aportar nuestro aliento, nuestra influencia hasta donde podamos ejercitarla, para que colegios como éste sigan existiendo, sigan nutriéndose de los mejores hombres, sigan entregando las mejores voluntades, sigan expresando una firmeza indestructible en la fe y una voluntad irrenunciable de servicio. Para eso existen; y de que la comunidad se da cuenta, dudo que haya un ejemplo más elocuente que el de este Colegio San Ignacio de Caracas. Porque dudo que haya empezado otro en condiciones más adversas y que en un tiempo de cincuenta años haya logrado un más amplio consenso de reconocimiento.

Por eso, pues, en este día en que celebramos con justo motivo el primer medio siglo del Colegio, en que invocamos el nombre del capitán de una milicia espiritual que se arrojó al combate cuando parecía amenazada de muerte la cristiandad, invoquemos aquel recuerdo, extraigamos lo mejor de su figura, cambiemos todo lo viejo que haya que cambiar, reformemos todos los aparatos estructurales que haya que reformar pero fortalezcamos la esencia, el nervio, el espíritu de la institución, que saldrá más robusta a medida que sus formas y estructuras se adapten mejor a las necesidades de los tiempos. Y digamos, con aquel himno nacional que a San Ignacio lo presenta como a un combatiente, pero como a un combatiente que tiene como meta la paz, digamos:

Compañía de Jesús, corre a la lid,

a la lid,

del infierno la gente no apague tu ardor,

que ilumina tu frente, de Ignacio,

el valor.

Y concluyamos con aquellas palabras dichas en medio de lo más duro de la lucha:

Fiel presagio

del lauro bélico y de la paz;

del lauro y de la paz.

 

Caracas, 14 de enero de 1973.