Imagen tomada del libro Apuntaciones Históricas (Caracas, Imprenta de Atenas, 1913).

Arévalo González

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 23 de abril de 1950.

Quince años de muerto cumplió Rafael Arévalo González en esta semana. Aunque no con toda la amplitud que se le debía, la prensa recordó su memoria. La memoria de un hombre cuya vida fue un gesto; la expresión de una rebeldía, que fue al mismo tiempo –en la época del pesimismo máximo en la vida política del país– afirmación de fe en un ideal.

Es verdaderamente extraña esta figura en la ruta tormentosa de nuestra historia. Porque su fuerza no estriba en los factores que destacaron a sus predecesores y a sus contemporáneos. No se puede decir que fue un estadista, porque no tuvo oportunidad de exponer ni ensayar un sistema de gobierno. Ni fue tampoco el creador de una doctrina, ni el organizador de un movimiento. Él fue la voz de la conciencia nacional. Fue la expresión de secular anhelo. Como «una insigne tontería» juzgaron los «positivistas» (lo recoge y fulmina en su libro José Rafael Pocaterra) su gesto de proclamar candidato a Félix Montes sólo para que no se dijera que no hubo quien ejerciera el cívico derecho. Porque, detrás del editorial de «El Pregonero», no había ningún plan conspirativo, ni existían fuerzas de ningún género para respaldarlo. Pero aquella «insigne tontería» y las que seguiría cometiendo, casi hasta el borde de la tumba, fueron el «presente» dado por el espíritu de la patria aherrojada, en plena oscura noche, que parecía no tener fin.

Sorprende aquella constancia invencible, acorazada en la mera expresión de los principios. Sorprende que no hubiera sentido la tentación de probar él también el vino espirituoso de las guerras civiles. Como Sócrates, él prefirió beber hasta la última gota, un veneno que no merecía. Nada hizo por colocar sus plantas en seguro exilio. Nada hizo por levantar el viejo espíritu de la montonera. Solo con su conciencia, se sintió depositario de un deber distinto. Después de haber saboreado  hasta el colmo las cárceles de la tiranía, todavía tenía valor para pedir a Gómez, en telegrama de altiva dignidad, la libertad de los estudiantes del 28. Sus huesos iban a dar nuevamente al calabozo; pero él tenía la mística fe de un apóstol. Se supo de dar, en oblación larga y cruel, mil veces más dolorosa que la del que cae en un momento de combate, a una causa que juzgaba eterna. Era su convicción cristiana, la que nutría ese caso insólito de amor en holocausto por la patria.

Rafael Arévalo González debía tener un alma sencilla. Sus escritos son límpida expresión de un sentimiento. Lejos, la rebuscada frase de convencional sonoridad. Lejos, la artificiosa exposición de planes programáticos. Era una sola idea. La patria venezolana, como objeto de devoción, en plano de excelsitud. Una patria noble, libre y cristiana, para la cual quería un noble, libre y cristiano destino.

Pero lo más admirable fue su convicción inquebrantable de que ese destino habría de venir. Optimismo incurable, incomprensible si no se le midiera en su proyección infinita, cuya medida no podía encerrarse en el límite estrecho de una oportunidad cualquiera. Optimismo elocuente y ejemplarizador. Porque no era el sueño loco de un muchacho, tan hermoso en su ámbito como fugaz en el intento de su realización. No era el tributo que otros habían ido pagando a una ilusión, para desprenderse de ella cuando fueron derrotados por la realidad social. El mérito de Arévalo es ése. Mientras los años van madurando más su dolorido espíritu, la fe en el mejor destino de la patria se va acentuando más en él. Perdida la esperanza de derrocar a Gómez, él tiene la seguridad de que el gomecismo –el sistema– no podrá sobrevivir al dictador. Y cuando algunos planteaban el recurso de fuerza, que parecía única salida, él salía al paso, con acento mesiánico, predicando que no sería la recaída en las aventuras estériles el camino de la salvación nacional.

Su carta a Castro –el Castro derrocado, convertido en potencial caudillo de una revolución contra Gómez– había sido la autorizada ratificación de ese concepto. El, a quien más que nadie podía considerarse en Venezuela justamente agraviado, no quería que Gómez cayera por la fuerza. Sabía que este camino sólo derrocaría la persona, pero difícilmente pondría fin al sistema. Parecía trasnochado en sus divagaciones, cuando era un intuitivo de la más honda realidad.

Negro había tenido que ser el pesar de su alma, si esa luz de esperanza no hubiera estado brillando continuamente en su interior. Presentía la seguridad de una transformación. La sabía. Ya no esperaba verla, y no tuvo ni siquiera el consuelo de gozar algunos meses más de vida para observar los atisbos del nuevo y prolongado proceso que con los últimos días de 1935 íbamos a comenzar a vivir. Pero llevaba la honda convicción de que los tiempos iban cambiando la fisonomía de los pueblos. Y de que un nuevo Gómez no podría darse, y en caso de darse, no podría subsistir.

Amargaron sus últimos años dolores con los cuales no contó. Su última prisión fue especialmente dura. Acostumbrado al trato de los carceleros, no sospechaba que en sectores de las generaciones nuevas, depositarios de la esperanza mejor de la patria, pudiera prender y hacer tantos estragos el morbo del marxismo. Él, que hubiera tenido justificación para odiar, no podía comprender la venenosa doctrina del odio social. Con la misma erguida estatura de su protesta contra la tiranía, hizo frente al peligro que empezaba a sembrarse en las conciencias. Cuánto hubo de arrostrar, nos lo han contado algunos de sus compañeros de presidio; nos lo mostró algún episodio que no debió haber ocurrido y en el cual, después de la muerte del general Gómez, no se tuvo el respeto debido a su memoria; nos lo ha dicho, todavía ahora, el silencio que guardaron algunos ante el aniversario de quien fue paladín de prensa y pensamiento libre en Venezuela. Pero, también entonces, en la lucha más dura, supo ser fiel a esa patria que era novia de sus sueños, y a la que no podía convenir en ver hecha jirones por las garras del materialismo económico.

La lección de Arévalo González está en pie. El momento que le tocó vivir fue el de un cansancio nacional por un proceso de destrucción interna. Los dos grandes partidos históricos habían dejado de ser, desde el momento en que olvidaron su responsabilidad y su deber, para ofrendarla en las fauces hirvientes de la montonera y el asalto, del vivac infecundo, o del interesado pacto de oblación a los caudillos vencedores.

Estaban relajados los resortes en cuya subsistencia reside la vitalidad de un pueblo. Él tuvo, sin embargo, el acierto de mantener la voz, cuyos aciertos no pudo silenciar la mordaza. Esa voz continúa y continuará vibrando en la conciencia de Venezuela. El recuerdo de su sacrificio ha de servir como una razón más para construir y defender, para luchar y perseverar, para no perder la visión del camino, para no aflojar el ánimo por el encuentro de dificultades. No está cancelada, no, la tarea de las nuevas generaciones venezolanas. Honremos a Arévalo González, repitiéndonos una y otra vez, el compromiso de ascender y construir.