La unidad y el candidato
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitido por Radio Caracas Televisión los jueves a las 10 pm.
Con el deseo de atender a la preocupación colectiva acerca de muchos puntos de orientación política, nos hemos propuesto en estas charlas abordar cuestiones que están explícita o implícitamente como interrogantes en el ánimo de muchos. Para el tema de esta noche, nos ha parecido interesante abordar el tópico de la unidad y en relación a ella, la cuestión de la candidatura presidencial.
Hemos oído mucho y a mucha gente preguntar ¿qué es la unidad?, y hasta en programas de mucho interés hemos obtenido la sensación de que hay cierta confusión en el público acerca de esta consigna tan querida por el pueblo de Venezuela desde enero hasta acá.
La idea de la unidad, desde el punto de vista político, tenemos que diferenciarla en dos aspectos: la unidad como aspiración permanente y la unidad como consigna inmediata. Como aspiración permanente, la afirmación de la unidad representa la idea de que la nación es un todo, cuyas partes por importantes que sean tienen que reconocerse como perteneciendo a algo superior. Dentro de una colectividad cualquiera existen numerosas manifestaciones y es una prueba de riqueza del espíritu y de la vitalidad de un pueblo el que esas manifestaciones sean muy abundantes. La noción de unidad supone el que por encima de todas esas manifestaciones exista el propósito de colocar ciertas normas fundamentales, a las cuales quedan subordinadas todas las tendencias diferenciales. En cambio, la unidad como consigna inmediata representa un punto de vista distinto: es una etapa dentro de la estrategia política del país, que corresponde a un esfuerzo colectivo supremo realizado para el derrocamiento de la tiranía y que tiene su consecuencia en otro esfuerzo colectivo supremo, al cual se aspira para echar bases sólidas a nuestra vida institucional.
La unidad como hecho permanente
En cuanto al primer aspecto, de la unidad como hecho permanente, nosotros tenemos la satisfacción de decir que el Programa de COPEI, aprobado en la Tercera Convención Nacional del Partido, en 1948, se consagra como uno de los principios básicos de nuestra acción el de que COPEI sustenta la unidad de Venezuela por encima de todas las diferencias de clases sociales, de razas o de sectas, y en cuanto al aspecto regional, sanamente orientado, lo consideramos como un principio de superación y de mejoramiento colectivo, y rechazamos en cuanto pueda convertirse en un hecho negador, creador de antagonismos, o destructor de la solidaridad nacional.
Somos, pues, unos venezolanos que aspiramos permanentemente a la unidad. Pero esa unidad no se puede entender en el sentido de uniformidad, de rigidez, de imposición de un modo de vivir absolutamente idéntico para todos, lo que destruiría la esencia de la democracia y le quitaría incluso interés a la vida.
A este respecto, recuerdo unos conceptos expuestos por un venezolano ilustre, Don Fermín Toro, en su magnífico y profundo ensayo «Reflexiones sobre la Ley del 10 de abril de 1834». Esboza Don Fermín allí una teoría sociológica sumamente bien concebida y coordinada. Él dice que las tres esencias de la vida social la representan la unidad, la variedad y la armonía:
La unidad supone la existencia de leyes y de normas comunes en los diversos aspectos de la vida social que imponen formas de conducta, maneras de existir, que representan el aseguramiento de la vida del grupo.
La variedad, en cambio, supone la garantía de la libertad, la diversidad de las opiniones y de modos de ser, que dan a cada individuo (y nosotros podríamos agregar, a cada grupo social, dentro del grupo más amplio que forma la nación) la posibilidad de existir y de preconizar puntos de vista y de confrontarlos con otros dentro del interés social. Ahora, nos dice Don Fermín Toro, que entre la unidad que asegura la existencia del grupo y la variedad que asegura la libertad del individuo, hay una cierta oposición, pero con palabras muy hermosas y muy expresivas aclara: «no con oposición que excluye sino con oposición que limita», y la coexistencia de ambos principios dentro de la vida colectiva le da ésta, su tercera esencia, que es la armonía.
La armonía es lo que permite que se aseguren las normas de unidad sin sacrificar la variedad y viceversa, porque mantener la unidad con sacrificio de la variedad sería establecer un endiosamiento de la totalidad, y mantener la variedad sin salvar la unidad sería establecer la anarquía o el desorden.
El hecho del 23 de enero
Esta idea fermintoriana de organización colectiva, en relación a los principios de unidad y variedad, me parece que tiene mucha vida, le cabe mucha aplicación dentro de nuestra realidad política y nos puede ayudar a entender la unidad como consigna inmediata: La unidad significa la aspiración a proclamar lo esencial para la vida del grupo, pero no puede entendérsele en el sentido de excluir la indispensable variedad, la existencia de los grupos que tienen sus puntos de vista, que tienen consignas, que tienen sus tendencias, y que no pueden renunciar a ellas sino sólo en la medida en que no afecte su existencia, y en que sea indispensable para asegurar la convivencia colectiva.
En Venezuela, durante los últimos años de la tiranía, se fue gestando un hermoso fenómeno de unidad: grupos políticos diferentes, con programas diferentes, con aspiraciones diversas, que habían luchado hasta encarnizadamente en la época del debate público, fueron coincidiendo cada vez más. Y fueron coincidiendo con ellos, además, los sentimientos de la gran masa independiente que no tiene denominación partidista, en la formación de un frente de conciencia y un estado de resistencia muda, pero no propiamente pasiva, contra la tiranía que nos estaba despotizando.
El hecho del 23 de enero, el derrocamiento del régimen, fue saludado y ha sido considerado quizás como el más hermoso fenómeno de unidad dentro de la vida colectiva. No fue ni siquiera un entendimiento previo, razonado, compartido, de los grupos políticos como lo fue el de 1858, cuando la fusión de liberales y conservadores dio al traste, a través de la acción de Julián Castro, con la tiranía de los Monagas. Fue un hecho más espontáneo, más natural. Dentro del sufrimiento, las cárceles, el exilio, la persecución, la amenaza, los grupos políticos se fueron acercando y se fue gestando en la nación un clima de conciencia, un estado de ánimo que hizo que la desaparición de Pérez Jiménez se cumpliera como un hecho en el que estaba todo el país contra un hombre y el pequeño grupo que lo rodeaba.
Las aspiraciones colectivas
El resultado de este proceso de unidad ha traído como consecuencia natural y lógica, la aspiración colectiva, manifestada por todos los sectores, de que grupos políticos, conservando sus diferencias programáticas esenciales, llegaran a un acuerdo para un objetivo central. Por ejemplo –esto no es misterio para nadie, sino que significa el reconocimiento de un hecho– la doctrina filosófica y política del Partido Comunista: es imposible entre ambas doctrinas una transacción, un compromiso, pero ello no ha excluido una acción convergente entre grupos que tienen diferencias profundas, pues cada uno de los otros grupos tienen también su estructura programática, que posiblemente no es asimilable a la estructura de los grupos filosóficamente más definidos, conservando, repito, cada uno su propia estructura, sus propias diferencias, hay un objetivo común inmediato que es el establecimiento de un régimen constitucional estable, que inspire confianza a la colectividad y que permita el desarrollo de una acción, no solamente administrativa y política sino también social y económica, que abra cauce al desarrollo de la vida venezolana y nos permita conquistar el futuro.
Épocas de transición
La experiencia de otros pueblos y la nuestra misma nos indica que estas épocas de transición son propensas para la desconfianza y que la desconfianza trae consigo la perturbación de las actividades económicas y de las actividades sociales. Por un lado, las aspiraciones pueden ser desmesuradas, o por lo menos expresadas en una forma irregular y, por otro lado, los recursos para atenderla van menoscabándose precisamente por la atmósfera de desconfianza. Hay, pues, la necesidad de prorrogar en cierto modo esta situación transitoria hasta hacerla abarcar el inicio de la constitucionalidad, de modo que dentro del período constitucional empiece a desarrollarse paulatinamente, de una manera consciente, la discusión democrática de los distintos programas y de las distintas ideas, indispensables para que el pueblo adquiera el ejercicio de la democracia.
Esta idea, pues, de la unidad como norma inmediata, como consigna política del momento, se refleja en tres aspectos principales: 1) La tregua política; 2) El programa o la aspiración unitaria; 3) Las candidaturas, no solamente presidenciales, sino también para los cuerpos deliberantes.
En primer lugar, tenemos la tregua política. Nadie puede decir que los partidos no hayamos cumplido en alto grado, en un porcentaje que para cualquier hombre de números resultaría verdaderamente satisfactorio, esta aspiración de la tregua política. Ha habido discusiones, ha habido pequeñas cosas, no podríamos descartar incluso que dentro de la mecánica política haya habido hechos que algunos hayan podido calificar de zancadillas (la política es así, y no solamente la política: los negocios, toda la vida humana está impregnada en el barro humano de que estamos hechos) pero es indudable que los comandos nacionales de los grandes políticos en Venezuela han dado un ejemplo maravilloso en un momento en que el país está desconcertado, en que la aparición de las masas populares en las calles, en que el ingreso a la actividad política de generaciones enteramente nuevas a las cuales no se les puede exigir ninguna experiencia de las situaciones anteriores, podrían contribuir a la desazón, a la intemperancia y a la vehemencia. Los grandes partidos políticos han ido llevando la afirmación de sus ideas, la propaganda de sus consignas, el desarrollo de sus campañas en un lenguaje de altura y de serenidad que ha sido verdaderamente pedagógico, educativo, para Venezuela. El que tenga más odio a los partidos políticos, si obra con conciencia y con sinceridad, no puede regatearles el agradecimiento por todo el porcentaje de tranquilidad y de paz que le han dado a ese mismo irreconciliable adversario suyo, al establecer consignas de tregua, de respeto recíproco, en un momento en que la lucha verbal podría ser sumamente peligrosa.
Desconfianza por los programas
En el segundo aspecto, tenemos la cuestión de El Programa. En Venezuela hay cierta desconfianza por los programas. Debemos reconocer que a lo largo de nuestra historia hemos estado viendo hermosos programas; nuestra historia está surcada de las más bellas promesas y los documentos programáticos han sido, cada uno en su época, expresión de todo lo mejor que los mejores cerebros podían imaginar. Pero es verdad que los programas son nada sin los hombres: el programa más hermoso sin un equipo que lo motorice y que lo lleve a la práctica y sin un cerebro, una voluntad que lo oriente y dirija este equipo, estaría condenado al fracaso. Pero, desde luego, la cuestión de un programa común (de esto me han hablado algunas personas con quienes he conversado recientemente) representa una aportación muy sólida para la reestructuración de la vida nacional. Ese programa está en vías de realizarse. Han marchado lentamente las conversaciones formales para la redacción de los puntos, pero en cambio, entre los comandos de los grandes grupos políticos ha habido una serie de conversaciones que van dando lugar al progresivo acuerdo en una serie de cosas fundamentales que el país tiene que abordar: la reforma administrativa, la reforma fiscal, el avance progresivo en la conquista de mejores condiciones, no solamente fiscales sino también de intervención en nuestras grandes riquezas como el petróleo y otros grandes aspectos de la economía nacional; la formación de una economía propia en el aspecto industrial; la realización de una reforma agraria bien concebida, pacíficamente realizada, que no inspire pavor a quienes quieren cultivar las tierras de buena fe, ni a los que lo estén haciendo racionalmente, pero que al mismo tiempo dé la posibilidad de una vida nueva a la gente del campo; un programa de desarrollo de la educación popular y básica para extirpar el analfabetismo; el desarrollo de la educación técnica; el mejoramiento de la educación superior; la protección social. Hay una serie de aspectos en los cuales estamos fundamentalmente de acuerdo y los puntos en los cuales podemos disentir más vivamente han sido ocasión para que se haya ido buscando soluciones transitorias, que pueden significar una especie de compromiso de no agitar ante la opinión pública aquellas cosas que puedan exacerbar los ánimos y desviar la atención de las grandes cuestiones.
Las candidaturas
Ahora, el tercer aspecto de la unidad, como consigna política inmediata, es la cuestión de las candidaturas, y debo decir que las candidaturas, a pesar de que el título de mi charla es «La unidad y el candidato», porque hay dos cosas que la opinión no debe olvidar: hay que escoger candidato para la Presidencia de la República, pero hay que escoger candidatos para el Congreso Nacional, para las Legislaturas de los Estados y para los Concejos Municipales, y la aspiración de unidad no se lograría simplemente con escoger de acuerdo un Presidente de la República y soltarlo como en una jaula de grillos, para que se encuentre con la contienda partidista en el seno de los cuerpos deliberantes. La cuestión, pues, exige buscar una fórmula de entendimiento, para que surja de todos los grupos políticos la promesa al país de que ninguno de ellos aspira a un control hegemónico de los cuerpos deliberantes, de modo que el país durante un período constitucional se sienta al margen de la pretensión hegemónica de un grupo que aspire a imponer sus consignas.
Ahora, en la cuestión de un candidato presidencial, hemos sostenido la idea y la creemos muy razonable, de que el acuerdo sobre un candidato eliminaría al país un debate cuya tramitación pudiera llevarnos a extremos peligrosos. No es que yo crea que nuestra democracia se va a hundir porque haya varios candidatos pero, evidentemente, si los partidos estamos en un plan de limitar nuestro derecho de postulación, tratando de postular conjuntamente una fórmula satisfactoria, es lógico esperar buena disposición por parte de la colectividad, a la que no se impone un sacrificio si se le ofrece un candidato para respaldarlo. Debemos recordar que, aunque esto no traiga calor adecuado al debate público y pueda provocar frialdad en algunos electores, en el fondo, al elector debemos convencerlo con una campaña intensa de que al votar por ese candidato está votando contra el retroceso, contra la barbarie, está votando por el afianzamiento de las instituciones democráticas, y de que ese acuerdo de los partidos para presentar un candidato no menoscabaría en forma alguna el derecho de cualquiera que, llenando los requisitos legales, quisiera ejercer su derecho de postulación y presentar otro candidato a la consideración de la opinión pública.
El ejemplo de Colombia
La hermana República de Colombia nos ha dado grandes ejemplos a este respecto. Cuando los grandes partidos históricos se pusieron de acuerdo y cuando un hombre como Laureano Gómez lanzó al debate público y respaldó la candidatura de su adversario, el jefe del partido, doctor Alberto Lleras, dieron un ejemplo que nos debe sumir en profundas meditaciones. Claro que en Colombia las cosas son más fáciles, porque hay dos grandes partidos y virtualmente toda la población pertenece a uno de los dos.
Entre nosotros el problema es más complejo: hay mayor número de partidos y el porcentaje de gente que no está vinculada a los partidos también es mayor pero, evidentemente, el hecho de buscar un acuerdo amplio, que esté a la altura de la responsabilidad histórica, es de mucho interés, y es sumamente peligroso el que se haga una cierta propaganda ante la opinión pública diciendo que los partidos han fracasado y que no han cumplido su deber. El descrédito de los partidos ha sido, y la experiencia lo demuestra, el primer paso hacia la liquidación de la vida democrática. Es verdad que nuestros partidos tienen culpas, tienen fallas pero también tienen haberes. La negociación de un candidato es una cosa laboriosa. En la misma hermana República de Colombia la candidatura de Lleras salió cuando ya se iba a cerrar el lapso para inscribirla y, sin embargo, la solución fue satisfactoria para todos.
Nosotros debemos meditar sobre esta cuestión. Comprendo que para mucha gente sería más agradable que hubiera diversos candidatos para pronunciarse entre ellos. Lo normal dentro de la vida democrática es la lucha entre dos, tres o más candidatos. Ahora mismo, Chile está eligiendo entre cuatro candidatos y varios otros inscritos. Pero el problema es si vale o no la pena orientar todos nuestros esfuerzos hacia el afianzamiento colectivo de las instituciones democráticas, aun sacrificando por el momento el desahogo normal de las contradicciones democráticas.
Hemos dado en más de una ocasión pruebas de madurez. No creo que debamos pensar que esa madurez está perdida en esta hora crucial.