Las drogas y los dólares
Columna de Rafael Caldera escrita para ALA y publicada en El Universal, del 29 de agosto de 1984.
El uso y comercio de las drogas en sus variadas y destructoras formas, se ha constituido en uno de los problemas más graves del mundo actual. No hay país sobre la tierra, libre de sus garras.
En 1971, dándome cuenta de la trascendencia del asunto, cree una Comisión Especial contra el Uso Indebido de las Drogas. La presidía el Fiscal General y fue adscrita a la Presidencia de la República, que le dio siempre un total apoyo; realizó muy importantes funciones, y uno de sus frutos fue un Proyecto de Ley que ha servido de matriz para la Ley sancionada ahora, en 1984.
La droga penetra en todas partes. No invade solamente las discotecas y demás sitios de recreo nocturno; se mete en los colegios, se infiltra en los cuarteles, lleva su comercio a las calles de todas las ciudades y no hay sitio, por alejado que esté, adonde no llegue su presencia. Va cumpliendo en sus víctimas una escalada perfecta: desde la inocentada de echar unas chupadas de las menos dañinas, hasta la sencilla ingestión de alucinógenos que destruyen la conciencia y aniquilan la voluntad.
Los narcotraficantes han llegado a tener un poder capaz de desafiar gobiernos, de corromper magistrados, de operar con desvergonzada confianza, de amenazar y asesinar a quienes se les oponen, de saltar fronteras y castigar, con una brutal crueldad que recuerda las peores épocas de la humanidad, a quienes les han servido y se rebelan contra su tiranía.
A principios de mayo de este año estuve en Colombia, en un interesante Seminario sobre Informática y Soberanía. El hermano país estaba sacudido por el asesinato del ministro Lara Bonilla, por los empresarios de la droga. El presidente Betancur anunció medidas drásticas, incluyendo la de conceder la extradición de colombianos que fueran inculpados del delito de narcotráfico, conforme a un convenio formado por los Estados Unidos por uno de sus antecesores, que él hasta ese momento no había querido reconocer. Todos los estamentos sociales manifestaban la decisión de apoyar al Presidente en esta lucha y los medios de comunicación social hacían en todos los tonos una intensa campaña para mantener en constante alerta la opinión nacional.
Duros golpes se dieron a los «capos» de esta nueva y temible mafia. Se encontraron inmensas y bien provistas instalaciones, siembras y laboratorios, medios de transporte de sofisticada modernidad y todo lo que es posible imaginar. Uno de los jefes, en el remoto llano, tenía aeropuerto con torre de control y radar, depósitos de combustible y de repuestos, armas de guerra: sorprendido por una delegación de la Policía y del Ejército, se abrió paso a tiros, abordó su jet y los cazas militares no lo pudieron alcanzar.
Se cuenta allá que el cabecilla principal ha tenido el descaro de ofrecer pagar la deuda externa de Colombia (miles de millones de dólares) a cambio de impunidad para actuar. El gobernador del Departamento del Cauca, de clara inteligencia y bastante prestigio, me hacía ver lo arduo que era combatir a quienes tenían recursos de tal magnitud que hacía difícil sostener su integridad a jueces, funcionarios o gendarmes. Antes, me decía, un delincuente trataba de sobornar a un magistrado ofreciéndole, ¿qué sé yo?, cien mil, doscientos mil o quinientos mil pesos; ahora, los narcotraficantes le ofrecen ponerle un millón de dólares en una cuenta numerada en Suiza. Y la alternativa, si rehúsa, es la amenaza de liquidarlo, que los hechos demuestran no ser vano alarde.
Pero, surge una pregunta inevitable: ¿de dónde procede tanto dinero, que se llega a considerar verosímil la oferta de pagar la deuda externa de Colombia?
La respuesta es sencilla. Esos dólares los aporta el pueblo norteamericano. Si los narcotraficantes tuvieran que conformarse con lo que puedan pagar los consumidores de países subdesarrollados, estarían también prósperos, pero en medida mucho más discreta. Los dólares fluyen del país que tiene en su poder más que los demás juntos. La droga es un problema moral, pero por la riqueza de Norteamérica se convierte en un tremendo mal sin delimitaciones geográfico-políticas. La transnacional de la droga sigue con ventaja los pasos de los tiempos más rudos de las trasnacionales del petróleo o del banano, que compraban autoridades, ponían y quitaban gobiernos y dictaban las leyes que les convenían. Por eso, al plantearse la necesidad de una unión internacional contra el narcotráfico, me da la impresión como si –en otro plano, en otra medida y con otro carácter– se estuviera sintiendo la misma necesidad de aliarse que, frente a las trasnacionales petroleras, dio origen a la OPEP.
Los Estados Unidos, sin duda, son los más afectados por el narcotráfico y los más interesados en reprimirlo. Algunos países latinoamericanos sufren mucho porque los utilizan como productores o como vías de tránsito para el vil comercio. Todos debemos empeñarnos en una acción coordinada y sistemática, decidida y valiente, para combatir este mal. Así lo creemos firmemente; pero al manifestarlo, se nos ocurre necesariamente un pensamiento: si lo que se gasta en este vicio en los Estados Unidos alcanza, en miles de millones de dólares, a proporciones astronómicas, ¿no resultaría inconcebible el que se negaran las sumas, mucho menores, que necesitan inaplazablemente algunos pueblos latinoamericanos para abrir camino a la satisfacción de necesidades elementales? ¿No sería injustificable negar el sacrificio que supondrá una actitud más comprensiva para que el peso del servicio de la deuda no ahorque a nuestros pueblos y los hunda en la desesperación?
Los dólares que engordan a los magnates del narcotráfico provienen de las mismas fuentes de donde, a través del diálogo norte-sur, se esperaban desde hace años los recursos necesarios para atender las exigencias de un nuevo orden económico internacional.